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– Baja y dile a la señorita Elisa que suba.

El señor Díaz cumplió su cometido; Elisa, ante la estupefacción general, entró en el ascensor. Muchas miradas cayeron sobre el Vate Ansúrez, que, fingiendo indiferencia, terminaba de escribir un oficio a la superioridad. La puerta se cerró detrás de Elisa y en todos los ánimos surgió esta interrogación:

– ¿Para qué la llama?

Fue raro, fue curioso que la mayor parte de las respuestas a semejante pregunta coincidiesen: «Le va a ofrecer el regalo de boda», y siguió cada uno en lo suyo, incluido don Pedro, que apenas había concedido importancia al suceso.

Elisa, antes de poner la mano en el picaporte de aquella puerta tan solemne que aumentaba su solemnidad con este rótulo:

SR. PRESIDENTE,

se acicaló un poco y se arregló el pelo. Después empujó la puerta. Don Leónidas se había puesto de pie y apoyaba ambas manos en la superficie de la mesa.

– ¿Qué sucede? -preguntó Elisa cerrando tras sí la puerta.

– Nada que tenga importancia -le respondió don Leónidas.

– ¿Entonces?

– Esa boda… He oído decir que quieres casarte en seguida. Hay que esperar un poco.

Ella se acercó lentamente hasta la mesa y se sentó en el sillón de las visitas. Don Leónidas se dejó caer en el suyo.

– ¿A qué llamas un poco? -preguntó ella.

– Al menos hasta que se publique esa novela…

– En la novela se contará mi matrimonio.

– Es lo que quiero evitar-, el ridículo de ese tipejo que va a ser tu marido. ¿Cómo va a contar el matrimonio después de haber contado mi aventura contigo?

– Precisamente por eso. ¿No quieres ser el malo de la historia?

– Lo puedo ser de muchos modos, sin que ninguno de ellos exija el matrimonio. ¿No te das cuenta de que, contando el matrimonio, me dejáis en ridículo? Porque, lógicamente, yo tengo que oponerme.

– Es lo que estás haciendo y no te sirve de nada. Pepe y yo ya estamos amonestados; no falta más que indicar al cura el día de la ceremonia.

– ¿Y te vas a casar con cura y todo?

– Sin cura no nos parece una verdadera boda.

Don Leónidas se puso en pie, se apoyó en las manos, miró fijamente a Elisa.

– Iré a ver a tu párroco. Le diré que esa boda no puede celebrarse.

– ¿Te atreverás a hacerlo?

– ¡Ya lo creo!

– A la puerta de la sacristía estaré yo para sacarte los ojos. Y si no es en la sacristía, será aquí mismo, en tu despacho.

– Daré órdenes para que no te dejen entrar.

– En ese caso gritaré a todo el mundo que no nos dejas casar por celos que tienes.

– En ese caso, perderías tu puesto.

– Tengo de sobra donde trabajar, de manera que puedes echarme cuando quieras. A ver luego quién te escribe las cartas a Inglaterra.

CAPÍTULO XV

EL VATE ANSÚREZ había contemplado atentamente las grietas del techo y había ordenado con ellas figuras marítimas, grandes peces y grandes barcos en colisión constante. Cuando Elisa terminó su relato, dijo:

– Bueno. No hay problema. Lo del matrimonio no es problema. Con no ponerlo, basta. En la novela no se pensó jamás en matrimonio.

– Tú lo que quieres ahora es rajarte. Pues yo te digo que no.

– Una cosa es la novela, y otra la vida real. Yo me refería a la novela.

– Pero el Presidente se refería al matrimonio real, a ese que está anunciado entre nosotros y que hasta ahora nadie quiso impedir. Pero, va ves, cl Presidente se mete en medio.

– Pues con no hacerle caso…

– Eso es muy fácil decirlo, pero no tan fácil de hacer. Habló de ponerme en la calle.

– De ponerte, no de ponernos.

– Peor que peor. Con tu sueldo solo, no podemos vivir. Hemos echado la cuenta muchas veces. Nos hacen falta los dos sueldos.

– Tú podías entrar en el Regional Vitalicio. Te pagarían lo mismo o más.

– Y entonces serías tú el puesto de patitas en la calle, por tener una esposa empleada en la competencia.

– Pues habría que aguantarse…

– Tendríamos que vivir con un sueldo solo.

– Si vivimos en mi casa, ahorraríamos por lo pronto el alquiler del piso.

Elisa apartó de sí con violencia el plato y la taza del café.

– Y tendría que aguantar a tu madre, o tu madre aguantarme a mí, según como se mire. Pero, en todo caso, ni yo la aguantaré a ella ni ella a mí. No hay nada peor que una suegra y una nuera, esto lo has oído muchas veces. Son dos mujeres disputándose a un hombre, o el sueldo de un hombre. Todavía no lo sé bien, pero no quiero saberlo. El casado casa quiere. Lo que yo tengo ahorrado para los muebles lo guardé pensando en un piso moderno, de esos pequeñitos que se hacen ahora. Esto no quiere decir que no comamos de vez en cuando en casa de tu madre.

– Como ahora…

– Como ahora, pero distinto, porque ahora soy una invitada sin parentesco. Siendo tu mujer es muy distinto.