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Elisa caminaba hacia el café donde la esperaba el Vate. «¡Ahí tienes!» Se sentó a su lado y juntos leyeron las insidias vertidas en aquellas páginas, cuya letra se correspondía a una máquina que el Vate conocía muy bien: que si había acudido al teatro todo el personal de la Caja, que si las señoritas que habían cantado a coro María de la O lo habían hecho muy bien, aunque alguna de ellas, una o dos nada más, resultaban un poco culonas, que no se lo disimulaba ni el traje de mulatas cubanas que habían elegido: todas muy ceñidas y con un gran lazo en la cabeza. «¡María de la O, hora es de llorar…!» La canción la había elegido don Ricardo Salas, que había estado en La Habana y había sido amigo -decía él, ¡vaya usted a saber!- del maestro Lecuona, y por eso… «Pues hasta ahora, todo va bien.» Sí, pero las insidias venían después: que si a las mujeres no les había hecho gracia la mención de las tetas, aunque fuesen las de la señora del Director, que eran unas tetas purificadas por un santo matrimonio público y solemne, con garantías de la virginidad de la contrayente -vox pópuli- y con exaltación de su pureza en los tiempos que vivimos, porque aquel ángel había seguido el ejemplo de su Modelo, aunque su pureza tuviese un destino tan terreno. Y a las de una mujer así no se le podían llamar tetas, ni siquiera pechos, sino mamas, palabra que designaba un objeto destinado a una función sublime, como reconocía el poeta, aunque no con las palabras apropiadas. «¡Pues el cabrito ese está algo enterado de lo que pasa! Discutimos, el Director y yo, lo de tetas y lo de pechos, pero de mamas no se habló nada, y ahí se cuela el autor del mamotreto, que, por cierto, está bastante mal escrito», dijo Ansúrez, y Elisa le respondió que bueno, que sería lo que fuese, pero que _ya no se publicaría, a no ser que… «¿A no ser que, qué?» «A no ser que lo corrijamos. La noticia en su conjunto no está mal.» «¿Y eso de los culos?» «Pues, se quita.» «Hay muchas más cosas que quitar y que añadir. Ahí no dice nada de que me entregarán una medalla.» «Pues lo ponemos.» Pero Ansúrez no sabía aún si la medalla sería de plata o de bronce… no digamos ya de oro, que salía muy caro. De plata o de bronce, que era lo `que había dicho el Director, aún sin determinar, o determinado ya, pero secreto, como última sorpresa.

Quedaron, pues, en que el mamotreto serviría de base a la noticia que publicaría La Verdad, firmada por Rincón, al día siguiente del acto, y no en El Progreso, el día anterior y sin firma. Después, Ansúrez acompañó a Elisa hasta su casa, y en el portal, sin hurtarse a nadie, le dio un casto beso en la mejilla, y ella subió las escaleras mientras él bajaba la calle; se metió en su despacho y se puso a escribir unas décimas sobre la limpieza urbana, que le había prometido al alcalde, y después fue a cenar el par de huevos fritos con patatas que le preparaba Aurora y que comía mientras su madre se tomaba el plato de verduras hervidas y aliñadas por la misma mano, y cuando hubieron terminado, y rezado su madre las preces nocturnas, él se retiró a su cuarto.

Lejos, se oía ajetrear a Aurora en la cocina. Ansúrez se puso el pijama y, ya en la cama, empezó a leer un texto narrativo de Pereda; no lo había terminado aún cuando entró Aurora, con el abrigo por encima del camisón, se quitó el abrigo y se metió en la cama. No se dijeron nada, pero trabajaron mucho, y a Aurora se le notaba más, por los suspiros que daba.

La conversación vino después: Aurora se quejaba, como siempre, de la madre de Ansúrez, que no había dios que la aguantase, de pesada que era, y de roñosa. «Como que no sé si ponerme al habla con esa que se va a casar contigo y prevenirla. Aunque, claro, como una es criada, y ella es señorita… ¡Me río yo de la señorita! Más pasada por las armas que una, y de puro vicio, que una lo hace por necesidad y por aquello del gusto, y no por nada malo, como sería el que quisiera casarme contigo, que bien pudiera hacerlo, y lo haría, si no fuese por la harpía de tu madre, que es eso, una verdadera harpía, aunque yo no sepa lo que es una harpía, pero que debe de ser una cosa muy mala… Y que una viene a esta cama por lo del gusto, y nada más. Y que puedes casarte con esa socia sin miedo, que yo no voy a armar el escándalo en la boda, porque a mí me sobra quien me dé gusto, sin ir más allá, hoy me tiró los tejos el dependiente de la tienda y a lo mejor se casa conmigo y la saca a una de esta esclavitud de servir, que hay que aguantar cada tía… y no lo digo esta vez por la señora, que todas son iguales…»