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– ¿Vas a ir sola a la tuya?

– Sé el camino y nadie se meterá conmigo. ¡Pues aviados estábamos! Te llevaré a tu casa y luego iré a la mía. Ya tengo hambre.

– Puedes quedarte a comer si quieres.

– No. Si han seguido mis órdenes la comida de casa estará buena. Si quieres…

– No, no. Ya sabes cómo es mi madre…

Ansúrez vivía en la parte alta de una calle pina. En el portal, se dieron un beso. Ansúrez subió rápidamente la escalera. Elisa comenzó a bajar la calle, el paraguas contra la lluvia, que apretaba. Junto a la acera, un hilillo de agua corría por la calle inclinada, y al llegar a la esquina, se detuvo formando un charco con otras aguas igualmente claras, igualmente rápidas. Elisa estiró la pierna para pasar el charco, y la falda se le ciñó a las caderas. Un sujeto que venía detrás de ella, gorra calada y gabardina subida, le dijo una grosería. Elisa no le respondió, atravesó la calle y continuó el descenso. El caballero que se había fijado en sus caderas, gorra calada y gabardina subida, torcía hacia la derecha: el segundo piropo se le quedó en los labios; se detuvo un momento, mientras pudo ver a Elisa.

– Que vas a mojarte, hombre. ¿Qué haces ahí parado?

– Fíjate en aquella tía. Sí, aquella que va por allí abajo. ¡Vaya meneo!

– No sé quién aconseja no fijarse en las mujeres que están fuera de tu alcance.

– Eso no es una mujer, no es más que un culo.

– Aun así…

– ¿La conoces?

– No, pero me suena. Así vista por detrás…

Elisa había llegado a la esquina, y su cuerpo desapareció. Uno de los caballeros le dio al otro una palmada en el hombro.

– Así empezó en el veintiuno, tengo oído.

– Sí, pero en el veintiuno aquí no había ni una sola casa y las aguas podían ensancharse. Ahora, ya ves.

Luego se fueron, cada uno por su lado.

CAPÍTULO XIX

PEPE ANSÚREZ LE DIJO A SU MADRE que tenía que comprarse un traje con camisa y corbata para la ceremonia de la boda, y su madre le dijo que bueno, que a las cinco era la mejor hora para ir al sastre. No llovía pero estaba la tarde húmeda y las losas de la calle mojadas. La madre de Pepe Ansúrez, llamada también doña Nicolasa, que había venido de un pueblo de la Ribera, cogió el paraguas por si acaso y le dijo a su hijo que no le estorbaba la gabardina, y que si no quería ponérsela, con echársela por los hombros bastaba. Al salir, ella se cogió del brazo de él. En la otra mano llevaba el paraguas, que movía mucho como si quisiera llamar la lluvia, pero la lluvia no vino. Cuando llegaron al sastre, que estaba en la calle Mayor, empezaba a secarse. El sastre los recibió con el chaleco puesto y la cinta métrica alrededor del cuello, y una amplia sonrisa donde cabían todas sus palabras: Cuánto bueno por aquí, cómo está usted, doña Nicolasa, ya sé que el chico se va a casar un día de éstos y la verdad, la verdad, los estaba esperando.

Se dirigió a Pepe:

– Para ti tengo un terno marrón y también uno gris marengo que se lleva mucho esta temporada y que no es negro del todo pero de lejos lo parece. Vamos a verlos y tú escoges lo que te guste.

A Pepe le gustó también uno gris clarito, de rayas, pero no le sentaba bien. Acabó por llevarse el gris marengo. Su madre lo pagó y lo llevó metido en una gran bolsa. El sastre le había quitado ya todos los marbetes puestos en la fábrica de Barcelona, de manera que el traje estaba listo para ponérselo. Fue lo que hizo Pepe al llegar a casa. La camisa y la corbata se las había regalado su madre, aunque sobre la corbata él había dado alguna idea.

– La quiero con fondo azul y unas pintas que pueden ser blancas o rojas, lo que haya. Lo importante es que sea una corbata de lunares.

Vaciló acerca del nudo que le iba a hacer, y acabó decidiéndose por uno triangular, más bien pequeño. El traje le caía bien. Con un sombrero negro hubiera parecido un señorito, pero Pepe no renunció al suyo. Se puso la gabardina, la abotonó, y salió en busca de Elisa. Había caído la noche, y las luces relumbraban en los charquitos de las esquinas. Pepe Ansúrez llamó a la puerta de la calle del modo convenido. Llegó una voz por el vano de la escalera.

– ¡Ya voy!

Mientras Elisa bajaba, Pepe se arrimó al quicio de piedra, puso en él el pie izquierdo y encendió un pitillo: el humo azul se desvanecía en el aire húmedo de la noche.