El momento de gloria de Catalina fue el 24 de noviembre de 1814, en la fiesta de su onomástico. Asistieron a ella dos emperadores, cuatro reyes y treinta príncipes reinantes. El zar y la zarina presidieron los festejos. Se sirvió la cena en cincuenta mesas de seis cubiertos cada una, a la luz de una enorme cantidad de velas. Catalina estaba tan emocionada por ese homenaje que me transcribió en detalle el menú, decididamente internacionaclass="underline" esturiones del Volga, ostras de Cancale y Ostende, trufas de Périgord, naranjas de Palermo, ananás provenientes de los invernaderos imperiales de Moscú… Como yo estaba al margen de todas esas orgías, me molestaba la frivolidad de una sociedad más interesada en divertirse que en reconstruir Europa. Después de la cena, hubo baile. Todos bailaron y charlaron hasta la madrugada. Catalina dijo que esa fiesta fue el regalo más hermoso que había recibido en su vida.
Con todo, las negociaciones avanzaban, en realidad, pero no en el sentido que deseaba Alejandro. Gracias a las maniobras de Talleyrand, Rusia se encontró aislada frente a Austria e Inglaterra. Regateaban con nosotros el futuro de Polonia, cuyo zar quería edificar un reino sometido a su autoridad. También se discutía mucho sobre la necesidad de alejar a Napoleón de las costas mediterráneas. Su presencia en las cercanías de Córcega era, decían, preocupante para los países vecinos. Catalina compartía esa opinión. Según ella, cuanto más lejos estuviera Napoleón del teatro de sus antiguas hazañas, menos peligroso sería, y más rápido lo olvidarían.
A mí me parecía ridícula su obsesión por endurecer las condiciones de cautiverio de un hombre que quizá se había equivocado, pero cuya inteligencia y cuya autoridad habían maravillado a todo el mundo durante mucho tiempo. En su última carta, había otro pasaje perturbador. Me escribía que otra vez se hablaba, en el entorno de Alejandro, sobre una posible boda entre el duque de Berry y yo. De acuerdo con algunos rumores, Luis XVIII aceptaba la idea de esa unión, con la condición de que me convirtiera al catolicismo, incluso antes de entrar en Francia. Indignada, fui de inmediato a ver a mi madre para discutir ese problema.
Me recibió en su antecámara. Su expresión circunspecta me advirtió que ya estaba al corriente de todo. En efecto, una carta de Alejandro acababa de informarle que se había retomado ese proyecto que yo creía abandonado. Como de costumbre, me hizo sentar, me pidió que me calmara y me invitó a beber algunos sorbos de té bien caliente antes de pasar a las “cuestiones importantes”. Cuando me repuse, me confirmó que dos de nuestros representantes más eminentes en Viena, Nesselrode y Pozzo di Borgo, habían hablado con Talleyrand sobre el tema. Sólo se trataba de rumores de embajadas, me dijo mi madre. Al parecer, Alejandro se había resignado finalmente a esa posibilidad, pero exigía que mi cambio de religión tuviera lugar después de mi boda con el duque de Berry, mientras que el rey de Francia insistía en que se realizara antes. Al oír esas palabras, estallé de ira. Sentía que me querían arrancar de mi tierra rusa, de nuestras iglesias, de nuestros sacerdotes y de nuestras fiestas litúrgicas, para arrojarme a los pies de un príncipe impío.
– ¡No tengo el menor deseo de cambiar de religión, ni antes ni después de mi casamiento! -exclamé.
– No abjurarás al convertirte, pues seguirías siendo cristiana -me dijo mi madre.
– ¡Quiero conservar la fe de mi infancia!
– El rey Enrique IV, que era protestante, se bautizó católico para poder ocupar el trono de Francia. Y todo el mundo está de acuerdo en que fue un excelente soberano. ¿Tendrás más escrúpulos que él?
– ¡Yo no ambiciono ninguna posición elevada, ningún título, ninguna corona!
– Pero otros lo ambicionan en tu nombre.
– ¿Es tan importante para mí ser la esposa de ese duque de Berry a quien no conozco, y que jamás me vio?
– Lo quieras o no, el interés de Rusia siempre estará por encima del tuyo, querida Annette…
– ¡Pero el interés de Rusia, al que también yo soy leal, puede variar de un día para el otro, madre!
– En efecto. Quizá mañana te hable de otra manera. La verdad es que tu pretendiente nos conviene en este momento, pero su prestigio está a merced de las circunstancias.
– ¡Así lo espero, con todas mis fuerzas!
Me acarició la mejilla con el dorso de la mano.
– Yo también lo espero. Este matrimonio con el duque de Berry es una carta que juega Alejandro frente a Austria e Inglaterra. ¡Eso es todo!
Respiré aliviada. Nada estaba decidido todavía. Con un poco de suerte, podría eludir a la Francia de Luis XVIII. Una vez más, admiré la sangre fría que mostraba mi madre en las situaciones más delicadas. A los cincuenta y cinco años, era una mujer fresca, robusta, dominadora, pero con un aire agradable y casi diría seductor. Mi hermano Constantino la comparaba con una torta alemana recién sacada del horno.
De improviso, María Fedórovna frunció el ceño.
– ¡Ven, Annette! -me dijo.
Se levantó y me llevó a su cuarto. Abrió un escritorio, sacó una pequeña caja de ébano y, levantando la tapa, me mostró una banda militar con flecos dorados, que descansaba sobre el fondo de terciopelo azul.
– ¿Qué es? -pregunté.
– La banda de mando con la que los oficiales traidores estrangularon a tu padre -respondió, con una súbita dureza en la mirada-. Ese mismo día, supe quiénes eran los culpables y quién había permitido que se perpetrara ese asesinato. Y sin embargo, fingí creer, como toda la corte, como todo el país, que el emperador Pablo I había muerto de un ataque de apoplejía. Si me tragué mi indignación y mi rencor fue para evitar un escándalo en las gradas del trono, una ruptura en el orden sucesorio, una conmoción que hubiera podido convertirse en una revolución palaciega. Olvidé mi legítima ira para no pensar más que en el futuro de Rusia. Cada vez que siento la tentación de hacer prevalecer mi interés personal por encima del interés del país, contemplo esta banda, y recupero la paz, la razón. Tú, Annette, debes seguir mi ejemplo. Las almas iluminadas por el deber de Estado no escatiman ningún sacrificio. Tú eres una de esas almas. Te corresponde obedecer cualquier cosa que te exija la política, como yo obedecí la consigna de silencio en torno al asesinato de mi marido. Toma esta banda. Es tuya. Cuando te invada algún deseo egoísta, alguna veleidad de independencia, mírala. El solo hecho de verla te procurará la fuerza necesaria para superar tus dudas.
Me tendió la banda. La tomé en mis manos con un temor reverencial. Me pareció que a través de esa tira que había estrangulado a mi padre, participaba de su espanto en el momento de su último estertor. Como si al morir le hubiera conferido vida a ese simple trozo de tela. Como si algo de su dolor, de su locura, hubiera quedado enredado en la trama. Sin darme cuenta, me llevé la banda a los labios. Un leve olor a polvo, a moho, se desprendía de ella. Pero para mí “olía” a mi padre. Volví a verme sentada a sus pies, jugando con muñequitos de madera, mientras el peluquero empolvaba su peluca. Tenía entonces seis años, y los adultos decidían todo por mí. Eso no había cambiado.
– Está bien -dijo mi madre-. Ahora me quedo tranquila: no volverás a rebelarte.