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– En el fondo, ¿sabes?, creo que si muriera mañana me iría con la impresión de tener detrás de mí un largo pasado…

– No olvide nunca lo que acaba de decirme -replicó ella enseguida-. Algún día se reirá mucho de esto.

Y ella misma se rió con ganas, con un tono ligero, echando la cabeza hacia atrás.

El parque empezaba apenas a despertarse del invierno. En algunos árboles ya se veían brotes. Los jardineros rastrillaban y limpiaban los caminos. Un vaho primaveral flotaba en el aire sereno. Las gaviotas revoloteaban piando sobre el lago. Era difícil creer en la desgracia, en medio de esa naturaleza plácida.

Una música marcial de pífanos y tambores me arrancó de mi ensueño. Un regimiento hacía maniobras en el otro extremo del parque. Sin duda se aprestaba a partir para ocuparse de la defensa de las fronteras. Había mucho movimiento de tropas en esa época. Natalia quiso ir a ver a los soldados de cerca. Yo me negué. Mi intuición me decía que esos desfiles, que tanto me gustaba contemplar en el pasado, habían perdido su carácter pintoresco para convertirse en símbolos de la muerte. Volvimos al palacio. Cuando entré, mi madre me dijo que Alejandro se preparaba para viajar de San Petersburgo a Vilna, para estar cerca de los ejércitos.

– ¿Entonces, es la guerra? -exclamé.

– De ninguna manera -dijo ella-. ¿No sabes acaso que precisamente para evitar la guerra hay que mostrar nuestra fuerza al enemigo?

Intenté creerle. Pero estaba tan ansiosa que entré en la capilla del palacio y oré para que Alejandro y Napoleón, olvidando mi frustrado casamiento y el rencor que se tenían desde entonces, hicieran la paz incluso antes de desenfundar. Poco después, por orden de su emperador, el general de Lauriston retiró sus cartas credenciales y partió sin dar explicaciones.

5

Desde los primeros enfrentamientos, la desilusión fue completa. En todas partes, nuestras tropas, menos numerosas y peor equipadas que las de Napoleón, se batían en retirada. Frente a esos primeros reveses, Alejandro, aconsejado por la implacable Catalina, renunció a dirigir en persona las operaciones, y se dirigió a Moscú para exhortar al pueblo a una lucha sin cuartel. La antigua capital lo recibió con entusiasmo. Mientras bajaba por la escalera de honor del Kremlin, centenares de manos se tendían hacia él para tocarlo, como si fuera una reliquia. Se mezclaban las plegarias y los vítores. En la catedral, el obispo le aseguró al zar que su causa era la causa de Dios. Un manifiesto redactado por Shishkov, el reemplazante de Speranski, proclamaba la guerra nacional contra el Anticristo. En el papel, parecían estar reunidas todas las condiciones para la victoria. En la realidad, crecía el temor en las ciudades y aún más en el campo.

En cuanto regresó a San Petersburgo, Alejandro se enteró de que las tropas de Oudinot marchaban sobre la capital. Afortunadamente, detuvieron su avance en los alrededores de Pskov. Pero en otros frentes se producían verdaderos desastres. Los regimientos rusos se dislocaban, los campesinos quemaban sus cosechas, Vitebsk fue abandonado, Smolensk cayó, a pesar de una resistencia heroica, y los defensores se retiraron, incendiando la ciudad tras ellos. Esta vez, Moscú se encontraba bajo la amenaza directa del avance francés. Nuestro ilustre general Barclay de Tolly, considerado el responsable de ese fracaso, fue relevado de su puesto de mando y reemplazado por el viejo y tuerto Kutuzov, héroe de las guerras contra Turquía. En el Palacio de Invierno, la mayoría de nuestros conocidos se alegraron por ese nombramiento, porque Kutuzov, ruso hasta la médula, ferviente ortodoxo y estratego sagaz, era respetado por sus soldados como un jefe valiente, más capaz que nadie para dirigirlos y comprenderlos. Ahora, todas las esperanzas se cifraban en él.

Me permitieron asistir a la partida de las tropas de refuerzo hacia la zona de combates. Varios escuadrones de caballería desfilaron por las calles. Pero eso no se parecía en nada a un desfile. Los oficiales marchaban en uniforme de fajina. Los rostros de la mayoría de los hombres mostraban cansancio y resignación. Sólo los cosacos se mantenían erguidos sobre sus cabalgaduras. Todos eran barbudos y cantaban empuñando sus lanzas. La multitud se persignaba a su paso.

Los habitantes de Moscú, que habían huido de la ciudad para escapar del enemigo, contaban que, para mayor seguridad, habían escrito, en francés, sobre la fachada de sus casas, algunas expresiones propiciatorias, como: “Por favor, señores franceses, déjenme mis bienes. Cuento con su generosidad en la guerra”.

En la corte, el odio contra los franceses era de rigor. Todos maldecían en francés al “Ogro insaciable”. Las mujeres, aunque se vestían con modistas francesas, coronaban en forma ostensible sus cabezas con el kokóshnik, la diadema nacional, y los hombres evitaban beber vinos franceses. Madame de Staël, que se había refugiado en Rusia para huir de la venganza de Napoleón, recibió una bienvenida principesca. Como todo el mundo, yo manifestaba en forma ruidosa mi patriotismo. Mi sentimiento íntimo era más complejo. Por supuesto, sufría en carne propia el hecho de que el suelo de mi país fuera hollado por la bota del invasor, pero al mismo tiempo, me sentía extrañamente turbada por la idea de que Napoleón se estaba acercando a nuestras murallas. Para mí, ese personaje detestado por todos y a quien nadie podía oponer resistencia, pertenecía al reino de los mitos. El que llegaba era una leyenda viviente, rodeada de detonaciones, humaredas, rayos y sangre. ¿Qué esperaba conseguir al someter a Rusia? ¿Más gloria, una expansión de su imperio ya inmenso?

Una noche, durante uno de mis insomnios, se me cruzó por la mente una idea loca: furioso por no haberse podido casar conmigo, Napoleón quería castigar a los que se habían opuesto a nuestra unión. Saltando por encima de miles de cadáveres, pretendía arrebatarme por la fuerza del seno de mi familia. Al resistírsele, no habían hecho otra cosa que picar su amor propio. Y al ser inaccesible, yo me volvía indispensable para él. Me raptaría, como los bárbaros de las estepas se llevan, según dicen, a sus novias en la grupa de sus caballos. La idea del secuestro me horrorizaba y me seducía a la vez. Mientras divagaba en las tinieblas de mi dormitorio, imaginaba futuros imposibles: Napoleón le dictaba su ley a Alejandro, firmaban la paz -cuya única condición era que yo partiera hacia París del brazo del vencedor-, Napoleón repudiaba a María Luisa, que era enviada de vuelta a Austria con su retoño, yo me convertía en emperatriz, y nueve meses más tarde, le daba a Francia un hijo mitad ruso, mitad francés, prenda de una amistad eterna entre nuestros países. Al llegar a ese punto de mis ensoñaciones, me serenaba. ¿Qué más iría a inventar? Yo le importaba un bledo a Napoleón. Mientras me dejaba llevar por ilusiones reconfortantes, él mataba a mis compatriotas. ¡Así eran las cosas!

Día tras día, la distancia entre el ejército francés y Moscú disminuía. Catalina, tan valiente para hablar, hizo sus maletas y huyó de Tver a Yaroslavl. Estaba embarazada, y no sabía aún dónde daría a luz. “En cualquier parte -me escribió- ¡pero lejos de la pestilencia francesa!”. Mientras tanto, los habitantes de Moscú dejaban vacía la ciudad. Las mansiones señoriales eran evacuadas una tras otra. Se habían terminado los bailes, las cenas, los paseos por las alamedas. Las iglesias estaban atestadas de fieles. El nuevo gobernador general, Rostopchin, cubrió las paredes de carteles patrióticos y distribuyó armas entre el populacho para el combate supremo. En San Petersburgo, todos contenían la respiración esperando el choque decisivo frente a Moscú. Sin duda alguna, Kutuzov defendería ese santuario de la tradición rusa y les infligiría a los franceses una derrota de la que no podrían recuperarse.