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Su tono era tan perentorio que me resultó chocante. ¿Dónde había quedado el gentil Alejandro de antaño? ¿Tanto lo habían cambiado las fiestas en su honor y el trato con los extranjeros? Parecía cansado, de vuelta de todo, y como insatisfecho por haber alcanzado el objetivo que se había fijado. Se decía que el hartazgo de la gloria lo había acercado a Dios. Reconocía la vanidad de toda empresa humana, y ahora buscaba los motivos de su presencia en esta tierra en especulaciones místicas. Me di cuenta de que, a pesar de mis diecinueve años, él me consideraba una niña cuyas pequeñas borrascas sentimentales no podían tener mayores consecuencias. Cuando yo creía tocar su corazón, chocaba contra una pared. Ya no tenía hermano. Después de intercambiar algunas trivialidades, me dejó ahí plantada, impaciente por mezclarse con personas de alto nivel.

Al mes siguiente, hubo gran agitación en la corte, porque Alejandro se disponía a asistir al famoso Congreso de Viena, que se había organizado para restablecer el equilibrio de Europa tras la caída de Napoleón. Rusia, Austria, Prusia y Gran Bretaña tenían prisa por repartirse los despojos del vencido. Nuestro país estaba representado por Nesselrode. Junto a él se encontraban Metternich, Hardenberg, Castlereagh y, enfrente, el viejo zorro de Talleyrand. Se realizaron grandes festejos en la ciudad, en torno a la mesa de negociaciones. Para darle más brillo a la reunión de jefes de Estado, la emperatriz Isabel, aunque poco afecta a las manifestaciones mundanas, se avino a reunirse con su esposo. A mí me alegró no estar invitada a esa gozosa danza sobre el cadáver de Francia.

Al marcharse el emperador, y luego la emperatriz, sentí al mismo tiempo un profundo vacío y una feliz liberación. Para huir del calor de la capital, mi madre me llevó con ella a Pavlovsk. Nos instalamos en el castillo. Todos los días, daba un paseo por el parque con Natalia. El universo me parecía sumido en un letargo fascinante. El tiempo se había detenido. Me olvidé del duque de Berry, y hasta de Napoleón. Volví a la época de la despreocupación y casi de la inocencia. Durante una de esas caminatas matutinas, Natalia me reveló su nuevo secreto. Un tal Cyril Pétrovich Sudarski, modesto secretario del Ministerio de Relaciones Exteriores, la había pedido en matrimonio. Tenía veintiocho años y era un hombre apuesto. Los padres de ambos estaban de acuerdo con la boda. Desde luego, no se trataba de un partido demasiado brillante, pero Natalia ya no era tan joven. Y además, como declaró bajando la vista, estaba enamorada. Igual que él, sin duda.

– Nos amamos, Su Alteza Imperial. ¡Y eso es lo más importante!

Escuché con emoción esa frase mágica en su simplicidad. ¿Por qué no podía elegir yo también como futuro marido a un hombre sin título, pero que me gustara? ¿Por qué estaba condenada a casarme con príncipes que no tenían nada para seducirme, fuera de su posición política? En ese momento, mi alcurnia me pareció una maldición del cielo. Envidié a Natalia por su prosaica felicidad. Ya en confianza, me dijo en voz baja:

– ¡Si usted supiera qué dulce y atento es conmigo! Además, es alto, rubio, tiene ojos de color gris verdoso. Cuando estoy con él, me siento libre de todas mis preocupaciones, liviana, liviana…

Contuve una sonrisa. ¡Qué dulce tontería la de esas palabras enamoradas! ¡Cómo me hubiera gustado poder pronunciar, a mi vez, esa clase de necedades con tanto fervor! Y ella ni siquiera era bonita, con su nariz afilada, sus ojos minúsculos y labios pálidos y agrietados. Forzando la conversación, pregunté:

– ¿Ya te besó?

– Sí -susurró, guiñando un ojo.

– ¿Lo hace a menudo?

– Cada vez que nos encontramos a solas.

– ¿Y te gusta?

– ¡Es el paraíso!

Ningún hombre había rozado nunca mis labios con un beso. Tuve la impresión de que me faltaba lo mejor de la vida. La exhibición de las alegrías sentimentales de Natalia me hacía daño. Pero ella no parecía dispuesta a detenerse. ¿Cuántas intimidades más me asestaría? Interrumpí su entusiasmo en forma abrupta:

– ¿Ya fijaron la fecha de la boda?

– El próximo invierno, supongo… Dada mi situación en la corte, debería pedirle permiso a Su Majestad Imperial, su madre…

– Hablaré con ella -dije con esfuerzo-. Ella me escuchará…

Me temblaba la voz. Desvié la mirada para dejar de ver el rostro extasiado de Natalia. Estábamos a mediados de septiembre. Un calor tormentoso se abatía sobre el parque de espesa vegetación. Grises nubes desgreñadas atravesaban el cielo azul. Se oyó el ruido de un trueno, tan amortiguado que parecía el arrullo de una colonia de palomas. Detrás de los follajes espesos y secos se delineaban la cúpula y la columnata en semicírculo del castillo. Todo eso se veía tan sólido, tan bien plantado, tan cotidiano, que los sueños huían por sí mismos frente a la inconmovible arquitectura de la realidad. Nos sentamos en un banco. Tomé la mano de Natalia y murmuré:

– Te deseo toda la felicidad, querida mía.

– ¡Yo también le deseo toda la felicidad, Su Alteza Imperial! -exclamó ella, lanzándome una mirada llena de gratitud.

– ¿Con quién? -pregunté con amargura-. ¿Con el duque de Berry? ¿Con un príncipe austríaco, inglés, prusiano, a quien nunca habré visto? No existe felicidad posible para una persona como yo, Natalia. Lo que me salva es soñar despierta. En mi mente, lo puedo todo. En mi vida diaria, nada…

El viento fresco procedente del lago traía un olor cenagoso. Las arboledas parecían más oscuras y como invadidas por la noche, a pesar de que el cielo aún estaba claro. El trueno se acercaba. Llovería.

– Volvamos -dije.

En el camino de regreso, Natalia me preguntó:

– ¿Cuándo cree que le podrá hablar de mí a Su Majestad la emperatriz madre?

– Esta misma tarde -respondí. Y pensé, con el pecho oprimido de tristeza: “¡Qué prisa tiene! ¡Qué suerte tiene!”. Cuando subíamos por la escalinata, nos mojaron las primeras gotas de un tibio aguacero.

8

Todos los días me alegraba de no haber sido invitada a las ceremonias del Congreso de Viena. Las cartas de mi hermana Catalina, que, por su parte, se había trasladado allí como corresponde a una estrella de la vida cosmopolita, estaban llenas de chismes absurdos y reflexiones políticas aberrantes. De página en página, recortaba el mapa de Europa. ¡Cómo había cambiado mi Catalina desde los tiempos de mi infancia! ¿Qué era lo que había alterado sus nervios, sus dos maternidades o su viudez? Su exaltación patriótica y su fatuidad la alejaban de mí. También era posible que yo no hubiera podido perdonarle su sistemática animosidad contra Napoleón. En Viena, ella se sentía perfectamente a sus anchas en un ambiente de reyes, príncipes y mujeres que brillaban por su belleza o su ingenio. La competencia acicateaba su deseo de seducir. Me contaba con orgullo sus éxitos con muchos de los diplomáticos que revoloteaban a su alrededor como abejas alrededor de un pote de mermelada. A través de sus relatos, adivinaba que en esa capital sumergida en la locura, la política y las intrigas amorosas se confundían en una espiral interminable. Mientras los delegados plenipotenciarios reunidos en sus sesiones peroraban, reñían, se reconciliaban e intercambiaban sonrisas preparando al mismo tiempo nuevos ataques solapados unos contra otros, sus colaboradores y colaboradoras, convertidos en soplones, vigilaban a los allegados de los amos del mundo. Todo ese mundillo que pululaba en torno a la mesa de conferencias estaba allí sólo para espiar y divertirse. La propia Catalina me confesó que los banquetes, los espectáculos y los bailes eran excelentes oportunidades para enterarse de las intenciones de los diferentes participantes del congreso. Según ella, algunas mujeres llevaban hasta las sábanas el arte de sonsacarle información a su vecino de mesa o a su compañero de baile. Sin seguir el ejemplo de esas licenciosas criaturas, Catalina decía que era capaz de seducir a quienes la rodeaban, y más de una vez le había revelado a Alejandro secretos arrancados a prusianos, austríacos, ingleses e incluso franceses demasiado galantes. Él se lo agradecía riendo, y le aseguraba que ella sola le era más útil que los siete miembros de la delegación rusa. La llamaba “mi Talleyrand con faldas”, y Catalina se sentía tan halagada que me lo repetía hasta el hartazgo en sus cartas. También me contó que Alejandro se pavoneaba en Viena delante de las mujeres bonitas, y engañaba en forma desvergonzada a la emperatriz con ésta o aquélla, pero que la propia Isabel Alexéievna, ganada por el coqueteo del ambiente, había reanudado tiernas relaciones con su antiguo pretendiente, el príncipe Adam Czartoryski.