– Entiéndeme bien, Annette -dijo-. Napoleón es un hombre que no tiene futuro. Lo odian en todo el mundo. Si te casaras con él, tu suerte quedaría ligada a la de un pirata que siempre arriesga el todo por el todo…
Yo no la escuchaba.
– Y esa María Luisa, ¿qué edad tiene? -pregunté.
– No lo sé. Veinte años, creo… Está completamente dentro de la norma… Ella le dará todos los hijos que quiera… Cuando se enteró de la elección de Napoleón, Alejandro le encargó a nuestro embajador en París, Kurakin, que felicitara al emperador de los franceses por su decisión.
– ¿Era necesario?
– ¡Indispensable! El fracaso de un plan de unión familiar entre Francia y Rusia no debe echar a perder las relaciones entre nuestros países, ¡ya son bastante complicadas así como están! La cuestión polaca no está realmente terminada. El estrechamiento de los vínculos de Francia con Austria puede ser el comienzo de un cambio político de París hacia nosotros. Eso no me preocupa más de la cuenta. Aunque algunas mentes obtusas puedan pensar que acabamos de sufrir una ofensa, y que ahora Napoleón nos va a mostrar los dientes, tengo la conciencia tranquila: al proteger a mi hija menor, amenazada por un casamiento monstruoso, he salvado a nuestra patria al mismo tiempo que nuestro honor.
Yo no estaba convencida. Para mí, no habían abandonado el proyecto por mi corta edad, sino por las injustas prevenciones de mi madre contra el emperador de Francia. Me había sacrificado a su humor antinapoleónico. So pretexto de ahorrarme un porvenir funesto, había destruido mi primer gran sueño de juventud. Por su culpa, no sería yo, sino María Luisa de Austria, quien entraría en las Tullerías y compartiría la gloria de aquel ante quien se inclinaban las más antiguas testas coronadas de Europa. Sin embargo, mi naturaleza me impedía rebelarme contra una decisión materna, aunque tuviera que sufrir por ello toda la vida. El respeto filial me paralizaba hasta el punto de quitarme toda personalidad. Así y todo, me atreví a preguntar:
– ¿El emperador Francisco de Austria ha dado su consentimiento?
– ¡Con toda su alma! Está demasiado contento por asegurar la paz en ese sentido, después del revés que sufrió.
– ¿Y cuándo se realizará la boda?
– Lo más pronto posible. Napoleón tiene prisa, como siempre. Supongo que en dos o tres meses el asunto estará resuelto.
– Sin duda, la ceremonia tendrá lugar en París…
– Sin duda.
Yo hervía de despecho, de celos, de vergüenza, de ira. Incapaz de seguir la conversación, clavé la mirada en la nieve del camino, bajo mis pies. Esa radiante blancura contrastaba con mis negros pensamientos. Lo que agravaba mi pesar era la convicción de que las negociaciones matrimoniales, llevadas a cabo entre bambalinas, se habían convertido en un secreto a voces. Todo el país sabía ya que los dos rechazos habían sido simultáneos, que si bien la gran duquesa había desestimado a Napoleón, éste también había descalificado a la gran duquesa de Rusia. En San Petersburgo y en Moscú, algunos consideraban que la reacción francesa constituía una afrenta irreparable. Se hablaba de un “escupitajo en el sagrado rostro de la patria”. Sin embargo, mi madre me apretó el brazo y me dijo con insólita alegría:
– ¡Me siento rejuvenecida! Todo se arregló de la mejor manera.
Como siempre, no había entendido nada.
Durante las semanas siguientes, logré calmarme un poco, gracias a los afectuosos consejos de Natalia. Pero en marzo y abril de 1810, los ecos de las fiestas parisinas en honor del matrimonio entre Napoleón y María Luisa volvieron a atormentarme. En Gachina se comentaba la entusiasta acogida del pueblo francés a la nueva soberana. No pude evitar pensar que yo debí estar en su lugar. Todo lo que contribuía a la fama de esa mujer significaba para mí un agravio personal. Adivinando mi conmoción, mi hermana Catalina me escribió para decirme que compartía el punto de vista de nuestra madre, que en su entorno todos se burlaban de esas contorsiones francesas frente a la esposa austríaca de Napoleón, y que ella, de haber estado en su lugar, hubiera preferido ser una costurera a domicilio en San Petersburgo que una emperatriz en París. Yo sabía que Catalina había formado en Tver una pequeña corte intelectual, dominada por el historiador Karamzin, y proclamaba en cuanta oportunidad se le presentaba la excelencia de la tradición rusa frente a las mentiras del extranjero. Al felicitarme por no haber entrado en la cama de Napoleón, no hacía más que responder a su obsesión patriótica. Le escribí una carta para agradecerle su interés, y le aseguré que todas esas complicaciones político-sentimentales me tenían sin cuidado.
También Nicolás, enterado de las negociaciones de última hora con Caulaincourt, me comunicó que se sentía feliz de no tener por cuñado a un “canalla coronado”. En medio de la satisfacción general, simulé sentirme aliviada. Por otra parte, poco a poco esa actitud fingida empezó a volverse natural. Me resigné otra vez a mi papel de gran duquesa ni muy bonita ni muy astuta, a la espera de que la entregaran, atada de pies y manos, a algún príncipe de tercer rango.
Un año más tarde, al enterarme de que María Luisa acababa de darle un hijo a Napoleón, y que Francia estaba alborozada por la noticia, mi herida volvió a abrirse. Pero, una vez más, oculté ni dolor. Ni siquiera Natalia se enteró. Alejandro le escribió una carta al feliz padre para saludarlo por ese nacimiento. Mi madre me dijo: “Para Napoleón es como otra de sus hazañas. ¡Cuando pienso que esa criatura pudo haber nacido de tus entrañas, todavía tiemblo! ¿Cuál será su destino, con un padre que no es más que un jugador dispuesto a sacrificar miles de vidas humanas por un pedazo de tierra? Es muy meritorio que Alejandro haya podido contener su furia frente a las múltiples injusticias de ese personaje. ¡Yo no tendría tanta paciencia!”.
En efecto, desde hacía algún tiempo, Napoleón se movía muy rápido. Llamó a París al excelente Caulaincourt, que había hecho todo lo posible por allanar las dificultades entre nuestros países, y nombró en su lugar como embajador al general de Lauriston. Lo lamenté, porque el recién llegado no significaba nada para mí, mientras que había puesto muchas esperanzas en su predecesor. Francia me volvía a resultar lejana e incomprensible. ¿Era María Luisa quien envenenaba la atmósfera que rodeaba al emperador de los franceses? Mientras Alejandro se esforzaba por modernizar las estructuras de Rusia por medio de reformas liberales, siguiendo los consejos de su flamante ministro del Interior, Mijail Speranski, Napoleón volvía a poner en práctica su avidez por las conquistas.
La anexión de Holanda y las ciudades hanseáticas llevó al paroxismo la irritación de los rusos. Sobre todo porque, entre los territorios tomados por Francia, figuraba el pequeño ducado de Oldenburgo, cuyo duque no era otro que el suegro de Catalina. Un insulto más a Rusia.
Indignado por esos actos de bandolerismo, Alejandro dejó de respetar el bloqueo instituido por Napoleón: se acercó a los ingleses, inició tratativas con la Suecia de Bernadotte, y empezó a prestar oídos a las exhortaciones bélicas de Catalina y de una camarilla de cortesanos. Yo oía en todas partes expresiones de odio contra “el Ogro Corso”. Debo admitir que en el terreno político, era una persona bastante indecisa. Como rusa, les daba la razón a los que se indignaban ante la petulancia napoleónica, pero, como mujer, no podía evitar admirar al hombre cuyo genio sometía a la mitad del mundo a su ley de hierro. Por supuesto, guardaba este sentimiento para mí, y en público me unía a los defensores del orgullo nacional escarnecido. Pronto su alianza se hizo tan poderosa que en marzo de 1812 consiguieron que echaran al prudente Speranski, quien era, según decían, partidario de la conciliación con Occidente. La destitución y el exilio del ex ministro a Nijni-Novgorod fueron saludados por el público como una primera victoria sobre los franceses. Yo también fingí alegrarme. Sin embargo temía que, de tropiezo en tropiezo, fuéramos arrastrados a una guerra más larga y sangrienta que las anteriores. Nicolás, que ahora lucía el uniforme de coronel de un regimiento de la Guardia, no hacía más que soñar con batallas. Sobre su labio superior ya aparecía una pelusilla, y se jactaba de sus dieciséis años. A mí me parecía que era víctima de una incoherencia pueril; después de todo, no había vivido. ¡En cambio, yo sí! Estaba tan convencida de eso que una tarde de abril, mientras paseaba por el parque con Natalia, suspiré: