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También a don Abilio le llegó la hora. Un día dejó el sillón vacante porque estaba enfermo de una gripe. A los pocos días, murió. Entre tanto, su sitio lo había ocupado don Leónidas Albéniz, el Presidente de la Caja.

Cuando murió don Abilio se comentó en la tertulia que las salvas disparadas por la Infantería de Marina habían sido impecables; don Leónidas respondió que aquello de las salvas era una reminiscencia medieval con la que había que acabar, y alguien dijo a sus espaldas que hablaba de pura envidia, porque a él, por muy Presidente de la Caja que fuera, no le dispararían salvas, ni habría quien lo llorase porque era un solterón sin trazas de casarse: pues dos o tres muchachas pasadas de la edad del casorio bien podían contentarle, una de ellas, claro. Una sola. De tres que había en edad aún de merecer, don Leónidas podía escoger, mirando bien la clase: una era hija de un Almirante, y no tenía un duro. La tercera había nacido del matrimonio de un Contramaestre con una señorita de Los Baños del Carmen y tenía un dinerito; don Leónidas podía saber cuánto con sólo preguntarlo, pues lo tenía en la Caja. La segunda, o sea, la del medio, era la más guapa, la que aún se conservaba atractiva, pero no era hija de nadie ni, que se supiera, había heredado más que un piano en el que hacía mucho tiempo que habían dejado de tocar.

– Pues dicen por ahí que un empleado de la Caja está escribiendo una novela en la que nos mete a todos -dijo la voz herrumbrosa, y la que era como un quejido le respondió:

– ¿Y quién es el atrevido?

– Ahí don Leónidas le puede contestar, que al fin y al cabo es un subordinado suyo.

– Pues claro que puedo contestar -dijo don Leónidas, bien espatarrado en el sillón y de espaldas a la calle-. Como que el autor es subordinado mío, va lo creo, subordinado en todos los sentidos. Ustedes lo conocerán: uno que anda de negro con chalina y sombrero de alas bastante anchas, en fin, uno que va disfrazado de poeta.

La voz que era como una bebida sedante dijo:

– Sí, hombre, sí. Un tal Ansúrez. Hijo de un flautista de Infantería de Marina que vino no sé de dónde y se casó aquí y aquí está enterrado. El hijo le salió listo, pero no para las matemáticas. Tuvieron que meterlo en la Caja por meterlo en alguna parte, cuando en la Caja se admitía a todo dios. Tiene una novia que está muy buena. Dentro de poco pasarán por aquí.

– Eso de que la novia esta buena… ustedes lo verán cuando pasen. Ella es una del montón.

– ¿Pero Usted don Leónidas va a dejar que ese tipejo nos meta a todos, en danza? Porque dentro de ese todos, usted está comprendido.

– Ni meterá a todos en danza ni menos a ustedes, caballeros. ¡Pues no es nada, meter en una novela a una ciudad entera! Y más una ciudad como ésta, tan clasificada, tan dividida, donde cada uno se define por el cuadro al que pertenece, civil o militar lo primero, y no por sus cualidades personales. ¿Conocen ustedes alguna ciudad donde la inteligencia cuente menos que en ésta? Usted puede ser inteligente o burro. Da igual. Lo importante son los galones que lleva, el puesto que ocupa, si manda o si obedece, y todo lo demás que ustedes conocen mejor que yo, porque ustedes son de aquí y yo afortunadamente soy de fuera, donde las cosas son de otra manera. Yo soy nacido en un pueblo de la Huerta, pero me crié en la Capital, y tengo la mentalidad de allí. A mí todo eso de los cuadros, de los civiles y los militares, me cae un poco pon fuera. Para mí un hombre es, ante todo, inteligente o burro. Después puede venir lo demás.

Don Leónidas hablaba con voz campanuda, como quien está definiendo el mundo, como aquel al que el mundo le sale de las manos. Don Leónidas se portaba como un hombre superior y cuando hablaba dejaba apabullada a la concurrencia.

– Mire -dijo la voz herrumbrosa-, ahí va la pareja.

Por delante del cristal de la pecera pasaba Elisa, del ganchete de Ansúrez. Don Leónidas no se dignó mirarlos. Iban tan acaramelados que llamaban la atención, pero otras fuentes dicen que se debía al contraste entre lo pincha que iba ella y lo desastrado que iba él, con aquel traje negro que ya iba rojeando y las rodilleras y los flecos de la chalina, como si en su casa no hubiera una mujer que se los cosiera.

– ¿Y usted cree que se casará con ese traje o se hará un traje nuevo para casarse?

Don Leónidas se volvió lentamente hacia la calle en el momento en que Ansúrez desaparecía del cuadro abarcado por los límites de la pecera.

– ¿Ése? ¿Pero cree usted que se casará algún día?

CAPÍTULO XIV

A LA VOZ HERRUMBROSA le cupo la gloria de dejar caer la noticia en los medios militares, y a la voz sedante, en los civiles. La voz herrumbrosa insistió en lo de la novela; la sedante, en lo del matrimonio. Lo de la novela fue recibido con estupefacción y asombro pues no se recordaba en el pueblo hazaña semejante, menos aún procediendo de los medios civiles, donde todo el mundo se sospechaba que fuese antimilitarista y donde casi todo el mundo lo era. De modo que en estos medios se creyó que la novela de Ansúrez, hijo de un suboficial, sería antimilitarista, en lo que se coincidía con la opinión más difundida en los medios civiles, pues aunque se daba cierta importancia al matrimonio, nadie pensaba que se perdiese aquella ocasión para meterse con la otra parte de la ciudad, que llevaba uniforme. A don Periquito le llegó la primera versión, por lo cual decidió que su novela sería más antimilitarista todavía, y algo de eso había barruntado al pensar en el escribiente de la Armada apellidado Enríquez, y que era de muy buena familia. La versión civil fue la que llegó a don Leónidas y lo único que imaginó fue a Elisa, tan pincha, casada con aquel bruto de Ansúrez, que, además, era sucio. De manera que llamó al señor Remigio de un timbrazo rápido le dijo:

– Baja y dile a la señorita Elisa que suba.

El señor Díaz cumplió su cometido; Elisa, ante la estupefacción general, entró en el ascensor. Muchas miradas cayeron sobre el Vate Ansúrez, que, fingiendo indiferencia, terminaba de escribir un oficio a la superioridad. La puerta se cerró detrás de Elisa y en todos los ánimos surgió esta interrogación:

– ¿Para qué la llama?

Fue raro, fue curioso que la mayor parte de las respuestas a semejante pregunta coincidiesen: «Le va a ofrecer el regalo de boda», y siguió cada uno en lo suyo, incluido don Pedro, que apenas había concedido importancia al suceso.

Elisa, antes de poner la mano en el picaporte de aquella puerta tan solemne que aumentaba su solemnidad con este rótulo:

SR. PRESIDENTE,

se acicaló un poco y se arregló el pelo. Después empujó la puerta. Don Leónidas se había puesto de pie y apoyaba ambas manos en la superficie de la mesa.

– ¿Qué sucede? -preguntó Elisa cerrando tras sí la puerta.

– Nada que tenga importancia -le respondió don Leónidas.

– ¿Entonces?

– Esa boda… He oído decir que quieres casarte en seguida. Hay que esperar un poco.

Ella se acercó lentamente hasta la mesa y se sentó en el sillón de las visitas. Don Leónidas se dejó caer en el suyo.

– ¿A qué llamas un poco? -preguntó ella.

– Al menos hasta que se publique esa novela…

– En la novela se contará mi matrimonio.

– Es lo que quiero evitar-, el ridículo de ese tipejo que va a ser tu marido. ¿Cómo va a contar el matrimonio después de haber contado mi aventura contigo?

– Precisamente por eso. ¿No quieres ser el malo de la historia?

– Lo puedo ser de muchos modos, sin que ninguno de ellos exija el matrimonio. ¿No te das cuenta de que, contando el matrimonio, me dejáis en ridículo? Porque, lógicamente, yo tengo que oponerme.