– ¡Cómo no voy a acordarme! Me tiraste el primer pellizco.
– Tenías el culo que era una tentación. Además, las palabras no bastaban para convencerte. Yo no era de tan buena familia, y aún no había tenido tiempo de demostrarte que era más culto que él, y que venía con buenos propósitos. Disponía de pocos días para todo eso, los que iba a durar el viaje del barco en que él estaba embarcado.
– Solían ser pocos días.
– Eso no importa ahora. Lo importante es encontrar nombres, para ti, para él y para mí. Unos nombres que no nos descubran.
– ¿Tu lo quieres así? ¿Para eso es para lo que escribes la novela?
– La escribo para darle en las narices a ese imbécil de Ansúrez, que piensa escribir la suya sin meterme a mí en ella. -Carraspeó una, dos veces-. Sin meternos a nosotros, quise decir.
– Yo no cuento en esa historia. Cuando apareció Ansúrez ya estábamos casados.
– Lo que importa es encontrar tres nombres, que se parezcan a los nuestros pero que nos dejen lejos. Laura… ¿Qué te parece Laura? Es un nombre bonito, contiene el tuyo, y lo rebasa.
– ¿Y para ti? ¿Y para él? Porque el Pedro no existe y el Fernando tampoco.
– Eso da igual. El nombre de él y el mío dan lo mismo. Lo importante es encontrar el tuyo, y Laura me parece bien. Laurita, Aurita… ¿no te gusta?
– Sí, pero habría que encontrar los vuestros. Son más importantes que el mío.
– Lo importante ahora es a través de quién se describen esta calle y esta casa. Por cierto que la de enfrente tenía una sola planta, desde entonces le echaron un piso. La visión de la casa y de la calle varía mucho si es él o es ella quienes las ven. Es la calle y la casa de ella. Ella las ve como cosa propia; él, como cosa de ella. ¿No te das cuenta? La calle y la casa no eran lo mismo para ti que para él. En eso es en lo que hay que acertar.
– La casa y la calle son las mismas. Yo soy la misma. Lo que veo ahora es lo que vi por primera vez hace treinta años. Ni que fueras tú, ni que fuera él, me hizo ver la calle y la casa de distinta manera. La verdad es que verte a ti me daba más alegría.
CAPÍTULO V
AQUELLA MAÑANA Pepe tenía poco trabajo, un tanto que don Perico no había hecho más que teclear en la máquina. Había llegado la hora del café, y todos se disponían a tomarlo. Las chicas abandonaban sus asientos y hasta el propio don Perico dejó de teclear. Pepe tardó en darse cuenta, porque se hallaba absorto en la preparación de la figura de la mujer. Elisa seguía siendo el modelo, pero ¿la Elisa real o aquella que iba idealizando poco a poco? Una Elisa tan perfecta que no faltaba en su vida el episodio dramático de la pérdida de su doncellez; pero él todavía no había imaginado la historia que convertía en dramático semejante episodio. Una bonita historia de amor y abandono o más bien la historia de una mujer que se entrega llevada por la ceguera del primer amor pero que despide a su amante al descubrir en él al hombre inferior que no sospechaba. La primera solución era más patética, pero la segunda revelaba una alta cualidad moral y un carácter decidido y justo. Había que escoger entre una solución y otra tanto por razones morales cuanto por razones estéticas, y estaba a punto de decidirse cuando se le acercó el más feo de los botones a decirle de parte del señor Presidente que si estaba libre y le hacía el honor de tomar café con él, lo cual fue como si un viento fuerte le soplase sobre la superficie del cerebro y eliminase de allí cualquier imagen para ser sustituida inmediatamente por otra y otras en las que aparecía la mesa brillante y vacía del Presidente en combinación no precisamente armónica con su propia figura tomando el ascensor en ocasión de que nadie podía verle porque nadie estaba en su puesto a aquella hora, la del café.
De modo que llamó al ascensor y subió sin testigos de mayor cuantía, pues no podían considerarse de valor y peso los dos meritorios que habían quedado en sus pupitres por no atreverse a tomas café dados los pocos días que llevaban en la Caja y la necesidad en que se hallaban de hacer méritos, pues por algo eran meritorios. Es el caso, pues, que sólo aquellos dos jovencitos con cara de gilipollas y sonrisa aduladora (la misma que dedicaban a todo funcionario fijo o de nómina) fueron testigos de que cogía el ascensor y de que el botones que lo tenía a su cargo le saludaba especialmente con el saludo reservado a los visitantes del señor Presidente.