En cuanto descubrieron la puerta, un piso provisorio fue colocado para acoger a los sabios y técnicos que bajaron en una jaula guiada.
Brivaux paseó un pequeño aparato con un cuadrante a lo largo de toda la circunferencia.
— Está completamente soldado — dijo—, en todo su espesor.
— Denos usted el espesor del centro — pidió Leonova. Él posó su aparato en el centro del círculo y leyó un número sobre el cuadrante: 2,92 metros.
Era el espesor general de la pared de la Esfera.
— Una vez la olla llena, han soldado la tapa — dijo Hoover—. Tiene más la apariencia de una tumba que de un refugio.
— ¿Y la perforadora? — dijo Leonova—, es para hacer salir ¿qué? ¿El gato?
— Seguramente no había gatos en esa época, mi linda — dijo Hoover.
Con su cordial mala educación americana que se había agravado con los numerosos años vividos en París, en el Barrio Latino y en Montparnasse, quiso pasarle el índice debajo del mentón. Su índice tenía las dimensiones y el color de una salchicha, con pecas y pelos dorados.
Furiosa, Leonova pegó a la mano que se dirigía hacia su cara.
— ¡Ella me mordería! — dijo Hoover sonriendo—. Vamos, linda, subamos. Pase usted primero…
La jaula podía contener dos personas, pero Hoover contaba por tres. Levantó a Leonova como si fuera un ramo de flores y la posó sobre el asiento de hierro. Gritó:
— ¡Suban! — La jaula comenzó en seguida a subir. Hubo un estrépito y gritos. Algo golpeó a Hoover. Cayó hacia atrás y su cabeza pegó contra un obstáculo duro y rugoso. Oyó un crujido dentro de su cráneo y se desvaneció.
Despertó en una cama de enfermería. Simon, inclinado sobre él, lo miraba con una sonrisa optimista.
Hoover pestañeó dos o tres veces para liberarse de una especie de inconsciencia y preguntó bruscamente:
— ¿La chica?
Simon meneó la cabeza con una mueca tranquilizadora.
— ¿Qué pasó? — preguntó Hoover.
— Un desmoronamiento… toda la pared por encima del corredor se ha caído.
— ¿Hay heridos?
— Dos muertos…
Simon había pronunciado esas palabras en voz baja, como si tuviera vergüenza.
Los dos primeros muertos de la expedición… Un minero de la Isla de la Reunión, y un carpintero francés. Compañeros del deber, que trabajaban en el encofrado.
Había también cuatro heridos de los cuales un electricista japonés en grave estado.
El Corredor estaba señalado en el croquis con la letra D.
En la pared de roca, éste dibujaba una abertura que debía haber sido rectangular, y estaba llena con una mezcla caótica de restos de rocas, con una especie de cemento y de moldes metálicos retorcidos y vueltos a su origen mineral. Entre esta abertura y la puerta de la Esfera, se habían encontrado, mezclados en la arena, la misma clase de restos, que se empaquetaron cuidadosamente y fueron enviados a la superficie con fines de examen y de análisis.
El Corredor había sido nombrado así porque los sabios pensaban que era la terminación de un pasaje, pero sus proporciones hacían pensar más bien en el perfil de una sala de dimensiones bastante grandes. Sea lo que fuere, era a partir de ahí, que los hombres del pasado — si se trataba de hombres ¿pero de qué otra cosa podía tratarse? — habían excavado y endurecido la roca, traído la arena, y construido la Esfera. Era el cordón umbilical a partir del cual ésta se había desarrollado en su placenta rocosa. El Corredor venía de alguna parte, y podía llevar allí. Lo iban a despejar, introducirse en él e ir a ver…
¿Pero después la Esfera? Explorar la Esfera primero, había decidido la asamblea de los sabios.
— Y yo, ¿qué tengo?
Hoover quiso palparse el cráneo, pero sus dedos no llegaron hasta su cabeza. Había entre ellos y ella el espesor de un apósito.
— ¿Está rajada? — preguntó.
— No, el cuero cabelludo está abierto, el hueso magullado, y un pedacito de granito hundido en el occipital. Se lo he sacado. No había perforado el hueso. Todo anda bien.
— Brurrush — dijo Hoover.
Se distendió y se recostó con satisfacción sobre la almohada.
Al día siguiente asistía a una reunión de información en la Sala de Conferencias.
Cuando subió sobre el podio para tomar su lugar en la mesa del Comité directivo del EPI, hubo primero una oleada de risas. Se había levantado de la cama para venir, y se había puesto únicamente su robe de chambre. Era de color frambuesa, con un sembrado de medias lunas azules y verdes. Su voluminoso vientre le levantaba el cinturón, cuya extremidad colgaba hasta sus botas de entrecasa, en piel de oso blanco.
Su apósito redondo, en forma de turbante, remataba su aire de mamamouchi del enfermo imaginario, puesto en escena en Greenwich Village.
Rochefoux, que presidía, se levantó y lo abrazó. Un estallido de aplausos cubrió la oleada de risas. Todos querían mucho a Hoover, y le agradecían que fuera divertido en medio del drama.
La sala estaba llena. Además de los sabios y los técnicos venidos de todas las fronteras, había ahí, una docena de periodistas representando a las grandes agencias del mundo, que en la Tribuna de la Prensa, disponían de cascos traductores.
Sobre una gran pantalla, detrás del podio apareció una vista general del bolsón rocoso, iluminado por los reflectores.
Unos treinta hombres se ajetreaban, en vestimenta anaranjada o roja, un casco sobre la cabeza y una máscara colgando del cuello, lista para ser utilizada inmediatamente.
La mitad superior de la Esfera, emergiendo de la arena y de sus bases, brillaba suavemente, enorme y tranquila, amenazadora también, por su masa, por su misterio, por lo desconocido que ocultaba.
Con voz cantarina, un poco monótona, Leonova explicó los trabajos, y la traductor se puso a cuchichear en todos los oídos, en diecisiete idiomas distintos. Leonova calló, se quedó un momento soñadora, y continuó:
— No sé lo que les sugiere la vista de esta Esfera, pero a mí… me hace pensar en una semilla. En la primavera, la semilla debe germinar. " perforadora telescópica, es el tallo que tiene que desarrollara, y perforará el camino hasta la luz, y el «pedestal» hueco está ahí para recibir los escombros… Pero la primavera no vino… Y el invierno dura desde hace 900.000 años… Sin embargo no quiero, yo no puedo creer que la semilla esté muerta…
Casi gritó:
— ¡Está la señal!
Un periodista se levantó y preguntó con el mismo modo vehemente:
— ¿Entonces, qué esperan ustedes para abrir la puerta?
Leonova, sorprendida, lo miró y contestó en un tono que se había vuelto helado:
— No la abriremos.
Un murmullo de sorpresa recorrió a la concurrencia. Rochefoux se levantó —sonriendo— y puso las cosas en su punto.
— No abriremos la puerta — dijo—, porque es posible que un dispositivo de defensa o de destrucción esté adherido a ella. Abriremos aquí.
Con una varilla de bambú tocó sobre la imagen, un emplazamiento en el tope de la esfera.
— Pero hay una dificultad. Nuestras perforadoras con cabeza de brillante han roto los dientes sobre este metal. Y no se funde con el soplete oxídrico, o mejor dicho se funde pero se vuelve a cerrar nuevamente. Como si se hendiera una carne con un escalpelo, y que la carne se cicatrizara inmediatamente detrás de la hoja. Es un fenómeno cuyo mecanismo no comprendemos, pero que sucede a escala molecular. Para hacer un rumbo en este metal, debemos atacar a nivel de las moléculas, y disasociarlas. Esperamos un soplete nuevo que utilice a la vez el láser y el plasma. En cuanto lo hayamos recibido, emprenderemos la operación Apertura.
El pozo de hielo y de roca se prolonga en un pozo de oro. Un agujero de dos metros de diámetro se hunde en la corteza de la Esfera. En el fondo del agujero, en una luz dorada, un caballero blanco ataca el metal con una lanza de luz. Vestido de amianto, con máscara de vidrio y de acero, es el ingeniero inglés Lister, armado de su plaser. Una voz explica que la palabra plaser ha sido formada por la conjunción de dos palabras: plasma y laser, y que el maravilloso soplete que se ve aquí trabajando, se debe a la colaboración de las industrias inglesas y japonesas.