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– Sí, me voy. Lo siento por usted. Tendrá que mandarme sus epigramas por correo.

– Lo mismo digo.

– Ya llegaremos a un acuerdo. El que le lleve los míos podrá traerme los suyos.

Se acercaba, ante la expectación general, Elisa: los funcionarios de las ventanillas volvieron las cabezas.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Elisa con su voz más seductora; y don Perico pensó en lo que daría porque una mujer cualquiera, pero bonita y bien formada como Elisa, le hablase con aquella voz.

– He mandado al carajo al tío ese de arriba.

– ¿Así, como suena?

– Así como suena.

– ¿Y no le has llamado también hijo de puta?

– Pues mira, no se me ocurrió, y ahora ya es tarde para hacerlo: no creo que me reciba otra vez.

Don Perico los escuchaba alternativamente, moviendo la cabeza hacia el que hablaba.

– Pues tendré que hacerlo yo -dijo Elisa, resuelta.

– Si lo haces, quedarás despedida.

– Si tú lo estás ya, como supongo, ¿piensas que yo iba a seguir aquí? Me daré el gustazo de insultar al tío ese, y luego me iré a la competencia.

Hablaban por encima de don Perico. Éste sentía, en lo íntimo, dolor por no hacer otro tanto. Pero estaba casado y el día primero había que llevar a casa unos miles de pesetas.

CAPÍTULO XXIV

ELISA LE SOLTÓ AL PRESIDENTE todos los insultos que venían a cuento, más otros inapropiados que había oído en alguna parte y que ni siquiera figuraban en su repertorio consciente. Don Leónidas la había escuchado quietecito, sentado, desde el gran sillón presidencial. Cuando ella pronunció, o más bien gritó, el último de los exabruptos, él, muy tranquilo, le dijo:

– Ahora que te has desahogado, siéntate ahí y escúchame.

Elisa se sentó y cruzó las piernas: su actitud era desafiante y ofensiva, pero don Leónidas miraba por encima de ella hacia la salida, hacia la puerta, hacia el techo, hacia cualquier parte…

– El otro día no me quisiste escuchar y he pensado mucho en lo que te dije. Hoy puedo hacerte una proposición más concreta: una proposición que, si lo quieres, puede pasar por el notario. Una proposición casi honesta.

– ¿Y por qué no honesta del todo?

– Eso lo dejamos para dentro de unos años, cuando yo sea un viejo caduco y tú una cuarentona atractiva. ¿Te parece que siga?

– Di lo que quieras.

– Yo te pondría un piso en un lugar de las afueras, un piso decente y amplio, escogido por ti. Y te visitaría una vez por semana, como quien dice los fines de semana, y los días restantes podrías hacer lo que te diera la gana, incluso ponerme los cuernos, que yo lo admitiría con tal de que no fuera con ese repugnante Ansúrez que tienes ahora de novio.

– Y que será mi marido dentro de dos o tres días.

– Luego, ¿rechazas mi oferta?

– No le doy a mi padre ese disgusto, ni aunque me ofrezcas el oro y el moro.

– ¿Ni aunque te ofrezca casarme contigo, pongamos dentro de un mes? No creo que los trámites puedan arreglarse antes.

– Si fueras un Capitán de Fragata que me colocase en otro sitio, lo pensaría. Pero casarme contigo, ¿qué me reportaría? Las mañanas sin trabajo, aburridas…

Don Leónidas la interrumpió:

– … y muchas otras cosas. Por ejemplo, un automóvil.

– ¡Para lo que ibas a durarme! Un año o poco más. ¿Y los hijos, quién iba a ser el padre? Tú no eres capaz, desde luego. Y para hacerlos con otro… No quiero que a mis hijos los llamen hijos de puta.

– Todo eso tiene arreglo.

– Son arreglos que no me gustan. A lo que yo aspiro es a un matrimonio con todas las de la ley, correcto y estable. Un solo hombre para una sola mujer, que es lo que no te cabe a ti en la cabeza.

La mirada de don Leónidas dejó de vagar por el vigamen historiado del techo y se clavó en los ojos de Elisa. Ella quedo quieta y hasta dio un respingo.

– Después de esto -dijo él con toda seriedad- no pretenderás seguir en esta Casa.

– Me sobra dónde trabajan. Te consta.

– Es que no te daré informes.