– Y usted, don Leónidas, ¿es cierto que se entiende con la Elisa?
Y aunque don Leónidas lo negase, lo hizo de tal manera que todo el mundo quedó persuadido de que se entendía con la moza y de que las relaciones eran todo lo frecuentes que permitían los cincuenta años cumplidos del caballero. El cual, al día siguiente, entró en el Banco embufandado y con el sombrero hasta los ojos, porque hacía frío, y silbando. Al pasar junto a Remigio, le dejó caer la orden de que subiese la señorita Elisa provista de lápiz y cuaderno, que tenía que dictarle unas cartas. Cuando llegó Elisa, le mandó cerrar la puerta y sentarse al otro lado de su mesa, y se quedó de pie mirándola:
– Estás muy guapa esta mañana.
– Ni más ni menos que ayer y que anteayer. ¿Qué mosca te ha picado?
– Tenía que dictarte unas cartas para Londres.
– Eso no es más que un pretexto, ¿o crees que soy boba? Llevo tres años en la casa y es la primera vez que se te ocurre llamarme.
– Algún día teníamos que empezar.
– Para dictarme esas cartas no hacía falta cerrar la puerta. ¿O es que ya no cuidas de tu buena reputación?
Don Leónidas que tenía en la mano un lapicero, que le había dado vuelta tras vuelta, lo dejó reposar sobre la superficie brillante de la mesa.
– Quería hacerte una propuesta.
– Tú dirás.
Don Leónidas tardó en responderle. Se levantó, dio una vuelta por la habitación, abrió la puerta y encargó a Remigio que le subiese del estanco un paquete de tabaco de los que él fumaba. Dejó la puerta abierta: desde ella, cuando Remigio hubo desaparecido, respondió a Elisa con voz indecisa y precavida:
– Quería proponerte que fuésemos amantes.
Elisa se levantó de un salto y llegó hasta la puerta.
– ¿Y para semejante majadería me has mandado subir?
Hizo ademán de salir. Él se interpuso.
– Espera, mujer. Todavía no hice más que empezar.
– Pues yo ya terminé del todo. Apártate o grito.
– ¿Serás capaz?
Llegaba el ruido del ascensor subiendo. Don Leónidas dejó pasar a Elisa, y ella esperó a que se abriera la puerta del armatoste. Se cruzó con el señor Díaz, que traía en la mano, bien visible, un paquete de Partagás. Se lo tendió a don Leónidas. Éste lo recogió en silencio mientras Elisa cerraba tras sí la puerta del ascensor. Se oyó el ruido del armatoste bajando. Don Leónidas y Remigio se miraban. Remigio dijo:
– Las mujeres, ya se sabe…
– ¿Por qué dices eso, Remigio?
– Algo hay que decir, señor; algo que venga bien al caso.
Elisa no disimuló el mal humor, que era auténtico, o la ira, que era fingida. Batió la puerta del ascensor, bajó pisando fuerte los tres escalones que la separaban de la sala, y al pasar junto al Vate Ansúrez, pero sin detenerse, le dijo:
– Tenemos que hablar. Avísame cuando salgas.
Con el cuaderno de notas y el lápiz en la mano, Elisa fue derecha a su asiento, se sentó y gritó en voz alta:
– ¿No tengo nada que hacer?
Dejó el lápiz y el cuaderno encima de la mesa y levantó los brazos. La mano derecha y la mano izquierda se llenaron rápidamente de papeles.
– Habrá un orden, ¿no?, en todo esto.
CAPÍTULO XVIII
JUNTO AL MOSTRADOR DEL BAR, dos clientes discutían en voz alta acerca del partido del domingo sin ponerse de acuerdo en si se trataba del domingo anterior o del siguiente, un recuerdo o una profecía. El tabernero los escuchaba alternativamente, inclinada la cabeza hacia el uno o hacia el otro, pero sin detenerla. El camarero se sumaba al corro todas las veces que podía, que eran pocas. En un rincón, una pareja madura había olvidado sus cervezas y se metía mano. Ansúrez le dijo a Elisa:
– Tú has hecho bien, pero la respuesta definitiva déjala en mis manos.
– Me costará trabajo contenerme, si es que lo veo.
– Tú como si nada. Ya te daré instrucciones.
– Lo único que debes hacer es darle un par de bofetadas. ¿Pues qué se habrá creído?
– No hay que precipitarse. ¡A saber cuáles eran sus intenciones!
– Pues estaban bien claras.
Ansúrez llamó al camarero y le pagó los dos vinos blancos que habían tomado. Luego salieron. En la calle lloviznaba. Elisa abrió el paraguas y cogió a Ansúrez del brazo.
– Te llevaré a tu casa para que no te mojes.