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– Pues usted dirá…

Don Leónidas abrió una caja de madera y se la tendió por encima de la mesa al Almirante. Éste cogió uno al buen tuntún; le salió un Partagás de los que él fumaba.

– Han llegado a mí ciertas hablillas… Fíjese bien: hablillas, de que un subordinado de usted… yo no sé si la palabra subordinado estará bien usada en este caso, pero usted me perdonará, es mi costumbre… de que un subordinado de usted está escribiendo una novela en la que mezcla personajes de la Cofradía que usted preside con personajes de aquella a la que yo pertenezco, y venía a pedirle que ejerciera su influencia, algo así como un consejo, ¿eh?, o una advertencia, no una orden, para que el susodicho subordinado nos dejase a nosotros en paz y se atuviera a los personajes de su Cofradía… En el caso, claro está, de que usted ejerza, sobre ese subordinado, alguna clase de autoridad… Perdone usted que no sea más concreto, pero yo no entiendo bien cómo son las relaciones en el mundo de usted, y menos aún en la Cofradía que usted con tanta pericia dirige.

Durante las palabras del Almirante, don Leónidas se había erguido poco a poco, desde el encorbamiento inicial hasta quedar su espalda casi paralela al respaldo del sillón que ocupaba.

– En efecto, señor, las relaciones entre los hombres de mi mundo no se parecen en nada a las del mundo de usted. Pero en este caso puedo asegurarle, y es por pura casualidad, que el interesado no sólo no mezclará los personajes de las dos Cofradías, sino que ni siquiera llegará a publicar esa novela, que, por otra parte, si la ha empezado a escribir, debe de llevar muy pocas páginas.

– No me gustaría que el interesado sufriese todo esto como una prohibición procedente de mí. Porque la verdad es que yo he venido a hacerle a usted un ruego, no un mandato, que, por otra parte, yo no soy nadie para hacer.

– ¿Cómo que no es nadie? Nada menos que el Capitán General del Departamento.

– Le dije que no venía como tal y que este uniforme que llevo es un accidente debido a la hora y no a otra causa.

– Aunque viniera usted de paisano, y se anunciase como miembro de la Cofradía rival, yo siempre vería en usted lo que es… -Me gustaría que no fuera usted tan perspicaz y que se atuviese a las meras apariencias.

El Almirante se levantó. Don Leónidas hizo lo mismo.

– ¿Ya se va usted?

– Mi ruego ya está hecho y la respuesta es satisfactoria. Muchas gracias.

Tendió, por encima de la mesa, una mano áspera y peluda. Don Leónidas la acogió entre las suyas, blancas y sin vello.

– Me gustaría que volviera y por aquí, aunque sin uniforme. Entonces, quizás me atreviera a ofrecerle uno de nuestros cafés que, le aseguro, son bastante buenos.

– Seguramente mejores que los nuestros. Lo que hacemos bien, lo que saben hacer nuestros marineros, son los cóctels. Queda usted invitado a probarlos.

El Almirante, al salir, recobró la custodia de sus dos ayudantes. Don Leónidas los acompañó hasta la salida. De regreso atravesó el espacio que mediaba entre la puerta y el ascensor, todo estirado. La gente de la Caja advirtió en él un cambio.

Entró en su despacho, se sentó en su sillón y adoptó la figura más marcial posible. Todavía no se había desinflado del todo cuando ordenó al señor Díaz:

– Baje y dígale al señor Ansúrez que suba inmediatamente.

Imaginaba el aspecto que tendría en una postura tan marcial, cuando llamaron a la puerta.

– Adelante -respondió don Leónidas, y entró Ansúrez, un poco asustado, un poco sorprendido-. Siéntese, siéntese. Váyase sentando.

Al dar la vuelta para sentarse, don Leónidas recordó cómo se sentaba el Almirante, e inmediatamente pensó que Ansúrez, que en su vida había visto un Almirante de cerca, que en su vida le había hablado, carecía de experiencia para identificar su gesto y su postura. Se sentó, pues, como siempre lo había hecho. Ansúrez le miraba con cierta ansiedad.

– Le he mandado llamar, perdón, le he rogado que subiese, porque tengo algo importante que comunicarle. De lo dicho no hay nada, ¿me entiende? De lo dicho no hay nada.

– Pues no le entiendo.

– Quiero decir, señor Ansúrez, que un día le hice una promesa y que hoy le anuncio mi imposibilidad de cumplirla.

– ¿Qué promesa? Porque me hizo usted tres o cuatro.

– Me refiero a los gastos de edición de su novela.