Y entonces ocurrió Borodino. Las primeras informaciones sobre los resultados de la batalla fueron tan satisfactorias que Alejandro aprovechó la celebración de su santo, el 30 de agosto, para hacer leer después del Tedeum cantado en la catedral de San Alejandro Nevski, el boletín optimista de Kutuzov. Él asistió en persona a esa celebración, rodeado por su familia, y todos fuimos aclamados por la multitud que se agolpaba a lo largo de la avenida Nevski. En el camino de regreso, después del almuerzo ritual con el metropolita, se reanudaron las ovaciones de la multitud a nuestro paso. La noticia de la victoria se había difundido por la ciudad, y toda la gente se precipitó a nuestro encuentro para expresarnos su júbilo y su orgullo. Nuestro carruaje avanzaba al paso lento de los caballos, y yo sentí de una manera física, en la piel, el amor del pueblo por su tierra, por su pasado, por su zar. En ese momento, yo misma me encontraba en el punto más alto del entusiasmo patriótico. Pero fue sólo una llamarada. Muy pronto, otros mensajes nos hicieron saber que el resultado de la batalla de Borodino había sido incierto, que el ejército ruso, desangrado, se había replegado a otras posiciones, y que las tropas de Napoleón acababan de entrar en la ciudad. Ya todos los altos personajes habían huido de Moscú. Largas caravanas, en las que alternaban las carrozas con las carretas, recorrían los caminos lodosos. La gente se llevaba ropa, muebles, vajilla, cuadros… Los caballos se esforzaban arrastrando cargamentos de toda clase. Al ver ese éxodo, los campesinos se persignaban como al paso de un cortejo fúnebre. Las rutas estaban tan atestadas que los refugiados necesitaban semanas para llegar a San Petersburgo. Algunos se detenían a medio camino entre ambas capitales para buscar asilo en casa de algún pariente o amigo.
Entre el público, el entusiasmo inicial dio paso a la consternación y la rabia. A Kutuzov, que entretanto había sido elevado a la dignidad de mariscal de campo, lo trataron abiertamente de incapaz. Algunos observadores recelosos veían espías hasta en los pasillos del palacio. La lista de muertos aumentaba día tras día. No había una sola familia que no estuviera de duelo. Los ánimos estaban tan alterados que para el aniversario de la coronación de Alejandro, su entorno le rogó que no se dirigiera a la catedral de Kazan a caballo, como era su costumbre, sino que lo hiciera en la carroza de la emperatriz. Él aceptó de mala gana.
Sentada en mi carruaje, al lado de mis hermanos Nicolás y Miguel, vi a través de las ventanillas a una multitud considerable, paralizada en la inmovilidad y el silencio de la reprobación. Esas mismas personas que nos habían aclamado en agosto, nos hacían responsables del desastre nacional en septiembre. Mientras subíamos por la escalinata de la iglesia, entre dos filas de espectadores mudos, pude medir la inconstancia del sentimiento popular. Labios apretados, miradas frías; era como si esos desconocidos sólo se hubieran reunido allí para condenarnos. El único sonido que se oía en esa escena irreal era el de nuestros pasos sobre las baldosas. Para todos, la caída de Moscú significaba la pérdida de Rusia.
Mi madre, Rumiantsev y mi hermano Constantino sólo veían una posibilidad de salvación en una rápida negociación con Bonaparte. En cambio, Catalina tenía, como siempre, una actitud beligerante. Desde Yaroslavl, le escribió innumerables cartas a Alejandro para suplicarle que continuara la lucha hasta el final. Entre esas exigencias contradictorias, Alejandro se sentía desbordado. Finalmente, optó por la firmeza. Incluso dijo en mi presencia: “Si es necesario, seguiré el combate en Laponia, en Siberia… No hay conciliación posible con Napoleón. ¡Es él o yo, Rusia o Francia!”. Preveía que después de descansar en Moscú, el Gran Ejército se lanzaría con todo su peso sobre San Petersburgo. ¿No era acaso la continuación lógica del plan francés? Todo el mundo estaba persuadido de ello.
Con esa perspectiva, el zar había ordenado ya que se trasladaran los archivos, el tesoro, imperial, los hospitales, la escuela militar, el liceo de Sarskoie Selo y el Instituto de las Jóvenes Nobles, y planeaba enviar la flota a Inglaterra, mientras que él se replegaría con su familia en Arjanguelsk… Las chimeneas de los edificios públicos humeaban sin cesar por la enorme cantidad de papeles que se quemaban. Los allegados al trono exigían incluso que se retirara de su pedestal de granito la estatua ecuestre de Pedro el Grande para transportarla a un lugar seguro. Ni una sola obra de arte, ni un solo documento oficial debía caer en manos de los bandidos franceses. Desde el más encumbrado de los señores hasta la última de las doncellas de palacio, la corte imperial estaba con los nervios de punta y hacía sus maletas.
Se reunieron los carruajes disponibles frente a las casas preparadas para la mudanza. En el Neva y en sus canales, una flotilla de barcas, cargadas con muebles y equipajes, esperaba la primera alerta para zarpar. Yo sentía que vivía con los pies en el aire. ¿Tendríamos tiempo de partir o, presos en esa trampa, caeríamos en poder de Napoleón? Y en caso de que nos tomara prisioneros, ¿cómo sería mi encuentro con él? Temblando, me imaginaba frente a frente con el minotauro. Nunca me había visto, y ahora yo aparecía ante él no como su prometida, sino como una cautiva. Su mirada de águila recorría en detalle mi humilde persona y la evaluaba. Toda la familia estaba reunida en la sala del trono, pero él sólo me miraba a mí. Me desperté de ese espejismo delante de Natalia, que me observaba con sorpresa.
– ¿Qué le ocurre, Su Alteza Imperial? -me preguntó-. ¡Está muy pálida!
– ¡Son todos estos sucesos, que me perturban! -respondí.
– ¿Tiene miedo de que Napoleón llegue hasta aquí?
– Sí, sí… ¡Sería terrible!… El fin de Rusia, el fin de nuestra dinastía, el fin del mundo…
Mientras decía esto, mi corazón palpitaba con una esperanza sacrílega. Trataba de representarme al Napoleón de carne y hueso. De acuerdo con el medallón que había visto, era un hombre barrigón, con ojos de buitre. Pero a mí no me importaba demasiado su aspecto físico. Sólo me interesaba la aureola que iluminaba su frente. ¿Acaso Júpiter era hermoso? Y sin embargo, todas las ninfas sucumbían ante él. ¿Qué esperaba para manifestarse? Pasaban los días, y él no se movía ni un milímetro. Acantonado en Moscú, reflexionaba, reagrupaba sus fuerzas antes de asestar el golpe.
Algunas noticias se filtraban hasta nosotros desde la vieja ciudad despoblada y hambrienta. Se hablaba de desórdenes, riñas, saqueos, profanaciones de iglesias. Y de pronto, llegó esta información aterradora: ¡Moscú estaba en llamas! ¿Quién había provocado el incendio? ¿Habría sido instigado por Napoleón, por el gobernador Rostopchin, o por algún patriota furioso? ¡La ciudad entera ardía! Como la mayoría de las casas era de madera, el fuego alcanzó tales proporciones que no se podía apagar con los medios habituales. Si no cedía el viento, toda la capital, cuna de la civilización ortodoxa, sería reducida a cenizas. En opinión del pueblo, eran los franceses quienes, por espíritu de venganza, habían decidido quemar ese símbolo de la resistencia rusa. Después de tal sacrilegio, era evidente que no se podía tener ninguna clase de trato con ellos. Al llevar a cabo ese acto de barbarie, se habían excluido a sí mismos de la comunidad cristiana. ¡Impíos, paganos!
En la gigantesca hoguera de Moscú se multiplicaban los robos, las violaciones, los asesinatos, los saqueos. Las calles estaban a merced de bandas de borrachos, desertores y presos que habían salido de las cárceles. Los miles de fugitivos que habían logrado huir de allí y llegaban a San Petersburgo contaban con lujo de detalles los crímenes de la soldadesca francesa. Frente a esos desdichados que lo habían perdido todo, nosotros, que por el momento estábamos a salvo del cataclismo, casi teníamos vergüenza de nuestra buena suerte. En las mansiones más ricas, la gente se apretujaba para dar lugar a los refugiados. Y se preparaba para compartir, tarde o temprano, en alguna hospitalaria ciudad del Gran Norte, su destino de ex notables reducidos a la mendicidad. Mientras esperábamos esa trágica migración, nos ofrecíamos el amargo placer de algunos últimos bailes y algunas últimas cenas con música. Durante esas reuniones al mismo tiempo frívolas y patrióticas, todos mandábamos a los franceses al diablo; en francés. “¡Viva Rusia!”, gritaban todos. “¡Muera Francia!” Se había puesto de moda un juego que consistía en inventar suplicios para Napoleón. Cuando me preguntaron qué clase de tortura le infligiría al monstruo Bonaparte, contesté: “Me gustaría que ese criminal se ahogara en las lágrimas que hizo derramar”. Todo el mundo aplaudió. Los invitados bebieron champán francés por la realización de mi deseo. Me sentí bastante confundida al ver que me felicitaban por una propuesta tan poco sincera. La verdad es que, aunque deploraba las desgracias de mi patria, no lograba odiar al responsable de ellas. ¿Acaso se puede odiar al granizo que destruye las cosechas, o al rayo que mata al pastor en la llanura? ¿De qué sirve amenazar con el puño a las nubes? Napoleón era un fenómeno natural. Estaba más allá del bien y del mal.