Luego fue el turno de Eléa, la llevaron entre cuatro, Labeau, Forster, Moissov y Simon. La depositaron sobre el otro zócalo, cerca del hombre con el cual habla dormido durante 900.000 años sin saberlo, y con el que, sin saberlo, se había hundido en un nuevo sueño que no tendría fin.
En el momento que ella pesó sobre el zócalo con todo su peso, un relámpago deslumbrante surgió bajó el suelo trasparente, invadió el Huevo y la Esfera, y alcanzó a los hombres y las mujeres prendidos de las escaleras. El aro suspendido retomó su curso inmóvil, el motor volvió a su tarea un instante interrumpida: Envolver en un frío mortal el fardo que le habla sino confiado y guardarlo al través de un tiempo interminable.
Rápidamente, pues, el frío ya los embargaba, Simon desenvolvió en parte la cabeza de Paikan, cortó y arrancó los apósitos, a fin de qué su cara estuviese descubierta al lado de la cara descubierta de Eléa.
El rostro liberado apareció, muy hermoso. Sus quemaduras ya casi no se veían. El suero universal llevado por la sangre de Eléa había curado su carne mientras el veneno le retiraba la vida. Eran el uno y el otro increíblemente bellos y estaban en paz. Una neblina helada invadía el Refugio. De la sala de reanimación llegaban trozos de la voz gangosa del difusor:
— Aló Aló… ¿Todavía hay alguien?… ¡Apúrense!…
No podían demorarse más. Simon salió el último, subió, los escalones de espaldas, apagó el reflector. Tuvo primeramente la impresión de una oscuridad profunda, luego sus ojos se acostumbraron a la luz azul que bañaba de nuevo el interior del Huevo, con su claridad nocturna. Una delgada funda trasparente empezaba a envolver los dos rostros desnudos. que brillaban como dos estrellas. Simon salió y cerró la puerta.
Un ininterrumpido ir y venir se efectuaba entre los Portaaviones, los submarinos, las bases más cercanas y los alrededores del EPI.
Sin cesar, los helicópteros se posaban, se reabastecían de combustible, volvían a salir. Un embudo despedazado, sucio con desechos de toda clase, brillante con pedazos de hielo, marcaba el emplazamiento del EPI 2.
Fumarolas salían dé éste, y el viento rabioso las recogía a ras del suelo y las llevaba hacia el norte.
Poco a poco, todo el personal fue evacuado, y el equipo del Pozo salió a su vez y fue recogido en su totalidad. La enfermera cincuentona había sido de las primeras en llegar arriba. Era flaca y trepaba como una cabra.
Hoover y Leonova se embarcaron con los reanimadores en el último vuelo del último helicóptero. Hoover, de pie frente a un ojo de buey estrechaba contra si a Leonova que temblaba de desesperación. Él miraba con horror la base devastada y rezongaba en voz baja:
— ¡Qué desastre, santo Dios, qué desastre.
Los siete miembros de la Comisión encargada de redactar la Declaración del Hombre Universal se encontraban repartidos en siete navíos distintos, y no tuvieron la ocasión de volverse a encontrar. No había la nadie más en tierra, y no había en el cielo sino aviones, a gran altura, prudentes, que daban vueltas a lo lejos conservando a EPI 2 en el campo visual de sus cámaras. El viento soplaba nuevamente en una tormenta furiosa, más fuerte a cada segundo. Barría los restos de la base, llevaba pedazos de muchas cosas, multicolores, hacia horizontes blancos, a distancias desconocidas.
La Pila estalló.
Las cámaras vieron el hongo gigantesco, apresado por el viento, torcido, inclinado, desgarrado, destripado hasta el rojo de su corazón de infierno, llevado en pedazos hacia el océano y las tierras Lejanas. Nueva Zelandia, Australia, todas las islas del Pacífico se encontraron amenazadas. Y en primer lugar la flota de la Fuerza Internacional. Los aviones volvieron a bordo, los submarinos se sumergieron, los barcos de superficie huyeron a plena marcha en dirección contraria al viento.
A bordo del Neptuno, Simon contó a los sabios y los periodistas que allí se encontraban, lo que había visto durante la transfusión, y cómo Paikan había tomado el sitio de Coban.
Todas las mujeres del mundo lloraron frente a las pantallas.
La familia Vignont, comía en su mesa en forma de media luna, mirando el hongo descabellado como la serpientes de las gorgonas que marcaba el fin de una aventura generosa. La señora Vignont había abierto una gran caja de ravioles con salsa de tomate, los había hecho calentar al baño maría y los sirvió en su caja misma para que se conservaran más calientes, decía ella, y en realidad porque así te andaba más ligero, no ensuciaba una fuente, y entre nos, la etiqueta le importaba un bledo. Después de la explosión, él puso la cara de un hombre que toma un aire melancólico para pronunciar palabras de pesar y luego pasa a otras noticias. Desgraciadamente no eran buenas. Sobre el frente de Manchuria había que temer. En Malasia una nueva ofensiva de… En Berlín el hambre debido al bloqueo… En el Pacífico las dos flotas… En Kuwait el incendio de los pozos… En el Cabo, los bombardeos de la aviación negra… En América del Sur… En el Mediano Oriente… Todos los gobiernos hacían lo imposible para evitar lo peor. Enviados especiales se cruzaban con mediadores en todas las alturas, en todas las direcciones. Se esperaba mucho. La juventud estaba inquieta más o menos en todas partes. No se sabía lo que quería. Ella tampoco seguramente. Los estudiantes, los obreros jóvenes, los campesinos jóvenes, y las bandas de más en más numerosas de jóvenes que no eran nada y que no querían ser nada, se reunían, se mezclaban, invadían las calles, las capitales, cortaban la circulación, cargaban sobre la policía gritando: ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! En todos los idiomas, eso se expresa por una palabrita explosiva, fácil de gritar. Lo gritaban todos, sabían eso, sabían que no querían. No se advirtió exactamente cuáles fueron los que comenzaron a gritar el. «¡No!» de los estudiantes gondas
— ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! pero en unas horas toda la juventud del mundo lo gritaba, frente a todas las policías.
— ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao!
En Pekín, en Tokio, en Washington, en Moscú, en Praga, en Roma, en Argel, en el Cairo:
— ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao!
En Paris, bajo las ventanas de los Vignont:
— ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao!
— Esos jóvenes, yo los pondría a laburar… — dijo el padre.
— El gobierno se esfuerza… — dijo la cara en la pantalla.
El hijo se levantó, tomó su plato y se lo tiró a la cara. Gritó:
— ¡Viejo idiota! ¡Ustedes son todos unos viejos idiotas! ¡Los han dejado reventar con sus idioteces!
La salsa chorreaba sobre la pantalla irrompible. La cara triste hablaba bajo la salsa de tomate.
El padre y la madre, sorprendidos, miraban a su hijo transfigurado. La hija no decía nada, no escuchaba nada, estaba absorbida por su vientre que no paraba de recordar la noche anterior pasada en un hotel de la calle Monge, con un español flaco. Todas esas palabras,
¿cuentan para algo? Su hermano gritaba:
— ¡Volveremos¡Los salvaremos ¡Encontraremos el antídoto! Yo, no soy más que un idiota, pero los hay que sabrán. ¡Se les sacará de la muerte! ¡No queremos muerte! ¡No queremos guerras ¡No queremos vuestras idioteces!
— ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! gritaba la calle de más en más fuerte.
Y los silbatos de la policía, los estallidos blandos de las granadas lacrimógenas.
— ¡Yo soy zonzo pero no soy un idiota!
— Las manifestaciones… — dijo la cara.
Vignont hijo le tiró toda la caja de los ravioles y salió.
Dio un portazo gritando:
— ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao! ¡Pao!
Lo oyeron en la escalera, luego se confundió con los demás.
— ¡Cómo es de estúpido este muchacho! — dijo el padre.
— ¡Qué buen mozo está! — dijo la madre.