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Viendo que el estado de Coban se estabilizaba, luego mejoraba lentamente, los médicos habían reservado esta operación para el caso de una agravación brutal o de una necesidad urgente. Necesidad urgente, era el caso. Sí se ensayaba la operación inmediatamente, Coban podía, en algunos cuartos de hora, ser transportado.

— ¿Y si la Pila se enciende antes? — gritó Maxwell—. ¡Las minas pueden reventar en seguida, en algunos segundos!…

— ¡Y bueno, mierda, que estallen! — gritó Labeau—. Voy ver a la chica. Todavía falta que acepte…

Como los otros reanimadores, él estaba alojado en la enfermería. No tuvo más que dar algunos pasos para llegar al cuarto de Eléa…

La enfermera, aterrada, estaba haciendo su equipaje. Tres valijas abiertas sobre dos camas, cien objetos y ropa interior que ella agarraba, descartaba, dejaba caer, amontonaba, con sus manos temblorosas. Gimiendo.

Simon decía a Eléa:

— ¡Mucho mejor! Era monstruoso guardarla aquí. Por fin va a conocer nuestro mundo. No es solamente un paquete de hielo en nuestros tiempos de hoy. No pretendo que sea el Paraíso, pero…

— ¿El Paraíso?

— El Paraíso es…, demasiado largo, es demasiado difícil, y de todas maneras aún no es absolutamente seguro, y ciertamente que no es eso…

— No comprendo.

— Yo tampoco. Nadie. No piense más en ello. No la llevo al Paraíso. ¡París! ¡París! ¡La llevo! ¡Dirán lo que quieran, yo la llevo a París! Es, es…

No pensaba en el peligro. No creía en él. Sabia solamente que llevaba a Eléa lejos dé su tumba de hielo, hacia el mundo vivo. Tenía deseos de cantar. Hablaba de París con gestos, como un bailarín.

— Es… es… usted verá, es París… No hay flores sino en los negocios detrás de vidrios, pero hay también los vestidos, flores, los sombreros, flores, el jardín de las tiendas, en todos lados, flores de medias pantalones de nylon, impermeables, paraguas, amarillas, naranjas, azules, vestidos, un poco mucho, apasionadamente, jamás, nada, jamás, jamás, el más bello jardín del mundo para la mujer, ella entra, elige, ella misma es flor, flor florecida de otras flores, ¡es París la maravilla, es ahí que la llevo!…

— No comprendo.

— No hay que comprender, hay que ver. París la curará. París la curará del pasado.

Fue en ese momento que entró Labeau.

¿Quiere — le preguntó a Eléa— aceptar de dar un poco de sangre a Coban? Solamente usted lo puede salvar. No es grave, no es doloroso. Si usted acepta, podremos transportarlo. Si rehusa, él perecerá. Es una intervención sin ninguna gravedad, que no le hará ningún mal.

Simon explotó. ¡Ni se discutía! ¡Él se oponía! ¡Era monstruoso! ¡Que reviente, Coban! Ni una gota de sangre, ni perder un minuto, Eléa iba a partir con el primer helicóptero, el primer jet, el primero no importa qué, el primero. Ya no debería estar allí, ella no volverá a bajar al Pozo, ustedes son monstruos, no tienen corazón, tripas, son unos carniceros, ustedes…

— Acepto — dijo Eléa.

Su cara era grave. Había reflexionado en unos segundos, pero su cerebro iba más ligero que un seso lento de hoy en día. Había pensado y había decidido. Aceptaba dar su sangre a Coban, el hombre que la habla separado de Paikan, y tirado al otro extremo de una eternidad en un mundo salvaje y frenético. Aceptaba.

Los dos hombres en el submarino de bolsillo, pies contra cabeza, la cabeza entre los pies del otro, pies sudorosos, pies malolientes, los dos hombres, entre ellos dos, un tejido metálico acolchado de gomapluma flexible, suave, elástica pero haciendo transpirar, transpirar horriblemente, los dos hombres bloqueados en su sudor, en su orina, la piel ardida, el interior de su nariz quemado por su olor, los dos hombres arriesgaban el todo por el todo. Si se quedaban allí, el tanque de oxígeno agotado, ya no podrían irse, no podrían sumergirse. Estaban presos, ni qué pensar, horrible, decir todo, confesar, monstruoso. Aún si me rehuso, pentotal. Aún sin pentotal, ellos miran, me hacen hablar, un tacazo sobre los dedos de los pies, yo grito, insulto, no puedo quedarme eternamente sin hablar, ellos escuchan, saben de dónde vengo, ellos saben.

Irse, hay que irse.

Dos horas de oxígeno. Cinco minutos mortales para atravesar la pasada. Queda una hora cincuenta y cinco minutos de inmersión. Es una oportunidad escasa, estrecha. El submarino grande nos traga. 0 el avión grande me rodea. Si ellos nos erran, quizá la tormenta se detenga y podamos continuar sobre la superficie. No hay alternativa. Partir…

Partieron. Una ola los tiró contra la roca. Volvieron a caer y rebotaron contra la roca de enfrente. Volvieron a caer contra el fondo. El choque fue tal, que el hombre que tenía la cabeza dada vuelta hacia la popa tuvo los cuatro incisivos inferiores rotos. Aulló de dolor, escupió sus dientes y sangre. El otro no oía nada. Dentro de sus anteojos receptores veía el horror desencadenado. El viento arrancaba la superficie del mar y la lanzaba, toda blanca, hacia el azul del cielo. En el momento en que recaía, crispó sus dos manos sobre el comando de aceleración. La parte de atrás del huso de acero abollado escupió un enorme chorro de fuego y saltó dentro de las olas propulsado al máximo de su propia energía.

Pero el chorro ya no era derecho. Los choques contra las rocas habían torcido la tobera de escape. El chorro se desviaba hacia la izquierda y rugía en tirabuzón. El submarino se puso a retorcerse sobre sí mismo como una mecha, pegando a los dos hombres contra sus paredes, viró en cien grados, y se echó contra una muralla de hielo. Penetró en ella la profundidad de un metro. Se desmoronó sobre él y lo destrozó. El viento y el mar se llevaron en una espuma roja a los desechos de carne y metal. Las cámaras de los dos aviones cohete registraron y expidieron la imagen del choque y de la dispersión.

La base hormigueaba. Los sabios, los cocineros, los barrenderos, los enfermeros, las mucamas habían arrojado apresuradamente tus más preciadas pertenencias en las valijas distendidas, y huían de EPI 2 y 3. Los snowdogs los recogían a la salida de las construcciones y los transportaban hasta las entradas de EPI 1. En el corazón de la montaña de hielo, retornaban aliento, su corazón se calmaba, se sentían seguros. Se creían…

Maxwell sabía bien que no era cierto. Aun si la Pila no explotaba, si estaba solamente fisurada y m ponía a escupir sus líquidos y gases mortíferos, el viento los iba a llevar y embadurnar el paisaje hasta la montaña de hielo que los pararía en su carrera horizontal y se atiborraría con ellos. El viento, aquí, soplaba más o menos fuerte. Pero siempre soplaba en la misma dirección. Del centro del continente hacia el borde. De EPI 2 hacia EPI 3. Inexorablemente. Ya no iba salir nadie de las galerías de la montaña. Y rápidamente, las radiaciones entrarían por el sistema de ventilación que atrapaba el aire por medio de veintitrés chimeneas. Se daría el lujo de recoger al mismo tiempo todas las porquerías carcomidas y vomitadas por la Pila reventada.

Maxwell repitió con calma:

— ¡Es muy simple. Hay que evacuar…

— ¿Cómo? Ningún helicóptero podía salir al aire. Los Snowdogs, si acaso, podían penetrar en la tormenta. Había diecisiete de ellos.

— Había que guardar tres para Coban Eléa y los equipos de reanimadores.

— Más bien cuatro, irán apretados.

— Mejor, eso mantiene caliente.

— Quedan trece.

— Mal número.

— No seamos estúpidos.

— Trece o pongamos catorce, a diez personas por vehículo…

— ¡Pondremos veinte!

— Bueno, veinte. Veinte veces catorce, ¿hace… hace cuánto?

— Doscientos ochenta…

— El efectivo de la base, desde el fin de los trabajos grandes, está reducido a mil setecientos cuarenta y nueve personas. ¿Eso hace cuántos viajes? Mil setecientos cuarenta y nueve dividido por doscientos ochenta…