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Mientras seguía conversando y sonriendo a mi alrededor, otra idea me atormentaba. Me preguntaba si el cataclismo bíblico que azotaba al país no sería el castigo del crimen que Alejandro había cometido al dejar que asesinaran a nuestro padre. Sí, una maldición divina se ocultaba detrás del drama ruso. El pueblo pagaba con su sangre el pecado inicial de su soberano.

Hasta el final de la comida, no pude liberarme de esa obsesión. Todos se levantaron de la mesa. El baile comenzó con gran alegría. Yo no tuve el valor de bailar esa noche. Todos los hombres que veía girar al son de la música me parecían cadáveres en suspenso, y todas las mujeres me parecían viudas. El joven Valery Znamenski se acercó y me dijo que debía marcharse al día siguiente, para unirse a su regimiento. En su rostro de niño había una expresión de orgullo que me hizo mal. A su pedido, le regalé una cinta rosa que adornaba la manga de mi vestido. Prometió atarla a la empuñadura de su sable. Le sonreí, pero tuve el presentimiento de que esa baratija terminaría en un ataúd.

Mi hermano Nicolás vino a decirme, furioso, que nuestra madre le había prohibido enrolarse en el ejército. Tenía apenas dieciséis años. Le hice entender que era demasiado joven para tomar parte en los combates, y que la familia imperial tenía demasiadas responsabilidades, por ser un símbolo dinástico, como para que uno de sus miembros se expusiera a los azares de la guerra. Pero él no quería oír nada, y lamentaba no poder estrangular a Napoleón con sus propias manos. La impericia de Kutuzov lo indignaba. Atrincherado en el campamento de Tarutino, en el sur de Moscú, el mariscal de campo no hacía otra cosa que vigilar los movimientos del ejército napoleónico, obstruirle el acceso a las opulentas provincias del centro y controlar el camino de retirada de Smolensk. Su acción se limitaba a algunas escaramuzas que diezmaban a las unidades francesas, sin aniquilarlas. Lo ayudaban en esas operaciones de hostigamiento algunos milicianos y guerrilleros que provenían de los campos circundantes. Junto al ejército regular, había ahora algunos hidalgos rurales provistos de fusiles de caza, y campesinos que empuñaban picos, hachas y hoces. Todo eso le parecía a Nicolás muy simpático, pero poco eficaz. ¿De veras esperaba el viejo Kutuzov desalentar a Napoleón con esos breves ataques contra los jinetes que se aventuraban a salir de la ciudad? ¿No se arriesgaba, por el contrario, a exasperarlo e impulsarlo a salir de su guarida moscovita para caer sobre San Petersburgo como un gavilán sobre su presa?

Yo compartía los temores de mi hermano. En mi opinión, era absolutamente necesario que Kutuzov librara una gran batalla contra Napoleón para impedirle marchar sobre la capital. Es cierto que San Petersburgo se encontraba a más de seiscientas verstas de Moscú. Pero las distancias no le importaban a ese conquistador que se había calzado en forma definitiva las botas de las siete leguas. Si Kutuzov no intervenía a tiempo, en pocos días Napoleón tomaría las tres cuartas partes de Rusia, haciéndonos retroceder a los sobrevivientes hasta los hielos del polo ártico. ¡Y pensar que todo eso pudo haberse evitado si mi madre hubiera aceptado que me casara con él! En un platillo de la balanza, una joven gran duquesa con la cabeza llena de sueños insensatos, y en el otro, una pila de cuerpos sangrantes y ruinas calcinadas… Nicolás seguía perorando con suficiencia:

– Si Kutuzov ataca Moscú por el sur, Napoleón no resistirá ni cuarenta y ocho horas. Sus tropas no están abastecidas. ¡No tiene municiones!

– ¿Y nosotros? -pregunté.

– Tampoco. Pero nosotros somos fuertes porque defendemos nuestro territorio. ¡Y la valentía del soldado ruso es proverbial! ¡Te apuesto a que antes de fin de año los franceses habrán sido expulsados de Rusia!

– Apuesto -dije.

– ¿Qué me darás si gano?

– Un rublo de plata.

– ¡Es poco!

– En una apuesta entre hermanos, lo que importa es la intención.

Me dio una palmada en la mano, como en la feria. Encontré fuerzas para reír. Yo me sentía muy cerca de mis dos hermanos menores, Nicolás y Miguel. Los tres formábamos una cofradía, a la que habíamos bautizado “Triopatía”. Como símbolo de pertenencia a esa pequeña sociedad secreta, cada uno llevaba un anillo fetiche en el dedo. A pesar de la confianza que reinaba entre los miembros de la Triopatía, nunca me hubiera atrevido a compartir con Nicolás o Miguel mis extravagantes ideas sobre Napoleón. Al disimular de ese modo mis verdaderos sentimientos, sentía que era la traidora de la familia. Me odiaba a mí misma por mi duplicidad, y no sabía cómo remediarla. La verdad era que sólo me sentía feliz en la soledad de mi cuarto. Después de mi breve conversación con Nicolás, estaba impaciente por abandonar la fiesta, regresar a mi dormitorio y cerrar bien la puerta.

Esa noche, al ir a dormir, tuve la premonición de que al despertarme por la mañana recibiría la noticia de la ofensiva de Napoleón sobre San Petersburgo. Pero el día siguiente transcurrió sin que se registrara ningún movimiento de tropas en el bando francés. Napoleón seguía indeciso, y Kutuzov se hacía el distraído. Cada hora que pasaba agravaba la ansiedad en la capital. El miedo se mezclaba con la superstición. Los criados del palacio hablaban de ciertas señales nefastas que anunciaban el apocalipsis. Algunos afirmaban que la luna se había ocultado, a la medianoche, tras una nube de color sangre; otros, que en casa de una mujer de los suburbios, que decía ser bruja, había nacido un becerro de dos cabezas, y otros, que un monje del convento San Alejandro Nevski había tenido la visión de un barco que descendía por el río cargado de íconos con los ojos agujereados.

Sin embargo, Napoleón le envió un mensaje a Alejandro, en el que lo invitaba a adoptar una actitud conciliadora, y Kutuzov recibió en el campamento de Tarutino a un emisario oficial del emperador de los franceses que le propuso una tregua para preparar la paz. Sin duda alguna, se trataba de maniobras de distracción. Ni Alejandro ni Kutuzov se llamaban a engaño. Yo lo lamenté. Incluso se me ocurrió la idea de escribirle en secreto a Napoleón, para suplicarle que abandonara la partida. Sin pensarlo más, me abalancé sobre el papel. Todavía recuerdo en forma aproximada los términos de esa extravagante misiva: “Señor, me dirijo a usted, con absoluta espontaneidad, sin que lo sepa mi familia. Las desdichas de mi país me confieren esta audacia, y también el recuerdo de haber estado yo situada, por un instante, en su gloriosa ruta. En nombre de todos los muertos de su ejército y del nuestro, le imploro que detenga la masacre. Dado que ya hizo usted un largo camino para instalarse en el centro de Rusia, siga un poco más y venga a San Petersburgo, pero no como un vencedor que reclama sus derechos, sino más bien como un viejo amigo, como un invitado interesado en contemplar las bellezas de nuestra capital y conocer el alma de sus habitantes. La paz es posible, incluso después de matanzas como las que hemos soportado. Si se muestra usted comprensivo, estoy convencida de que mi hermano, el emperador Alejandro, se sentirá feliz de tenderle la mano. Encontrará usted un terreno de entendimiento que dejará a salvo el honor de ambas partes. Y yo, sobre quien una vez se dignó usted a posar su mirada, le estaré eternamente agradecida por haber abierto su corazón. Espero que mi débil voz logre llegar a usted por encima del fragor de las armas. El pudor que le corresponde tener a una persona de mi condición debería impedirme enviarle esta súplica, pero el amor a mi patria me obliga a transgredir las reglas de las buenas maneras. Si usted responde a este extraño pedido, la admiración que he sentido en el pasado por Su Majestad se verá justificada por siempre”.