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Ansúrez se había sentado al otro lado de la mesa, donde no había más que un papel y un teléfono, aquella mesa brillante, en cuya superficie uno podía mirarse y reconocerse. Alargó el brazo y recogió el cigarrillo que el Presidente le ofrecía, un partagás de contrabando, elaborado con los mejores productos de Vuelta Abajo.

– Esa idea de escribir una novela me parece buena. Desde luego, cuente usted con que los gastos de edición correrán a cargo de la Caja… A no ser, claro está, que tenga usted ya contrato con alguna Casa Editorial… Porque, en tal caso, la Caja se limitará a comprarle un cierto número de ejemplares… digamos tantos como funcionarios, uno por barba, incluidos los botones.

– No tengo ningún compromiso, claro. En realidad, la idea de escribir una novela es muy reciente. Como en otros casos muy conocidos, obedece al hecho de que la lírica me viene ya estrecha como instrumento de expresión. Necesito algo más amplio y más narrativo. Una historia de amor no puede contarse en verso, aunque haya habido casos…

– Luego, ¿lo que quiere usted contarnos es una historia de amor? ¿La suya propia?

– La mía, sí, aunque contada de tal manera que pueda resultar la historia de amor de todo el mundo. Y no una historia abstracta, como pudiera parecer a simple vista, sino concreta y con nombres, usted lo dijo, la mía propia… Esta relación entre lo concreto más personal y la generalidad es uno de los milagros que sólo el arte puede realizar.

– Y el dinero, no lo olvide usted.

La última frase del Presidente no la entendió bien Ansúrez. Al menos así se lo dio a entender a Elisa cuando, horas más tarde, le contaba la entrevista.

– Pues yo creo que está claro. Quiso decir que el dinero, lo mismo que el amor, es bueno para todo el mundo y para todo el mundo por igual. Una historia de dinero es como una historia de amor, que todo el mundo la entiende y que, más o menos, es lo que le pasó a cualquiera o lo que cualquiera deseará que le pase. Yo lo veo claro…

– Pues yo, no tanto. El Presidente quería decir algo más que eso. De todas maneras, algo de positivo he sacado con la visita. El hecho de que la Caja me pague la edición… es cosa en que no tengo que pensar mientras escriba.

– ¿Y qué piensas contar en esa novela? ¿ Lo nuestro?

– Sí, pero cambiado.

– ¿Cómo?

– Aún no lo tengo decidido.

– Pues podíamos pensarlo… entre los dos.

– ¿Aquí?

– ¿Qué más da aquí que en otro sitio?

– Esta taberna no me inspira. Mejor en la cafetería a la que vamos por las tardes. Es más acogedora, no sé, allí se me ocurren más cosas…

– Pues lo dejamos para la tarde, pero eso tenemos que arreglarlo entre los dos. Es mi historia tanto como la tuya.

– Pero contada por mí, no lo olvides.

Que la contase o no Pepe imponía ciertas alteraciones a la historia. Por ejemplo, si era Pepe el narrador; podía ignorar el pasado de Elisa, desde el momento de su nacimiento, con episodios tan importantes como su paso por la escuela, su primer amor y su primera rebeldía contra la sociedad, contra la ciudad o contra lo que fuera.

– Contra la condición femenina, aunque luego lo pensé mejor y la acepté. Al fin y al cabo tenía sus ventajas, aunque también tuviera muchos inconvenientes. ¿Has pensado alguna vez en la lata de la menstruación, en la lata del climaterio, en la lata de la vejez? Los hombres lleváis estas cosas de la edad mejor que las mujeres.

– Supongo que más o menos… Dicen que los cuarenta años del hombre son un mal momento… Hay quien habla de los cuarenta y cinco…

Elisa se desperezó y tomó una aceituna de las que habían traído con la cerveza.

– Después de todo, nada de eso no importa ahora. Estamos lejos de los cuarenta. Lo importante es cómo vas a sacarme en la novela. ¿Cómo soy? ¿Mejor que soy?

– Mejor ya no puede ser… Como eres.

– ¿Y tú?

– Yo qué se… Como salga.

Elisa golpeó el platillo con el tenedor.

– Eso no está bien. Tú eres quien tiene que salir favorecido en el retrato, sobre todo si me pones a mí mejor de lo que soy…

– A ti te pondré como te veo. La mujer ideal.

– ¿Virgen o no virgen? Ése es un detalle importante… por el que se puede pasar como sobre huevos.

– Claro. El detalle en sí carece de importancia, sobre todo si pintas una mujer moderna. Hay algo más importante… y más real. Ella, la que sea, nunca ha gozado con un hombre. Se reserva para el que ama. Ésa es la verdadera virginidad.