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Sobre la pantalla de televisión la imagen retrocede, descubriendo la parte superior del pozo de oro. Sobre la plataforma que lo rodea, técnicos anaranjados y rojos sostienen los cables, dirigen las cámaras o los reflectores. El calor que sube del pozo hace chorrear el sudor sobre sus rostros.

La pantalla es plegadiza, suspendida bajo una sombrilla al borde de una piscina en Miami. Un hombre gordo y congestionado, vestido con un bikini sintético, repantigado en una hamaca al soplo de un ventilador, suspira y pasa sobre su pecho una toalla esponja. Le parece inhumano mostrar semejante espectáculo a alguien que ya tiene tanto calor.

El comentarista recuerda las dificultades con las cuales han tropezado los sabios del EPI, en particular las dificultades climáticas. En ese momento he aquí el estado del tiempo que reina en la superficie, por encima de la cantera.

Sobre la pantalla, una terrible tormenta barre el EPI 3. Vehículos fantasmas trasladan de un edificio al otro, sus siluetas amarillas, borrosa a causa de la nieve que el viento lleva en línea horizontal a 240 km. por hora. El termómetro marca 52 grados bajo cero. El hombre gordo congestionado se ha vuelto lívido, y castañeteándole los dientes, se arrebuja con su toalla.

En una casa japonesa, la pantalla ha reemplazado sobre el tabique de papel, a la tradicional estampa. La dueña de casa arrodillada, sirve el té. El comentarista habla quedo. Dice que en el fondo del Pozo ya no hay más que algunos centímetros de espesor y que un agujero va a ser horadado para permitir introducir en el interior, una cámara de televisión. Dentro de algunos instantes, los honorables espectadores del mundo entero van a penetrar dentro de la Esfera con la cámara, y conocer por fin su misterio.

Leonova, en buzo de amianto, se ha reunido con Lister en el fondo del Pozo. Hoover, demasiado voluminoso, ha debido quedarse arriba con los técnicos. Se ha acostado sobre su vientre al borde del foso y grita sus recomendaciones a Leonova que no le oye.

Ella está arrodillada al lado de Lister. Una especie de escudo blindado colocado frente a sus muslos los protege. El vástago de llama rosa penetra dentro del oro, que hierve y se desvanece en olas de luz.

De pronto estalla un aullido sobreagudo. La llama, la chispas, el humo, son violentamente aspirados desde abajo. El pesado escudo cae sobre el suelo de oro, Leonova se desploma, Hoover grita y maldice, Lister se sujeta al plaser. Un técnico ya ha cortado la corriente. El aullido se vuelve un silbido que pasa del agudo al grave y luego se detiene. Leonova se levanta, se quita la máscara y habla en su altoparlante. Anuncia con calma que la Esfera está perforada. Contrariamente a lo que se hubiese podido creer, debe hacer más frío en el interior que en el exterior, lo que ha provocado una violenta succión de aire. Ahora el equilibrio está restablecido. Se va a redondear el agujero y bajar la cámara fotográfica.

Simon está sobre la Esfera, al lado de Hoover y de Lanson, el ingeniero inglés de la TV que dirige la bajada con un grueso cable. La extremidad de éste se encuentra perforada con dos lentejuelas superpuestas: la del reflector miniatura, y la de la minicámara.

En el fondo del Pozo, Leonova agarra el cable con sus dos manos enguantadas, y lo introduce en el agujero negro. Cuando ha penetrado más o menos un metro, ella levanta los brazos. Lanson interrumpe la progresión del cable.

— Todo está listo — le dice a Hoover.

— Espérenme — dice Leonova.

Vuelve a subir sobre la plataforma, para mirar con todos los hombres presentes, la pantalla del receptor de control, colocada al borde del Pozo.

— Adelante — dice Hoover.

Lanson se vuelve hacia el técnico.

— ¡Luz!…

Sobre el piso de oro, el ojo del reflector se enciende, el de la cámara mira.

La imagen sube a lo largo del cable, atraviesa la tormenta, brota desde lo alto de la antena de EPI 1 hacia Trío inmóvil en el vacío negro del espacio, rebota hacia los otros satélites, y cae como lluvia hacia todas las pantallas del mundo.

La imagen aparece sobre la pantalla de control. No hay nada.

Nada más que un lento remolino grisáceo que trata en vano de atravesar la luz del minireflector. Se parece al esfuerzo inútil de un faro de automóvil en una sábana de niebla londinense.

— ¡Tierra! — grita Hoover—. ¡Horrible tierra!…

Son los torbellinos provocados por la succión de aire que han provocado estos remolinos… Pero ¿cómo ha podido la maldita tierra penetrar en esta bendita Esfera tan herméticamente cerrada?

Un difusor le contesta. Es Rochefoux que habla desde la Sala de Conferencias.

— Haga saltar rápidamente el fondo de la caja — dijo—. Y vaya a ver…

El fondo del Pozo estaba abierto. Sobre la plataforma, el equipo de avanzada estaba listo a bajar. Comprendía a Higgins, Hoover, Leonova, Lanson y su cámara sin película, el africano Shanga, el chino Lao, el japonés Hoi — To, el alemán Henckel y Simon.

Resultaba peligroso que hubiese demasiada gente. Pero se tuvo que dar satisfacción a las susceptibilidades de las delegaciones.

Rochefoux, que se sentía muy cansado, había cedido su lugar a Simon. — La presencia de un médico, por otra parte podía ser muy útil.

Siendo el más joven Simon, solicitó y obtuvo el favor de ser el primero en descender. Estaba vestido con un mameluco de color limón, con calefacción, botas de fieltro gris y gorro de astracán. Un termómetro explorador había revelado en el interior 37 grados bajo cero. El médico llevaba una lámpara frontal, una máscara de oxígeno colgando del cuello, y en la cintura un revólver 9mm que había querido rehusar, pero que Rochefoux lo obligó a aceptar: No se sabía hacia qué, iba a bajar.

Una escalera metálica, que realizaba las veces de antena, estaba fija al borde del Pozo y colgaba sobre lo desconocido. Simon se puso el casco y se metió. Se le vio desaparecer en la luz dorada, luego en el negro.

— ¿Qué ves? — grito Hoover.

Hubo un silencio, luego el alto parlante dijo:

— ¡Estoy parado! Hay un piso…

— ¡Santo Dios! ¿Qué es lo que ve? — preguntó Hoover.

Nada… No hay nada que ver…

— ¡Ya voy! — dijo Hoover.

Se ubicó sobre la escalera metálica. Su mameluco era rosa. Llevaba un bonete tejido de lana gruesa verde, coronado de un pompón multicolor.

— ¡Va a hacer resquebrajarse todo! — dijo Leonova.

— No peso nada — contestó—. Soy como un copo grande de nieve…

Ajustó su máscara y bajó.

Lanson, sonriendo, dirigió hacia él su cámara.

Estaba de pie sobre el piso de oro, en la pieza redonda y vacía. Un leve polvo extendía sus velos a lo largo del muro circular de oro, ahuecado con millares de alvéolos que parecían hechos para contener algo, y no contenían nada.

Los otros bajaban, miraban, se callaban. El polvo casi invisible estorbaba el haz de luz de las lámparas frontales, y bordeaba con una aureola nuestras siluetas disfrazadas.

Luego vinieron los dos electricistas con sus reflectores a baterías. La gran claridad trasformó la pieza en lo que era: simplemente un cuarto vacío. En frente mío, una porción del muro era lisa, sin alvéolos. Tenía una forma trapezoidal, un poco más ancha abajo que arriba, con un ligero estrangulamiento a la mitad de la altura. Pensé que pudiera ser una puerta, avancé hacia ella.

Es así como di mis primeros pasos hacia ti.

No había ningún medio visible para abrir esta puerta, si es que era una. Ni manija, ni cerradura. Simon levantó su mano derecha enguantada, la posó sobre la puerta, cerca del borde, a la derecha, y empujó hacia adentro. El borde de la puerta se separó de la pared y se entreabrió. Simon quitó su mano. Sin ruido — y sin disparador— la puerta volvió exactamente a su lugar.