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En el antedespacho se oyó rumor de voces. «Será tu mujer. Que no me encuentre sentada.» Se levantó rápidamente: la mujer del Director abría la puerta sin llamar. «Sí, señor Director, lo tendré en cuenta», dijo ella. Al volverse, saludó a la que entraba: la mujer del Director casi no le respondió: se le quedó mirando el traje ceñido, las nalgas opulentas. «Y ésta, ¿quién es?»

La mujer del Director venía vestida de mujer de director y, sobre todo, perfumada como mujer de director. «Ya sabes, la señora de Ansúrez, ese matrimonio que tuve que emplear hace unos días.» «¿Y no la encuentras un poco llamativa? Tiene todo el aire de una buscona.» «Sí, quizás resulte un poco llamativa. Ya le recomendé que vistiera con más modestia, no a ella, claro, a su marido. Acaba de estar conmigo. Resulta que es un gran funcionario. Esa copa que ves ahí se la tomó conmigo. Porque una cosa es el marido y otra es ella, eso se ve a simple vista. Pero me temo que me la mandarán de secretaria ahora que ascienden a doña Julia. La vieja esa de ahí, ya sabes.»

La mujer del Director no se había fijado mucho en doña Julia, pero no quedó nada tranquila de que la señora de Ansúrez fuese a ocupar su puesto, y ni siquiera se calmó cuando su marido le dijo que haría todo lo posible por evitar aquella sustitución tan desproporcionada y sobre todo, tan poco conveniente para la buena marcha de la dirección del Banco; porque, ¿qué sabía nadie de la eficacia burocrática de una mujer tan llamativa, que comenzaría seguramente por poner flores en su mesa?

La señora del Director salió simulando tranquilidad, pero al pasar junto a doña Julia se creyó en el deber de besarla y de alabar la calidad de sus servicios, y de lo contentos que estaban, ella y su marido, de disponer de una secretaria tan eficaz y discreta; momento que aprovechó doña Julia para quejarse de lo olvidada que la tenían, que si patatín, y que si patatán, y que si a ella le constaba que otras empleadas del Banco tenían mejor sueldo que ella aunque eran más modernas y habían ocupado puestos de menos confianza.

De manera que la dicha doña Julia quedó muy contenta cuando el señor Director la mandó llamar, le dijo que se sentase. «¿Yo, señor Director?, ¿yo sentarme en su presencia?» «¿Y si yo se lo mando?» «¡Ah, bueno, eso es otra cosa», y le explicó que aquella misma mañana había acordado con el Jefe de personal ascenderle el sueldo y destinarla a un puesto de poco trabajo en el que pudiera esperar tranquilamente la llegada de la jubilación, que por cercana que estuviera no lo estaba tanto, y en los trámites siempre se podrían ganar un par de meses durante los cuales ella seguiría cobrando y cotizando, y ya se arreglarían las cosas para que se fuese a su casa, a gozar del merecido descanso, con la mayor jubilación posible; todo lo cual causó a doña Julia tal contento que se sintió comunicativa con el Director y, como no había a nadie que atender en la secretaría, le contó todos los chismes del Banco que habían llegado a sus narices y los que ella había conjeturado y lo que ya se sabía de la señora de Ansúrez, o lo que casi se sabía, y como el señor Director no diese muestras de cansancio, le espetó de carrerilla lo que le había contado la mujer de Rey Martínez, el director de El Progreso, que aunque fuera un periódico de izquierdas, la mujer del director era muy de derechas y muy piadosa, siempre rezando por su marido, y esta mujer, que no había mentido jamás, que se supiera, había recibido un paquete con unas bragas de mujer, no de lo honesto, de lo fino y provocativo, con un papel anónimo en que se le decía que aquella prenda había aparecido en el despacho del director del periódico, debajo de una butaca, tal como un viernes por la mañana, y siendo así que el jueves el susodicho lugar estaba vacío, que quién sería la pindonga que lo habría dejado allí, y que por qué y para qué se había quitado las bragas. Y resulta que la única mujer que aquel jueves, por la tarde, había visitado a Rey Martínez era la señora de Ansúrez, que entonces todavía no era sino Elisa Pérez, empleada de la Ca.ja y mujer de rompe y rasga. «De manera que hay que tener cuidado con ella, que se deja las bragas en cualquier rincón para comprometer a un hombre honrado.»