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Al releer mi carta, me asombré de mi audacia, mi torpeza y mi ingenuidad, y arrojé las hojas al fuego. Pero no podía dejar de pensar. Empecé a preguntarme si mi vocación no era más bien la de ir al lugar en que se encontraba Napoleón, como lo hizo Judith con Holofernes. En vez de cortarle la cabeza al enemigo de mi pueblo, yo me limitaría a seducirlo para que me llevara a París como único botín de sus campañas.

Por supuesto, renuncié a esa idea absurda, así como a la de la carta. En realidad, los sueños descabellados que me visitaban de improviso me ayudaban a soportar la realidad cotidiana. En el Palacio de Invierno, la vida se desarrollaba con una regularidad que no lograba ocultar del todo la turbación de los amos y los sirvientes. Nada había cambiado en nuestras costumbres y, sin embargo, todos se decían para sus adentros que el decorado podía cambiar bruscamente de un momento a otro, que era posible que los criados huyeran, los armarios se vaciaran y toda la corte se trasladara, tal cual estaba, a los confines del imperio. Esa sensación de inseguridad era al mismo tiempo aterradora y atractiva. Llevada por el fluir de los días, me preparaba, en cuerpo y alma, para algún acontecimiento grandioso. Me sentía suspendida en el vacío. Apenas existía. Mañana comenzaría todo. Pero ¿quién tomaría la decisión? ¿Mi madre, Alejandro, Napoleón, yo misma? Preferí pensar que sería Dios.

6

Un día de octubre de 1812, mi madre me pidió, por primera vez, que la acompañara en una de sus visitas a los hospitales de la ciudad. Ella solía ir de tanto en tanto a levantarles la moral a los heridos. Para todos los lisiados de Rusia, mi madre encarnaba la benevolencia imperial, y por nada del mundo hubiera dejado de cumplir ella esas obligaciones de “hermana de la caridad”. Por mi parte, tenía miedo de no poder dominar mi horror ante el espectáculo de tanta desolación. Cuando entré en la amplia sala común, me sofocó el olor a mugre, orina y gangrena que se desprendía de esos cuerpos tendidos unos junto a otros. Algunos estaban acostados en el suelo sobre un simple jergón, y otros yacían de a cuatro sobre una especie de tarima de madera que hacía las veces de cama, con una sola manta para todo el grupo. Mis ojos pasaban de una cabeza envuelta en vendajes manchados de sangre, al muñón de un brazo o de una pierna cubierto por trapos sucios y deshilachados. De ese muestrario de miseria brotaba un concierto de toses, gemidos, estertores y palabrotas. Y en cuanto nosotras atravesábamos el umbral, se hacía el silencio. Nos flanqueaban médicos y enfermeras, que frente a cada paciente nos daban explicaciones que yo apenas entendía. Me sentía desfallecer bajo el peso de un centenar de miradas afiebradas fijas en mi rostro. Detrás de esos despojos humanos, imaginaba la violencia de la masacre, el sufrimiento de los cuerpos destrozados, los desgarradores llamados a los camilleros en los campos de batalla, al caer la noche. Me sentía avergonzada por mi vestido demasiado elegante. Y también por mi buena salud. Todas las personas sanas de la capital me parecían culpables; acababa de descubrir el infierno de los hospitales. Mi madre adivinó mi turbación, y me lanzó una mirada severa: una gran duquesa sólo debía conmoverse con moderación. Me forcé a sonreír, mientras la compasión me cerraba la garganta.

Los oficiales heridos se encontraban en la sala contigua. Era tan terrible verlos y olían tan mal como los soldados rasos. Sin el uniforme, no existían diferencias entre los grados. ¿Quién era responsable de esa carnicería? ¿Alejandro? ¿Napoleón? Ni siquiera me atrevía a preguntármelo. De pronto, frente a mí, Rusia tenía un nuevo rostro: el de un joven al que le habían amputado una pierna, y que intentaba erguirse sobre sus codos para mostrar aplomo frente a las visitantes imperiales. Un subteniente, sin duda. Apenas mayor que mi hermano Nicolás. Su cara imberbe estaba roja de turbación, como si nos estuviera pidiendo perdón por la camisa sucia, por su olor y, tal vez, por su pierna amputada. Era evidente que, para él, nosotras éramos como una aparición celestial. Quizás esperara vernos partir en una nube. Oí que mi madre pronunciaba las palabras de rigor:

– ¿Cuál es su nombre, su grado?

– Corneta Fédor Mijáilovich Golubiakin -balbuceó.

– ¿Qué edad tiene?

– Diecinueve años, Su Majestad Imperial.

– ¿Cuándo lo hirieron?

– Hace doce días.

– ¿Lo socorrieron de inmediato?… ¿Avisaron a su familia?… Su conducta bajo el fuego del enemigo seguramente le valdrá una recompensa…

En ese momento, se produjeron movimientos cerca de la puerta. Había llegado un correo del palacio, que traía un mensaje urgente de parte del zar para Su Majestad la emperatriz viuda. Mi madre abrió el sello del sobre, leyó rápidamente la carta, y un resplandor de triunfo brilló en sus pupilas. Con el cuerpo erguido y el mentón en alto, dijo con voz fuerte, para que todos la oyeran:

– Su Majestad el emperador me informa que, según el último boletín del mariscal de campo Kutuzov, recibido en el palacio, Napoleón abandonó Moscú. El ejército francés, exhausto y desorganizado, renunció a marchar sobre San Petersburgo y se dirige hacia el sur. Nuestras valientes tropas hostigan a los fugitivos en su retirada. Dios nos ha oído. ¡Rusia está a salvo!

Hubo un segundo de muda estupefacción. Y súbitamente, un inmenso “¡hurra!” salió de todas las gargantas. El corneta Golubiakin, con los ojos encendidos, gritaba más fuerte que los demás. Mi madre se persignó. Todos los presentes la imitaron, susurrando una bendición. Reían, lloraban, los vecinos de cama se felicitaban. Era como si todos esos inválidos hubieran recuperado el uso de sus miembros.

En un abrir y cerrar de ojos, la noticia dio la vuelta al hospital. Vino el capellán. De inmediato, se organizó una plegaria pública. Mientras el sacerdote oficiaba en el medio de la sala, traté de comprender el significado del acontecimiento. Una equívoca melancolía se mezclaba con mi felicidad. Había desaparecido el peligro, pero también mi sueño. La única posibilidad que tenía de encontrarme con Napoleón me había sido bruscamente arrebatada. Al alejarse de San Petersburgo, se alejaba de mí. Por segunda vez, incumplía su compromiso en la víspera de la cita. Aunque trataba de decirme a mí misma que mi pesar era absurdo, que lo único importante era la liberación de Moscú, que mi posición me obligaba a alegrarme junto con todo el país por las derrotas del invasor, en el fondo de mi corazón persistía el malestar. Un ayudante del sacerdote hacía oscilar el incensario. Ahora el dulce perfume del incienso se mezclaba con los olores medicinales. Cuando finalizó la ceremonia, mi madre ordenó distribuir una ración de vodka entre todos los heridos del hospital. Luego nos retiramos, en medio de un murmullo de gratitud.