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– Y ¿por qué no?

Se miraron en silencio. Pepe Ansúrez comenzó a jugar, nerviosamente, con algo que había encima de la mesa.

– Yo no me atrevería…

– ¿Y si se lo ruego? ¿Y si se lo ordeno?

– En ese caso…

– No hay más que hablar, entonces. Estoy dispuesto a ser ese malo que usted necesita, pero sin disfrazar mi personalidad, sin disfrazar siquiera mi despacho. Aquí mismo donde estamos…

– Aquí mismo, ¿qué?

– Este despacho puede ser el lugar de mis maldades. Pongamos que lo es ya, realmente.

– ¿Va usted a despedirnos? Quiero decir a Elisa y a mí…

– No, no, no. Más bien todavía no. En este despacho se pueden cometer más males que el de despedir injustamente a dos funcionarios intachables. Se puede, por ejemplo, seducir a una mujer, a una mujer casada, pongamos por caso. Incómodo, sí, seducir- a nadie aquí, pero satisfactorio. El verdaderamente malo tiene que saber renunciar al placer de una cama cómoda, puesto que su meta no está en el placer físico, sino en el moral que da la maldad… No olvide usted que se trata de un malo, no de un conquistador- profesional. El malo, tal y como yo la concibo, está por encima del placer, aunque se sirva de él. Fíjese bien que he dicho se sirva, no se someta. Un hombre que pone el placer por encima de todo no puede ser verdaderamente malo.

– Entiende usted más que yo. ¿Por qué no escribe la novela?

– Porque no sé escribir, así de simple. ¡Si supiera…!

Cerró los ojos. Ansúrez imaginó que el Presidente se imaginaba escritor, autor de una novela cuyo personaje fuera la Maldad personificada, algo que estaba más allá de las posibilidades de su mente.

CAPÍTULO VIII

EI SEÑOR REMIGIO DÍAZ tenía mesa y asiento en el antedespacho del Presidente, y este puesto de privilegio le obligaba a la atención al menor timbrazo o a cualquier otra señal de que el Presidente estaba necesitado de sus servicios; pero su corazón estaba con los de abajo, y los acompañaba siempre que podía, como ahora, después de enterarse de lo que el Presidente hablaba con Ansúrez: bajó corriendo la escalera, entró en el bar que otros llamaban cafetería donde la gente tomaba las once repartida en grupos y corrillos. El señor Díaz se acercó al mostrador y pidió su copa de aguardiente; en seguida le rodearon y se ofrecieron a invitarle.

– Ese que está ahora con el señor Presidente, el tal Ansúrez, lo va a meter en la novela que va a escribir porque él lo manda.

– Es natural que así sea. ¿Qué va a hacer el tal Ansúrez sino contarnos a nosotros? Es lo único que conoce. La novela de Ansúrez será la novela de la Caja. Eso ya lo decía yo esta mañana no sé a quién, a alguien que estaba cerca.

La mecanógrafa de la sección de impagos, que se llamaba Ricarda y a quien todo el mundo llamaba por el diminutivo de Cardita, se acercó al Director, que revolvía por segunda vez el azúcar de su café.

– Ese tío no meterá lo nuestro en su novela -dijo ella al pasar; y él le respondió sin cambiar de postura:

– No creo que lo sepa. Y si lo sabe…

Cardita se detuvo después de haber pasado pero se volvió un poco para que él la escuchase bien.

– … Pues si lo sabe hay que hacerlo callar. Porque a mí puede sacarme diferente, pero el Director es el Director, y sale por el cargo, no por su cara bonita.

Cardita siguió adelante. Don Periquito barafustaba entre el Apoderado y la catalana que había venido para hacerse cargo del ordenador, y que se llamaba Montse.

– A mí no se atreverá ese tío a meterme en la novela, porque me conoce demasiado bien y no sería capaz de mentir a este respecto. Yo tendría que ser el protagonista, y esto a él no le conviene. Es de suponer que el protagonista querrá ser él, pero a lo mejor le sale la criada respondona.

– ¿Quiere usted decir algo con eso?

– Quiero decir lo que quiero decir, y el misterio dejará de serlo a su debido tiempo.

Don Perico trazó con la mano en el aire un signo misterioso cuya explicación consistió en una sonrisa ofrecida a tres de los cuatro vientos. Don Perico se quedó en el cuarto, flanqueado como estaba por la Montse y el Apoderado. Éste se preguntó si también saldría en la novela, él, de tan escaso relieve en el cotarro, aunque su firma fuera de la mayor importancia.