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Gonzalo Torrente Ballester

La novela de Pepe Ansúrez

Para Amparo y Carlos,

Pachi y Pepe, Regina y Paco,

Blanca y Alberto.

Médicos de Compostela,

que se cuidaron de mi vista

INTRODUCCIÓN

EL JEFE DE PERSONAL le dijo al cruzarse con él en el vestíbulo que tenían que hablar, y él le respondió que bueno, que la hora del café era un buen momento, y que le esperaba en su despacho. Cuando el Jefe de personal llegó, él ya había encargado los dos cafés, de modo que se sentaron a ambos lados de la mesa, cargada de papeles y de teléfonos, como la mesa de un ejecutivo importante, y no tuvieron más que esperar a la llegada del chico de la cafetería, con su bandeja de peltre y los dos cafés, más dos copas que el Director había añadido por su cuenta.

El Jefe de personal le dio las gracias y añadió que él no se hubiera atrevido a tanto, a lo que el Director respondió que un día era un día y que el secreto de la dirección permitía este y otros excesos de los que sólo tenían noticia los intermediarios discretos por la cuenta que les tenía y que gracias a eso él podía de vez en cuando permitirse una expansión sin dar mal ejemplo a nadie, ni lugar a cuchicheos. Y en estas palabras se entretuvieron hasta mitad del café y de la copa, momento en que el Director, mirándole fijamente, le dijo: «Pues usted dirá» «Pues quería hablarle de los nuevos, antes de redactar el informe reglamentario» «El informe tiene que redactarlo de todas maneras, pero lo verbal puede ahorrárselo. Más o menos, viene a decirme que ella es excelente y él nada más que pasable. Ya lo sabía cuando los contraté, pero las cosas son las cosas, y ellos están casados» El Director sonrió, con sonrisa de pillín. «No hace de esto más de un mes, recuérdelo, cuando se fueron de la Caja»

El Jefe de personal también sabía sonreír, pero su sonrisa era más complicada que la del Director. Era una sonrisa que podía ser triunfal sin dejar de ser humilde. «Pues lo que yo vengo a decirle es todo lo contrario, o sea, la viceversa: él es un tipo excelente, por encima de todo encomio. Como que se hizo cargo de la oficina estando Pérez de baja por enfermedad y López con permiso para casarse, como usted bien sabe, y él la llevó solito, sin consultar a nadie, o casi. Más aún: durante esta semana, además, aprendió el manejo de la computadora, que no había visto una en su vida, y hasta tal punto que esta misma mañana él solo arregló una avería, bien es cierto que poco importante, pero ya ve. En cuanto a ella…»

Dejó de hablar un instante y miró al Director. Éste le devolvió la mirada, seguro. «En cuanto a ella… no irá usted a decirme que fracasó, porque en toda la ciudad no hay otra como ella. Usted sabe perfectamente que nos la disputaron» «Sí, eso es cierto, pero también lo es que ninguno de sus nuevos compañeros habló bien de ella.» «¿Le hablaron mal?» «No han dicho una palabra, ni buena ni mala, y yo, que los conozco y sé interpretar sus silencios…»

El Director le interrumpió: «Envidias, puras envidias. Ellos, porque es una funcionaria excelente, y ellas, bueno, va sabemos cómo son las mujeres cuando aparece una más guapa y más lista.» El Jefe de personal inclinó la cabeza. «No dudo que tenga usted razón, pero, por fas o por nefas, esa mujer no rendirá lo necesario, no ya lo que se esperaba de ella.»

El Director recuperó en el sillón la postura de quien está seguro. «Habrá que cambiarla de lugar. En mi secretaría, directamente a mis órdenes… Claro está que tenemos a doña Julia. ¿Qué haríamos, en ese caso, de doña Julia? Pues ascenderla, es la única solución que se me ocurre.»

El Jefe de personal bajó la cabeza un poco más. «Bajo su responsabilidad…» «¿Es que se le ocurre algo mejor?» «Me permito recordarle que doña Julia ha pasado de los cincuenta, lleva un crucifijo bien visible entre los pechos y nadie ha dicho jamás nada de ella, quizás por fea. En cambio, la otra… que el señor Director se vería envuelto en habladurías, eso sería inevitable.»

El Director se encogió de hombros y adoptó una postura más digna todavía. «A un hombre intachable, como yo, esas suciedades jamás llegan a mancharle. En todo caso, serían ella y su marido los afectados, y yo no puedo tener en cuenta, a la hora de tomar una decisión, lo que no pasa de pura hipótesis. Lo dicho: ascienda a doña Julia, dele un puesto que no sea de mucho trabajo y a la otra la manda usted a mi secretaría. Ya verá usted cómo rinde…»

El Jefe de personal se puso en pie y arrastró la silla hasta dejarla en su sitio. «Lo haré como usted manda… y me lavo las manos.» «¿Las tiene usted sucias?» «El señor Director me entiende.» Cerró la puerta sin ruido.

El Director se puso en pie, se frotó las manos, se acercó al ventanal y contempló la calle a través de los visillos; luego volvió sobre sus pasos y apretó un timbre. Entró doña Julia. «Que venga a verme ese nuevo, ya sabe, el poeta, ese que llaman Pepe Ansúrez.» «¿Pasa algo con él, señor Director? He oído que lo hace muy bien. En cambio, su mujer…» «Cuando él termine, que venga ella a verme.» «No irá a despedirla, ¿verdad? ¡Pobrecitos! Recién casados como están… Yo creo que con ponerla a ella en un puesto inferior…»

El Director contempló la figura escuálida, el crucifijo tembloroso sobre la blusa negra… «Que venga ella también, cuando el marido salga.» «Sí, señor Director, pero no sea severo con ella.» Salió doña Julia.

El Director permaneció de pie hasta que alguien llamó a la puerta con los nudillos. Dijo «Adelante» y se sentó. Doña Julia entró para anunciarle que don José Ansúrez esperaba en el antedespacho. «¡Que pase, que pase!» Doña Julia salió; su lugar en la puerta lo ocupó el poeta Ansúrez. «¡Adelante, adelante! Haga el favor de sentarse. ¿Quiere tomar una copa conmigo? No me lo agradezca; me sirve usted de pretexto para la segunda de la mañana… quiero decir del mediodía. Porque ya serán las doce. ¡Ay, las doce y diez! La copa y dos palabras… Pero, siéntese, siéntese…»

El poeta le obedeció y se sentó con muchos miramientos. «Considérese como en su casa… bueno, quiero decir como en su oficina. Ya habrá tomado su café, ¿verdad? Pues la copita encima no viene mal… A estas horas de la mañana… bueno, quiero decir del mediodía. Perdone, ya volvía a equivocarme… Es que con un hombre como usted, que domina el lenguaje…» Sacó la pitillera y ofreció a Pepe Ansúrez un cigarrillo emboquillado. «Fume del mío, ahora traerán las copas… Pues quería decirle…»

Entró doña Julia y recibió la orden de pedir dos copas urgentes. «Pues quería decirle que tengo de usted los mejores informes, vamos, que ha sido usted una excelente adquisición para el Banco, de lo cual me congratulo y quiero felicitarle… Supongo que no habrá inconveniente para proponerle para una subida de sueldo, a partir del mes próximo, sí, para el mes próximo, porque antes los reglamentos lo impiden y ya sabe usted lo que son los reglamentos… Hay quien dice que letra muerta. ¡Sí, sí, letra muerta! Ahí están, no hay quien los toque. Y es que, claro, en Madrid no entienden las necesidades locales, ni las diferencias regionales. Ahí van reglamentos para toda España, como si toda España fuese igual. Pero usted bien lo sabe: quien manda, manda, y cartuchera al cañón. Bueno, aquí están las copas. He pedido coñac para los dos. ¿Le parece que brindemos? Por su llegada al Banco, por su permanencia entre nosotros y que llegue usted a este lugar que ocupo, por sus pasos, claro, y cuando yo me haya jubilado.» Mientras levantaba la copa, miraba a Ansúrez con ojillos pícaros. «¡Algún tiempo, aún nos queda algún tiempo!» Ansúrez también se había levantado, y chocaba la copa con la del Director. «De acuerdo con el brindis, señor Director, completamente de acuerdo.» Bebieron juntos, apuraron las copas. «Y ahora, Ansúrez, váyase ya. Tengo algunas visitas anunciadas para esta hora y además no quiero que digan en su oficina…» «Comprendo, señor Director, lo comprendo todo. Muchas gracias por sus palabras y por su copa. Lo tendré todo en cuenta.» Ansúrez cogía va el pomo de la puerta; el Director pensó en decirle algo de su atuendo pero se detuvo y decidió comentarlo en la próxima entrevista.