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– ¡Ah!

– Es decir, que ni directa ni indirectamente recibirá usted un solo céntimo de esta Casa para publicar ese libro.

Ansúrez pareció muy afectado por la noticia. Por lo menos no hizo ninguna manifestación externa de que le causase gran disgusto.

– ¿Es que no le importa? ¿Es que esto no le obliga a renunciar a la novela?

– Me obliga simplemente a cambiar mis planes. Si la Casa corría con los gastos de edición yo, es decir; el autor; gozaba de más libertad. De esta otra manera, necesito vender un número de ejemplares tal que me pague la edición. La novela será más gruesa, y contendrá chismes y cuentos de los que corren por el pueblo, o, al menos, de los que llegan hasta mí. Es la manera de hacer la novela atractiva para la mitad del pueblo, que desea o se regocija en las habladurías que se refieren a la otra mitad.

– Habla usted de dos mitades. ¿Se refiere a los civiles y a los militares?

– Evidentemente.

– ¿Y de cuál de las dos mitades piensa obtener el cebo necesario?

– Tengo hechos los cálculos: la capacidad de compra de los de uniforme oscila entre doscientos y trescientos ejemplares. La parte civil puede comprar hasta setecientos. Todo depende, naturalmente, del cebo que se le haya puesto a la novela. Los líos de los Almirantes son lo que más interesan en esta parte de la ciudad a la que usted y yo pertenecemos.

– Y esos líos, ¿existen?

– Si no existen, se inventan. Una novela lo admite todo, lo observado, lo visto, lo inventado.

– ¿Y no teme usted que la parte afectada le responda airadamente?

– Es un riesgo que se corre.

Don Leónidas, Presidente de la Caja, se remegió en su asiento presidencial. Por encima de él el retrato del Fundador de la Institución le imponía normas severas y crueles.

– Mientras pertenezca usted a la Caja, se librará usted muy mucho de inventarles líos a los Almirantes o de recordar acontecimientos pasados. A mí, me puede usted tratar como le plazca.

– Lo que menos interés tiene es precisamente lo que a usted le concierne. He llegado a esa conclusión tras muchas vueltas y revueltas. Por lo demás, contaré en la novela lo que recuerde, lo que se me ocurra y lo que sea capaz de inventar. Afortunadamente, ya no hay censura.

– Pero hay conveniencias -atajó rápidamente don Leónidas-, y las conveniencias, con censura o sin ella, tienen su precio. En nombre de esas conveniencias, yo le prohíbo a usted inventar o recordar nada referente a las gentes de uniforme.

Se había puesto de pie y las últimas palabras las dijo con solemnidad. Ansúrez se levantó también.

– Siento decirle, señor, que escribiré lo que me parezca, sin otro criterio que el mío particular.

– En ese caso considérese despedido a partir de la publicación de la novela.

Se dejó caer en el asiento.

Ansúrez permanecía de pie y, sin darse mucha cuenta de lo que hacía, se dejó arrastrar por la situación y por las palabras.

– ¿Y por qué esperar tanto tiempo?

– ¿Qué quiere usted decir?

– Que puesto que mi rebelión empieza ahora, ahora puede empezar mi despido.

– ¿Sabe usted lo que dice?

– Lo sé perfectamente.

Don Leónidas, puesto otra vez de pie, recobró la postura hierática y el hablar solemne.

– Queda usted despedido.

Ansúrez no se sintió fulminado ni arrugado ni pegado contra el asiento. Se limitó a responder:

– Si estudia usted lo que hemos dicho hasta ahora, reconocerá que no es usted el que me despide sino yo el que se va. Usted sigue siendo el Presidente de la Caja y yo soy un ex funcionario de la misma. Volvemos a ser iguales. El día que eche sobre esa mesa un libro recién impreso en el cual todo el mundo le reconocerá por su caricatura, habré recobrado mi superioridad. Que le vaya bien.

Abrió la puerta y salió al vestíbulo, donde don Remigio Díaz dormitaba sobre su mesa. No lo despertó.

Bajó en el ascensor. Batió con mucho ruido la puerta que daba al vestíbulo. Todas las cabezas se volvieron hacia él, y de una manera muy especial la de don Perico, que hubiera dado su nombre y su apellido por saber a qué venía aquella evidente falta de respeto. Ansúrez, antes de pasar por su mesa de trabajo, recogió el sombrero que colgaba con otros de la percha común; después, del interior de su mesa, recogió los libros que guardaba en un rincón y que le habían servido de entretenimiento en sus ocios inesperados: Poesías Completas, de Zorrilla. Las Doloras, de Campoamor, las Poesías, de Gaspar Núñez de Arce, y las de Vicente Medina… Con los libros en la mano, devolvió la mirada a don Perico, que le contemplaba atónito.