Hubo un hueco en la tormenta. El viento soplaba con la misma fuerza, pero las nubes y la nieve desaparecieron en el fondo del cielo azul. Neptuno I recibió órdenes de entrar en acción. Subió a la superficie, el estrave frente a las olas. Los dos primeros helicópteros salidos de sus bodegas fueron lanzados al mar aun antes de haber abierto sus paletas. El almirante alemán Wentz que comandaba el Neptuno empleó su última arma: los dos aviones — cohete metidos en el fondo de sus tubos. Llevaban un rosario de bombas H miniaturas, y bajo sus narices, los dos ojos de una cámara estercoscópica emisora. Penetraron en el viento como balas. Sus cámaras mandaron hacia los receptores del Neptuno dos cintas continuadas de imágenes en colores y en relieve.
Todo el estado mayor del Neptuno estaba presente en la sala de observaciones. Huston y Voltov habían arriesgado la vida para venir, para ver, y vigilarse,
No mejor que cualquiera de los oficiales presentes, eran ellos capaces de reconocer las imágenes que desfilaban sobre la pantalla de izquierda o sobre la de la derecha, y de saber la diferencia entre un pájaro bobo emperador y una ballena encinta. Pero los detectores electrónicos, ellos sí eran capaces. Y de pronto, dos flechas blancas aparecieron sobre la pantalla derecha. Dos flechas en el ángulo derecho que convergían una hacia la otra, y designaban el mismo punto, y se desplazaban con él y con la imagen, de la izquierda a la derecha de la pantalla.
— ¡Paren! — gritó Wentz—. Agrandamiento máximo.
Sobre la mesa, delante de él, una pantalla horizontal se iluminó. Pegó su cara a la lupa estereoscópica. Vio una parcela de la costa venir hacia él, agrandarse, agrandarse. Vio en una caleta desgarrada, en el fondo de la bahía, bajo algunos metros de agua clara hirviente, un huso ovalado, demasiado regular en su forma y demasiado quieto para ser un pescado…
En el submarino minúsculo, los dos hombres pegados el uno contra el otro estaban impregnados por un olor húmedo de sudor y de orina. No habían previsto para ellos una vejiga receptora. No tenían más remedio que contenerse. No lo habían podido hacer, a causa de la tormenta que los bloqueaba desde hacía doce horas bajo cinco metros de agua. Para salir de la caleta, había que pasar por encima de un fondo que estaba a sólo dos metros de profundidad, llegar a la superficie y pasar muy justo. Con viento, era una maniobra desesperada, que tenía tantas probabilidades de éxito como una moneda tirada al aire de caer de canto. Aun arrebujado en lo más hondo de las irregularidades de la ribera, el pequeño submarino no estaba al reparo. Se golpeaba contra las rocas, raspaba el fondo, rechinaba, gemía. El precioso receptor que había registrado las confidencias de la Traductora ocupaba un tercio del volumen del sumergible. Los dos hombres, pies contra cabeza, uno en los controles sobre las palancas de mandos del aparato, el receptor, no tenían lugar ni para hacer un cuarto de vuelta sobre sí mismos. La sed les secaba la garganta, la transpiración empapaba sus mamelucos, las sales de la orina les ardían los muslos. El tanque de oxígeno silbaba bajito. No tenía depósito más que para dos horas. Decidieron salir de este atolladero, costara lo que costara.
En la sala de reanimación, los médicos y los enfermeros no se acercaban a Coban, sino de dos a la vez, cada uno vigilando al otro.
En el Huevo, los estragos causados por la llama del plaser eran considerables. El texto del Tratado había desaparecido casi completamente. Casi. Quedaban algunos jirones. Puede ser que lo suficiente como para proporcionar a un matemático genial con qué hacer surgir la luz que alumbraría la ecuación de Zoran. Puede ser. Puede ser que no.
No había aparato levanta— minas a bordo de ningún navío de la Fuerza Internacional. Un llamado lanzado por Trio, había alertado a los especialistas de los ejércitos ruso, americano y europeo. Tres jets arremetían hacia EPI, llevando los mejores levanta— minas militares. Venían del otro hemisferio, al máximum de su velocidad. No podrían aterrizar sobre la pista del EPI. Tenían que. detenerse en Sydney y confiar sus ocupantes a jets más chicos. Aun a estos últimos la tormenta les ocasionaba dificultades terribles. Podrían quizá posarse. Quizá no. ¿Y dentro de cuánto tiempo? Mucho tiempo. Demasiado tiempo.
El ingeniero jefe de la Pila atómica que proporcionaba la energía y la luz a la base, se llamaba Maxwell. Tenía treinta y un años y pelo gris. No bebía más que agua. Agua norteamericana que llegaba congelada en bloques de veinticinco libras: los Estados Unidos mandaban hielo al Polo, esterilizado, vitaminado, adicionado de flúor, de oligoelementos, y un rastro de euforizante. Maxwell y los otros americanos de EPI consumían una gran cantidad, como bebida y para lavarse los dientes. Para la higiene exterior, toleraban el agua del hielo polar fundido. Maxwell medía un metro noventa y nueve, y pesaba sesenta y nueve kilos netos. Se tenía muy erguido, y miraba a los demás humanos de arriba abajo al través de la parte inferior de sus anteojos bifocales, sin el menor desprecio. Se tomaba tanto más en cuenta su opinión, porque hablaba poco.
Vino a reunirse con Heath, que había acompañado a Lukos a Europa, para la compra de armas, y le preguntó despreocupadamente precisiones sobre la potencia explosiva de las minas pegadas a la Traductora. Heath no pudo afirmar nada, porque fue Lukos quien había cerrado trato con un comerciante belga. Pero Lukos había dicho que cada una de esas minas contenía tres kilos de P.N.K.
Maxwell emitió un ligero silbido, Conocía el nuevo explosivo americano. Mil veces, más poderoso que el T.N.T. Tres bombas igualan nueve kilos de P.N.K., igualan nueve toneladas de T.N.T. Una bomba de nueve toneladas explotando en la Traductora, ¿cuáles serían sus efectos sobre la Pila atómica vecina, a pesar de su espeso blindaje de hormigón y de algunas decenas de metros de hielo? En principio, detrás del escudo de hielo, el hormigón debe poder aguantar, pero hay una posibilidad de que la onda de choque quebrante la arquitectura de la pila, haga saltar las conexiones, provoque fisuras y escapes de líquido y de gas radioactivos, y quizá, entable una reacción incontrolada del uranio…
— Habría que evacuar EPI 2 y EPI 3 — dijo Maxwell sin levantar la voz. Aun sería prudente evacuar la base toda entera…
Unos minutos más tarde, las sirenas de alarma urgente, que nunca habían funcionado hasta ahora, aullaron en los tres EPI. Y todos los puestos telefónicos, todos los difusores, todos los audífonos en todos los idiomas pronunciaran las mismas palabras: «Evacuación urgente. Prepárense a evacuar inmediatamente».
Dar la orden, prepararse, evidentemente era otra cosa. Pero evacuar ¿cómo?
La tormenta azul continuaba. El cielo estaba claro como un ojo. El viento soplaba a 220 km por hora. Pero no llevaba más nieve que a ras del suelo.
Labeau, que había abandonado la sala de reanimación desde hacía apenas una hora, y acababa recién de dormirse, había sido sacado de su cama por Henckel, que lo puso al corriente de la situación. Hirsuto, extraviado de cansancio, telefoneó a la sala. Abajo, en la otra punta de la línea, Moissov maldecía en ruso y repetía en francés:
— ¡Imposible! ¡Usted bien lo sabe! ¿Qué me pide? ¡Es imposible!
SI, Labeau lo sabía bien. Evacuar a Coban. Imposible. Arrancarlo en su estado actual, al bloque de reanimación, era matarlo tan certeramente como cortarle la garganta.
Mil metros de hielo lo ponían a salvo de toda explosión, pero si las instalaciones de la superficie estallaban, en diez minutos perecería.
Moissov y Labeau tuvieron los dos la misma idea. La misma palabra les vino a los labios al mismo tiempo: transfusión. Se podía intentar. La prueba de la sangre de Eléa había sido positiva.