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Pero, ¿es en realidad exhaustivo dicho análisis? Sumemos todos los factores. Sí, casi lo es, puesto que dan 99,22%. No obstante ¿a qué corresponde el 0,78% restante?

No hay necesidad de seguir fatigando al lector con cifras. Sólo añadiremos que, mediante un análisis sumamente escrupuloso, pueden aún reunirse otras siete décimas de por ciento. Este 0,7% corresponde a los elementos: hidrógeno, calcio, cadmio, aluminio, magnesio, selenio, cloro, antimonio, carbono, fósforo, sodio, potasio, titanio y bismuto.

En resumen, hemos analizado la blenda, cuya composición debían integrarla el zinc y el azufre, y encontramos ya 23 elementos. Pero, eso aún no es todo. Queda todavía cerca del 0,1%. En esa décima de por ciento se hallan presentes otros 23 elementos. No pensamos enumerarlos todos. Nos limitaremos a señalar que entre ellos figuran el germanio, el indio y el oro cuyo porcentaje en la blenda es, aproximadamente, 0,0005%. Y lo más curioso es que esos 23 elementos no totalizan con exactitud el 0,08%. Queda todavía un residuo de cerca de una milésima de por ciento. Para determinar a qué correspondía esta milésima hubo que recurrir, precisamente, a todos aquellos delicados métodos de investigación que hemos descrito en los capítulos precedentes. Y como resultado se estableció, con absoluta seguridad, que en dicha milésima de por ciento estaban representados otros 30 elementos químicos.

Setenta y seis elementos en total. Es decir, casi toda la tabla de Mendeleiev en un pedacito de blenda.

Y este mineral no constituye ninguna excepción. Que el lector no se crea que hemos aducido dicho ejemplo debido a que sólo la blenda presenta esta notoria particularidad. Ni mucho menos. La experimentación ha demostrado que en todos los minerales sometidos a investigación se pueden descubrir tantos elementos químicos como en dicha blenda.

Del estudio de los minerales se pasó al de otros objetos. Y descubrióse que, cualquier cosa que fuese sometida a escrupuloso análisis, lo mismo si era un trocito de creta o una porción de leche de vaca, un cenicero o un martillo, un cuaderno o un cazo de cocina, en todas ellas se podían hallar casi todos los elementos del Sistema Periódico. Como en el caso de la blenda, el contenido de algunos totalizará varias decenas de «tantos por ciento, el de otros, será de décimas de tanto por ciento, y el de los terceros estará representado por guarismos situados más allá del quinto o sexto lugar a la derecha de la coma decimal, ya que su valor no pasa de una cienmilésima de por ciento, siendo con frecuencia todavía menor.

Una cienmilésima de por ciento es muy poca cosa. Si se conociera, por ejemplo, que un mineral determinado contiene esa proporción de un elemento cualquiera, habría que tratar diez mil kilogramos del mismo para obtener un solo gramo del elemento dado. De ahí que sería absurdo, por ejemplo, intentar la obtención de oro a partir de la blenda, aunque su presencia en la misma se haya establecido con absoluta certeza.

Es evidente que si los químicos no hubieran dispuesto de métodos analíticos tan sensibles, no se habría podido establecer el interesantísimo hecho que hoy en día se conoce como el fenómeno de la omnipresencia de los elementos químicos.

Por supuesto, hubo que alcanzar una maestría cercana al virtuosismo para encontrar la forma de descubrir los elementos cuya presencia se expresa en diezmilésimas o cienmilésimas de por ciento. Y esta maestría no fue adquirida en vano, puesto que el arte de saber operar con cantidades tan imperceptibles de la materia redundó en descubrimientos científicos de una importancia tal, que aún dentro de varios siglos los seguirán considerando sorprendentes. Sí. sorprendentes. Ni siquiera el más exigente de Los lectores podrá acusarnos de haber empleado un calificativo desafortunado, cuando conozca los problemas que vamos a exponer en las partes siguientes de este libro.

La Alquimia del siglo XX

Una historia vasco-francesa

Los verdaderos alquimistas no se pasaban el día encerrados en lóbregos sótanos de bajo techo; por lo general, trabajaban al aire libre. Eran hombres de lo más corriente, y muchos, incluso alegres. No todos, ni mucho menos, lucían luengas barbas. Y, desde luego, eran poquísimos los que tenían en su laboratorio una cosa tan tétrica como es un cráneo humano. ¡No, los alquimistas no eran en absoluto como gustan de presentárnolos los pintores de nuestros días!

Tampoco eran los farsantes descritos por autores de libros y cuentos acerca de la Química de la Edad Media. El afán de riquezas no hubiera podido ser nunca, y menos, durante largos siglos, el móvil de la Ciencia. Porque es indudable que la alquimia fue una Ciencia. Por supuesto, entre los alquimistas había quien se interesaba, ante todo, por el oro. También había simples truhanes, que se dedicaban a engañar a los gobernantes crédulos. En libros y revistas antiguos hemos leído un sinfín de historias sobre picaros de este tipo. Y debemos señalar que ninguno de ellos acabó sus días de muerte natural. Unos, al descubrirse sus fraudes, morían en la horca; otros, después del primer experimento “feliz”, eran ejecutados por orden de los reyes, temerosos de que el poseedor del “secreto” huyera y ofreciese sus servicios al duque vecino; los terceros agonizaban lentamente, atormentados por la Santa Inquisición.

Pero se ha escrito muy poco, y no sabemos por qué, acerca de aquellos alquimistas que trabajaban descretamente en sus laboratorios caseros. Si buscaban la “piedra filosofal” no era sólo por su propiedad de transmutar en oro los demás metales. En ella veían ante todo un medio de curación de las enfermedades y de prolongación de la vida. Esos ignorados peones de la alquimia escribieron precisamente tratados aligo cómicos para nosotros, pero cargados de sentido para ellos, tales como “De la virtud y la composición del agua”. ¡Sí, sí, la virtud también era considerada uno de los objetos de la alquimia!

Mientras los picaros, encubriéndose con el título de alquimistas, buscaban las formas de engañar con habilidad a los gobernantes codiciosos y de pocas luces, los verdaderos alquimistas trabajaban con tesón, disolviendo, agitando, destilando, calcinando y haciendo, en consecuencia, valiosas aportaciones para la futura Química.

Podríamos empezar consignando que los alquimistas decuplicaron el número de los compuestos conocidos por la Ciencia, en comparación con e¡l de los conocidos en la época helénica, y que desarrollaron procedimientos importantísimos para actuar sobre una substancia o mezcla de substancias a fin de provocar una reacción química. Dichos procedimientos siguen empleándose en nuestros días, y casi sin modificación alguna. Los alquimistas inventaron los aparatos químicos más diversos. Muchos de los utensilios y aparatos que se usan actualmente en los laboratorios químicos más modernos, no se diferencian apenas de los que adornaban el laboratorio del alquimista; por ejemplo, los matraces, embudos, retortas, aparatos de destilación, etc. Y a los alquimistas debemos también el descubrimiento de los ácidos más importantes, de muchos compuestos orgánicos y del método de la destilación seca de la madera.

Al empezar a tratar de la Alquimia del siglo XX, consideramos que nuestro primer deber es brindar al lector una idea justa de la genuina alquimia y persuadirle de que a la palabra “alquimista” no se le debe dar un sentido denigrante. Y hemos pensado que una magnífica ilustración de lo dicho sería el relato acerca del fraile benedictino Lorenzo Picard.

Conocimos el caso casualmente, al hojear un viejo libro alemán publicado en 1809, que contenía diversos datos sobre la historia de las Ciencias Naturales. En las gruesas páginas de aquel libro, que el tiempo había carcomido, fue donde leimos la historia del monje Lorenzo Picard. Por supuesto que allí se relataban los hechos en el tono seco, acentuadamente im/parcial, que por aquel entonces era considerado el único aceptable en las obras científicas. Pero los detalles se podían leer, como suele decirse, “entre líneas”. Así que, veamos la historia.