— No.
— ¡Leonova, déle el suyo!
— Pero…
— ¡Déselo! ¡Carajo! ¿Usted cree que es el momento de discutir?
— Leonova tendió su arma a Mourad.
— Cierre la puerta — dijo Hoover—. ¡Quédese delante, no deje entrar a nadie, y si insisten, tire.
— ¿Y si esto estalla? — Preguntó Mourad.
— ¡Y bueno, estallará usted con todo! ¡No será el único!…
— ¿Dónde está ese idiota de Lukos?
— En el Huevo.
— Ven, hermanita…
La arrastró con la velocidad del viento que soplaba afuera. La tormenta se había declarado en el momento en que el sol estaba más alto en el horizonte. Nubes verdes lo habían tragado, luego el cielo. El viento se rasgaba contra todos los obstáculos, atrancaba la nieve del suelo para mezclarla a la que traía, y fabricar con ellas una escofina afilada, cortante. Se llevaba los desechos, las inmundicias, los cajones abandonados, los toneles llenos y vacíos, las antenas, los jeeps, arrasaba con todo.
El guardián de la puerta les impidió salir. Aventurarse afuera sin protección, era morir. El viento los iba a enceguecer, asfixiar, romper, llevar, hacerlos rodar hasta el final del frío y del blanco mortífero.
Hoover le arrancó al hombre su bonete y se lo hundió sobre la cabeza a Leonova, le sacó los anteojos, guantes, anorak, y envolvió a la delgada joven muchacha, la empujó sobre una plataforma eléctrica cargada de toneles de cerveza, y apuntó su revólver al guardián.
— ¡Abra!
El hombre, estupefacto, apoyó sobre el botón de abertura. La puerta se desplazó. El viento lanzó un clamor de nieve remolineante hasta el fondo del corredor. La plataforma paciente y lenta entró en la tormenta.
— ¡Pero usted no está protegido! — gritó la voz aguda de Leonova.
— Yo — tronó la voz de Hoover en la tormenta—, tengo mi panza.
Delante de ellos y detrás, todo era blanco. Todo blanco, a la izquierda, a la derecha, delante, abajo, encima. La plataforma se hundía en un océano blanco que se desplazaba aullando como mil automóviles de carrera. Hoover sintió la nieve plantificársele sobre las mejillas, petrificarle las orejas y la nariz. El edificio del ascensor estaba a treinta metros justo enfrente. Treinta veces el tiempo de perderse y de dejarse barrer por las fauces del viento. Había que mantener la plataforma sobre una trayectoria rectilíneo. Él no pensó más que en eso, olvidó sus mejillas y su nariz, la piel de su cráneo que empezaba a helarse bajo el pelo encasquetado de hielo. Treinta metros. El viento venía de la derecha y debía desviarlos. Hoover se afirmó contra viento y pensó de golpe que el aceite de su revólver iba a congelarse y lo encasquillarla por muchas horas.
— ¡Aférrese a la dirección! ¡Con las dos manos! ¡Ya está! ¡No se desvíe ni un milímetro! ¡Sujete fuerte!
Tomó con sus dos manos desnudas ya sin sensibilidad, las manos en guantadas de Leonova, las cerró sobre la barra de la dirección, encontró, palpando, el revólver en el estuche colgado de su cintura, lo sacó, consiguió abrir el cierre relámpago de su bragueta. Una horda de lobos le mordió el vientre. Introdujo el arma en su slip, quiso volver a cerrarlo la corredera del cierre escapó de sus dedos entumecidos, la nieve bloqueó los eslabones, entró por la abertura. El frío alcanzó sus muslos, su sexo, hasta el arma que había querido cobijar en la parte más caliente de su persona. Se estrechó contra Leonova, la apretó contra su vientre, como defensa, como obstáculo, como escudo contra la tormenta. Rodeó a la muchacha con sus brazos, y puso las manos sobre las suyas alrededor de la barra de dirección. El viento trataba de arrancarlos de su trayectoria para tirarlos a lo lejos quién sabe dónde, lejos de todo. Lejos de todo, no eran kilómetros. Algunos metros bastaban para perderlos fuera del mundo, en la tormenta sin morada, sin límite, sin punto de referencia, cuyo paroxismo estaba en todos lados. Podían congelarse a diez pasos de una puerta.
La del edificio del ascensor quedaba aún invisible. Sin embargo estaba ahí, muy cerca, delante, oculta por el espesor de la nieve iracunda. ¿O no habían acertado y la plataforma estaba derivándose hacia el desierto mortal que comenzaba a cada paso?
Hoover tuvo de golpe la certidumbre de que habían dejado atrás su objetivo, y que si continuaban, tan poco como fuese, estaban perdidos. Pesó sobre las manos de Leonova y frenó a fondo, faz al viento.
El viento de frente se coló bajo la plataforma y la levantó. Los toneles de cerveza y la panza de Hoover la tiraron nuevamente al suelo. Leonova, enloquecida, largó la barra. Se sintió arrastrada y gritó. Hoover la apretó y la pegó contra él. La plataforma abandonada a sí misma hizo una vuelta en redondo, con la parte trasera al viento. Dos barriles de cerveza eyectados desaparecieron rondando en la tormenta blanca. El viento hundió sus hombros bajo el vehículo desamparado, lo levantó de nuevo y lo volteó. Hoover rodó sobre el hielo sin soltar a Leonova. Un barril de cerveza pasó a pocos centímetros de su cráneo. La plataforma volcada, desplazada, llevada, se fue como una hoja. El viento hizo rodar a Hoover y Leonova prendida de él. Chocaron brutalmente contra un obstáculo que resonó. Era una gran superficie roja vertical. Era la puerta del edificio del ascensor…
El ascensor estaba calefaccionado. La nieve y el hielo adheridos a los pliegues de su ropa se fundía. Leonova se sacó los guantes. Sus manos estaban tibias. Hoover soplaba sobre las suyas. Pero éstas quedaban inmóviles, lívidas. No sentía tampoco sus orejas ni su nariz. Y dentro de unos minutos había que actuar. No se sentía capaz de ello.
— Dése vuelta — dijo él.
— ¿Por qué?
— ¡Dése vuelta, gran Dios! ¡Siempre tiene que discutir! Ella se sonrojé de furia, estuvo a punto de rehusarse, luego obedeció apretando los dientes. Él también le dio la espalda, consiguió hundir sus dos manos dentro del slip, y aprisionar el revólver entre sus palmas y sacarlo para afuera. Se le escapó y cayó. Leonova tuvo un sobresalto.
Empujó hacia adentro los faldones de su camisa, agarró la corredera del cierre entre sus dos índices. Sabía que lo tenía apresado, pero no lo sentía. Tiró hacia arriba. Se le escapó. Volvió a comenzar, dos veces, diez veces, subiendo cada vez algunos eslabones más del cierre. Tuvo por fin un aspecto más presentable. Miró el indicador de bajada. Estaban a menos de 980. Estaban por llegar.
— Levante el revólver — dijo— yo no puedo.
Ella se volvió hacia él, inquieta.
— ¿Sus manos…?
— ¡Después veremos mis manos! ¡No tenemos tiempo!… Levante ese chirimbolos… ¿Sabe usarlo?
— ¿Por quién me toma usted?
Manejaba el arma con soltura. Era una pistola de grueso calibre a repetición, un arma de asesino profesional.
— Sáquele el seguro.
— ¿Usted cree que…?
— No creo nada… Temo… Todo dependerá quizá de un décimo de segundo.
El ascensor frenó al llegar a los tres últimos metros y se paró. La puerta se abrió.
Eran Heath y Shanga que estaban de guardianes de las minas. Miraron estupefactos salir de la cabina a Hoover empapado, hirsuto, llevando al final de sus brazos las manos como paquetes inertes, y Leonova blandiendo una enorme pistola negra.
— What's the matter? — preguntó Heath.
— ¡No hay tiempo…! ¡Denme con la sala pronto! Heath había recuperado su flema. Llamó a la sala de recuperación.
— Mr. Hoover y Miss Leonova want to come in…
— ¡Esperen! — gritó Hoover.
Trató de tomar el combinado, pero su mano no era más que un paquete de algodón y el instrumento se le escapó. Leonova lo tomó y se lo tuvo sujeto frente a sus labios.
— ¡Alót Acá Hoover. ¿Quién me oye?
— Moissov escucha — respondió una voz en francés.