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— ¡Conteste! ¿Vive Coban?

— ¡Si! Vive. Claro.

— ¡No lo pierda más de vista! ¡Vigile a todo el mundo! ¡Que cada cual vigile a su vecinos. Vigile a Coban! ¡alguien lo va a matar!…

— Pero…

— No puedo confiar en usted solo. Páseme a Forster.

El señor Hoover y la señorita Leonova quieren entrar.

Repitió su grito de alarma a Forster, luego a Labeau.

A cada uno le repetía:

— iAlguien va a matar a Coban! no deje acercarse a nadie. ¡no importa quién sea! agregó:

— ¿Qué está pasando en el Huevo? ¿Qué ve usted en la pantalla de vigilancia?

— Nada — dijo Labeau.

— ¿Nada? ¿Cómo nada?

— La cámara está averiada.

— ¿Averiada? ¡Pucha digo! ¡Abra las minas! ¡Pronto! Leonova devolvió el receptor a Heath. El guiño rojo se apagó. El campo de minas estaba desconectado. Pero Hoover desconfiaba. Levantó la rodilla y le tendió su bota a Shanga con la soltura dada por veinte generaciones de esclavistas.

— Tira de mi bota, chico.

Shanga tuvo un sobresalto y retrocedió. Leonova se puso furiosa.

— ¡No es el momento de sentirse negro! — gritó ella.

Dejó el revólver, tomó la bota con sus dos manos y tiró.

Ya no buscaba comprender, tenía total confianza en Hoover, y sabía hasta qué punto. Cada fracción ínfima de su tiempo era esencial.

— Gracias, hermanita. ¡Acuéstense todos!

Dio el ejemplo. Shanga, asustado, lo imitó en seguida. Heath también, con el aire de no hacerlo. Leonova, de rodillas tenía todavía la bota en la mano.

— Tírala en el agujero…

El agujero era la abertura de la escalera que reunía el fondo del Pozo a la Esfera. Las minas estaban en la escalera, debajo de los escalones. Leonova arrojó la bota. No sucedió nada.

— Vamos a ir. Sácame la otra, y sácate las tuyas. Debemos ser silenciosos como la nieve. Heath, usted no debe dejar entrar más a nadie, ¿oye? Nadie.

— ¿Pero qué…?

— Dentro de un momento…

Los brazos separados del cuerpo, para que sus manos doloridas no tocaran nada, penetraban ya en la escalera, con Leonova detrás de él…

En el Huevo, había un hombre acostado y un hombre de pie. El hombre acostado tenla un cuchillo clavado en el pecho y su sangre formaba en el suelo una pequeña laguna en forma de burbuja de dibujos animados. El hombre de pie tenla un casco de soldador que ocultaba su rostro y pesaba sobre sus hombros. Tenla agarrado con las dos manos el tubo del plaser, y dirigía el extremo de la llama sobre la pared grabada. El oro se fundía y chorreaba.

Leonova tenía el revólver en su mano derecha. Temió de no tenerlo bastante sólidamente sujeto. Le agregó la mano izquierda, y tiró.

Sus tres primeras balas arrancaron el plaser de la manos del hombre y la cuarta le destrozó la muñeca, casi cortándole la mano. El choque lo echó por tierra, la llama del plaser le asó un pie. Aulló. Hoover se precipitó, y con el codo cortó la corriente.El hombre del cuchillo en el pecho era Hói — To.

El hombre con el casco de soldador era Lukos. Hoover y Leonova lo habían reconocido en cuanto lo habían visto. No habla dos hombres de esa estatura en EPI. De una patada, Hoover le hizo saltar el casco, descubriendo una cara sudorosa con los ojos en blanco. Bajo el efecto del horrible dolor de su pie reducido a cenizas, el coloso se había desvanecido.

— ¡Simon, usted que es su amigo, pruebe!…

Simon intentó. Se inclinó sobre Lukos acostado en su cuarto de la enfermería, y le suplicó que le dijera cómo desconectar las minas pegadas a las memorias de la Traductora, y para quien habla hecho ese trabajo insensato, y si era él solo o tenla cómplices. Lukos no contestó.

Interrogado sin cesar por Hoover, Evoli, Henckel, Heath, Leonova, desde que había recuperado el conocimiento, había confirmado solamente que las minas explotarían si se las tocaba, y que explotarían lo mismo si no se las tocaba. Pero había rehusado decir dentro de cuánto tiempo, y rehusado toda respuesta a cualquier otra pregunta. Inclinado sobre él, Simon miraba esa cara inteligente, huesuda, esos ojos negros que lo miraban fijo sin temor, ni vergüenza, ni fanfarronería.

— ¿Por qué, Lukos? ¿Para quién has hecho eso?

Lukos lo miraba y no contestaba.

— ¿No es por dinero? ¿Tú no eres un fanático? ¿Entonces?…

Lukos no contestaba.

Simon evocaba la batalla contra el tiempo que habían librado juntos, que Lukos había dirigido, para comprender esas tres palabritas que permitirían salvar a Eléa. Ese trabajo extenuante, genial, esa abnegación totalmente desinteresada, era bien él, Lukos, quien los habla prodigado. ¿Cómo había podido, después, asesinar un hombre, y complotar contra la humanidad? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Para quién?

Lukos miraba a Simon y no contestaba.

— Perdemos el tiempo — dijo Hoover—. Déle una inyección de Pentotal. Dirá todo lo que sabe muy simpáticamente y sin sufrir.

Simon se enderezó. En el momento en que se iba a alejar, Lukos, con su mano sana, fuerte como la de cuatro hombres, le agarró el brazo, lo volcó sobre su cama, le arrancó el revólver metido en la cintura, se lo apoyó contra su propia sien y tiró. El disparo salió oblicuamente. La parte superior de su cráneo se abrió y la mitad de su cerebro fue a formar una especie de abanico rosa, que se posó en óvalo esparcido sobre la pared. Lukos había encontrado el modo de callarse a pesar del Pentotal.

Los responsables de EPI, en el curso de una reunión dramática, decidieron, a pesar de su repugnancia, hacer un llamado a la Fuerza Internacional apostada a lo largo del las costas para buscar, capturar o destruir, a quien o a quienes habían podido recibir la emisión clandestina. A pesar de que los barcos más próximos estaban demasiado lejos para recibir las imágenes, era probable que fuera un elemento secreto, destacado de una de las flotas que se había acercado, a una distancia suficiente como para captar la emisión.

Probable. Pero no seguro. Un pequeño submarino o un anfibio mar — tierra habría podido introducirse entre las mallas de la red de vigilancia. Pero, aun si era un elemento de la Fuerza Internacional, sólo la Fuerza misma podía encontrarlo. Había que contar con las rivalidades nacionales que iban a aguzar el celo de las investigaciones, y de la vigilancia recíproca.

Rochefoux entabló con el almirante Huston, que era el de guardia, un diálogo por radio difícil y grotesco, por las interrupciones de la tormenta magnética que acompaña a la tormenta con sus voces burlonas. Huston terminó sin embargo por comprender, y alertó a toda la aviación y toda la flota. Pero la aviación no podía hacer nada en medio de esta furiosa papilla blanca. Los portaaviones estaban cubiertos con nieve, todas las superestructuras acolchadas con diez veces su espesor de hielo. Neptuno 1 se había puesto al reparo sumergiéndose. No era el caso para él de quedar en la superficie. Con angustia, Huston se dio cuenta de que no le quedaba otro medio de acción que la jauría de los submarinos soviéticos. ¡Si era para ellos que Lukos había trabajado, qué ironía resultaba mandarlos a la cacería! Y si era para nosotros, si Lukos era un agente del F.B.I., que el Pentágono ignoraba, ¿no era horrible lanzar los rusos contra gente que defendían al Occidente, y a la civilización?

¿Y si era para los chinos? ¿Para los hindúes? ¿Para los negros? ¿Para los judíos? ¿Para los turcos? Si era, si era…

Un militar, por alto que sea su grado, tiene siempre la paz espiritual de la disciplina. Huston cesó de hacerse preguntas a sí mismo, dejó de pensar, y aplicó el plan previsto. Despertó a su colega, el almirante ruso Voltov, y lo puso al corriente de la situación. Voltov no titubeó un segundo. En el instante dio las órdenes de alerta. Los veintitrés submarinos atómicos y sus ciento quince lanchas patrulleras a motor, hicieron rumbo al sur, se acercaron a las costas hasta el límite. de la imprudencia, y cubrieron cada metro de roca o de hielo sumergidos, con una red de ondas detectoras. Sobre mil quinientos kilómetros, ni la vibración de una sardina se les hubiera podido escapar.