Había tragado la Semilla Negra para envenenar a Coban, dándole su sangre envenenada.
Pero era a Paikan a quien estaba matando.
Podías oírme. Aún podías saber. Ya no tenías la fuerza de mantener tus párpados abiertos tus sienes se hundían, tus dedos se ponían blancos, tu mano resbalaba y caía de la comida — máquina, pero todavía estabas presente. Oías. Yo hubiese podido gritar la verdad, gritar el nombre de Paikan, hubieras sabido antes de morir que él estaba cerca de ti, que se morían juntos como tu lo habías deseado. Pero que pesadumbre atroz, sabiendo que ustedes podían vivir. Qué horror el saber que en el momento de despertarse de semejante sueño, él moría de tu sangre que hubiese podido salvarlo… Había gritado tu nombre, e iba a gritar: «Es Paikan», Pero vi tu llave abierta, el sudor sobre tus sienes, la muerte ya posada en ti, posada sobre él, la mano abominable de la desgracia ha cerrado mi boca…
Si hubiese hablado…
Si hubieses sabido que el hombre cerca de si era Paikan, ¿te habrías muerto en el espanto de la desesperación o podías acaso salvarte todavía tú y él contigo? ¿No conocías algún remedio, no podías fabricar con las teclas milagrosas de la comida máquina un antídoto que hubiera expulsado la muerte, fuera de vuestra sangre común, de vuestras venas empalmadas? ¿Pero te quedaba aún bastante fuerza? ¿Podías todavía mirarla?
Todo esto me lo he preguntado en algunos instantes, era un segundo tan breve y tan largo como el largo sueño cual te habíamos sacado. Y después, por fin he gritado de nuevo. Pero no he dicho, nombre de Paikan. He gritado hacia esos hombres que los veían morir a los dos y que no sabían el por qué, y se enloquecían. Les he gritado: «¡No ven que se ha envenenado!». Y los he insultado, he agarrado al más cerca mío, no se ya cuál era, lo he sacudido, le he pegado, no habían visto nada, te habían dejado hacerlo, eran unos imbéciles, asnos pretenciosos, cretinos, ciegos…
Y ellos no me comprendían. Me contestaban cada uno en su idioma, y yo no los comprendía. Labeau era el único, y arrancaba la aguja del brazo de Coban. Y él también gritaba, mostraba con el dedo, daba órdenes, y los otros no comprendían.
Alrededor de ti y de Paikan, inmóviles y en paz, había una locura de voces y de gestos, y un ballet de guardapolvos verdes, amarillos, azules.
Cada uno se dirigía a todos, gritaba, mostraba, hablaba y no comprendía.
La que comprendía a todos y a quienes todos comprendían no hablaba ya más en los oídos. Babel había recaído sobre nosotros. La Traductora acababa de explotar.
Moissov viendo a Labeau arrancar la aguja del brazo del hombre, creyó que se había enloquecido, o que lo quería matar. Lo apresé y golpeó. Labeau se defendía gritando: «¡Veneno, veneno!»
Simon, mostrando la llave abierta, la boca de Eléa decía: «¡Veneno, veneno!»
Forster comprendió, gritó en inglés a Moissov arrancándole a Labeau maltrecho. Zabrec interrumpió el transfusor. La sangre de Eléa dejó de fluir sobre los apósitos de Paikan. Después de algunos minutos de confusión total, la verdad atravesó las barreras de los idiomas y de nuevo todos los objetivos convergieron hacia el mismo fin: salvar a Eléa, salvar al que todos menos Simon, creían ser Coban.
Pero ya habían ido demasiado lejos en su viaje, casi habían llegado al horizonte.
Simon tomó la mano desnuda de Eléa y la colocó en la mano del hombre vendado. Los otros miraban sorprendidos, pero nadie decía nada. El químico analizaba la sangre envenenada.
De la mano, Eléa y Paikan franquearon los últimos pasos. Sus dos corazones se detuvieron al mismo tiempo.
Cuando estuvo seguro de que Eléa no lo podía oír más, Simon mostró al hombre acostado y dijo:
— Paikan.
Fue en ese momento que las luces se apagaron. El difusor había comenzado a hablar en francés. Había dicho: «La Tra…». Y calló. La pantalla de TV que continuaba vigilando el interior del Huevo cerró su ojo gris, y todos los aparatos que ronroneaban, tableteaban, tremolaban, crepitaban, callaron.
A mil metros bajo el hielo, la oscuridad total y el silencio invadieron la sala. Los sobrevivientes, de pie, se petrificaron en el mismo sitio.
Para los dos seres acostados en medio de ellos, el silencio y la oscuridad ya no existían más. Pero para los vivos, las tinieblas que los envolvían de golpe en la tumba profunda eran el espesor palpable de la muerte. Cada uno ola el ruido de su propio corazón y la respiración de los demás, oía el mover de las telas, las exclamaciones contenidas, las palabras cuchicheadas, y por sobre todo la voz de Simon que había callado, pero que todos seguían oyendo:
Paikan…
Eléa y Paikan…
Su historia trágica se había prolongado hasta este minuto, en que la fatalidad embravecida los había golpeado por segunda vez. La noche los había vuelto a juntar en el fondo de la tumba de hielo y envolvía a los vivos y los muertos, los ligaba en un bloque de desgracia inevitable cuyo peso los hundiría juntos hasta el fondo de los siglos y de la tierra.
La luz volvió, pálida, amarilla, palpitante, se apagó de nuevo y se encendió nuevamente un poco más viva. Se miraron, se reconocieron, respiraron, pero sabían que ya no eran los mismos. Retornaban de un viaje que casi no había tenido duración, pero todos, ahora, eran hermanos de Orfeo.
— ¡La Traductora ha estallado! ¡Todo EPI está en el aire, la pared del hangar está abierta como una avenida! Era la voz de Brivaux que estaba de guardia en lo alto del ascensor.
— La electricidad ha fallado. La Pila debe haber recibido un choque. Los he empalmado con los acumuladores del Pozo. Harían bien de subir y rápido. Pero no cuenten con el ascensor, no hay bastante corriente, tendrán que aguantarse las escaleras. ¿En qué están con el tipo y la tipa? ¿Son transportables?
— Los dos tipos se han muerto — dijo Labeau con la calma de un hombre que acaba de perder en una catástrofe a su mujer, sus hijos, su fortuna y su fe.
— ¡Mierda! ¡Valía la pena haber hecho tantas cosas! ¡y bueno, piensen en ustedes! ¡Y muevan las tabas antes de que la Pila se ponga a bailar la bourrée!
Forster tradujo en inglés para los que no habían comprendido el francés. Los que no comprendían ni el uno ni el otro, entendieron los gestos. Y los que no habían comprendido nada, habían comprendido que había que salir del agujero. Forster desarmó definitivamente las minas de la entrada. Ya algunos técnicos subían hacia la abertura de la Esfera. Había tres enfermeras, una la asistente de Labeau, tenía cincuenta y tres años. Las otras dos, más jóvenes, llegarían sin duda arriba.
Los médicos no se resignaban a dejar a Eléa y Paikan. Moissov hizo un gesto de que se podrían llevar atados sobre las espaldas, y agregó algunas palabras en un horrible inglés que Forster interpretó como: «Por turnos». Mil metros de escaleras. Dos muertos.
— ¡La Pila está rajada! — gritó el difusor—, está partida, escupe y larga humo por todos lados. ¡Evacuamos en plena catástrofe! ¡Apúrense!
Ésta era la voz de Rochefoux.
— Al salir del Pozo, diríjanse hacia el sur, dénle la espalda al emplazamiento de EPI 2. El viento lleva las radiaciones en la otra dirección. Helicópteros os recogerán. Les dejo un equipo acá para esperarlos, pero si estalla antes de que ustedes hayan salido, no lo olviden: pleno sur. Voy a ocuparme de los demás. Hagan pronto…
Van Houcke habló en holandés y nadie lo entendió.
Entonces, repitió en francés que su opinión era que habla que dejarlos allí. Estaban muertos, no se podía hacer nada por ellos ni con ellos.
Y se dirigió hacia la puerta.
— Lo menos que podemos hacer — dijo Simon— es volver ponerlos donde los encontramos…
— Así lo pienso — dijo Labeau.
Se explicó en inglés con Forster y Moissov, que estuvieron de acuerdo. Primero colocaron a Paikan sobre su hombros, y le hicieron volver a bajar y recorrer el camino por el cual lo habían izado hacia sus esperanzas, depositándolo sobre su zócalo.