Señaló con el dedo extendido las bóvedas oscuras.
– Entonces se construía así. Fijaos qué sólido. Esas bóvedas pasan ya de los mil años, y ahí las tenéis, dispuestas a durar otros tantos. No podemos decir lo mismo de las ampliaciones esas que han hecho ahora, con cemento y viguetas de acero. Dentro de cincuenta años no quedara nada de ellas.
– Y de esa novela, ¿qué?
– Yo no sé nada, pero tiene que ser eso que os dije: la historia de estos arsenales vista por el proletariado que los construyó y trabajó en ellos desde que se puso la primera piedra, hasta nosotros mismos. Fuera de esto, no hay nada que valga la pena leer.
– Usted lo hace de corrido.
– A mí pueden echarme un tomo grueso o delgado, de letra grande o pequeña. Me da igual, lo leeré por las noches en mi casa, y si tengo auditorio lo haré en voz alta. Quedáis invitados a oírme.
José González había terminado el trompo de su sobrino Claudio y buscaba cuerda fina para probarlo en el suelo de tierra apisonada, dura como si fuese de piedra: no la habían tocado en los últimos siglos.
Quizás tuviera razón la señorita Isolina en sus ideas sobre la elegancia; pero de hecho se hallaba un poco anticuada.
– ¡No hay cosa más fea que una minifalda! No sé cómo sois capaces de llevar semejante cosa.
Sin embargo, nadie como la señorita Isolina para cortar los velos de tul ilusión, y para que otros, de tul más ordinario y más barato, parecieran de lo caro y de lo fino. Únicamente por su arte de cortar los velos y de ponerlos luego sobre las cabezas recién rizadas, la señorita Isolina, con sus ochenta años pasados, seguía teniendo clientela.
– Échame acá esa falda, que le planche las costuras -gritó Inés, la de la plancha; y cogió al vuelo la falda blanca que le arrojaba Dora, que acababa de coserla a máquina. También en esto de las máquinas, como en lo de las planchas, la señorita Isolina había transigido: la vieja Singer de pedal andaba por los rincones y sólo la usaba ella misma, la señorita Isolina, a quien nunca habían gustado las máquinas eléctricas.
– ¿Has oído algo de eso de la novela? -dijo Dora; y desde su rincón silencioso le respondió Carmela:
– Sí, me lo contó mi hermana, que estaba en el teatro. Mi hermana, ya lo sabéis, trabaja por las mañanas en la Caja, _y asistió a la función. La novela la va a escribir ese que anda siempre de negro, ese alto, del sombrero ancho, y de la chalina, ese que va a casarse con una tal Elisa que sabe muy bien el inglés y que también está en la Caja.
– ¿Y de qué va a tratar esa novela? -dijo Inés desde la tabla de la plancha; y Dora le contestó:
– Pues de algo de aquí tendrá que ser. Algo de una Cofradía o algo de nosotras mismas. ¡Vaya usted a saber! A mí me gustan los de uniforme: pues con eso que me gusta a mí basta para hacer una novela.
– Pues ya puedes ir contándole a ese de la chalina lo que piensas y lo que esperas -dijo Juanita, que hasta entonces había permanecido muda atenta a lo suyo que era rematar una manga.
– ¡Si no fuera por- su novia…! Yo la conozco. No sabéis qué harpía es.
Inés planchaba cuidadosamente las costuras de la falda.
– Pues cuando se publique esa novela, le pediremos a la maestra que la compre y una de nosotras la leerá mientras las demás trabajan: era lo que se hacía antes, según me han contado, leer una en voz alta mientras las otras cosían. Era una buena costumbre, pero esas novelas ya no hay quien las aguante. No sirven para nada. «Señora, yo os amo»: ya no hay hombres que digan eso; ya no se ama. Lo que ahora quieren los tíos es irse a la cama contigo.
– Y las tías, ¿quieren otra cosa?
– Mujer, hay de todo. No puedes echarnos a todas en el mismo saco. Yo misma, aquí donde me tienes, espero casarme como lo hizo mi madre, como lo hizo mi abuela, como lo hicieron todas las mujeres de mi familia: con cura y todo. Sin esos requisitos, no parece que una esté casada.
El sol, que pegaba sobre la superficie de la mar, movida de menudas olas, entraba por los ojos de buey, abiertos, y moría en el techo de planchas claveteadas, pintadas de blanco. Moría moviéndose, meneándose como las olas menudas. El Teniente de Navío Cortázar, el último ayudante del Capitán General, entró en la camareta pidiendo a voces una copa para un gaznate que se había secado. El Teniente de Navío Menéndez le mandó sentar y encargó la copa al cho que esperaba en un rincón.