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En la familia, nadie hizo la menor alusión a las circunstancias del drama. La versión de la muerte natural era oficialmente admitida por el pueblo, la corte y el ejército. Los autores del regicidio no habían sido castigados: a lo sumo, fueron despachados, por un tiempo, a sus tierras. Y en el país liberado, todos trataban de olvidar la época negra y se alegraban por el advenimiento al trono del joven y magnífico Alejandro I.

No obstante, todavía hoy, cuando han pasado tantos años desde esos acontecimientos, me resulta imposible librarme de un doloroso sentimiento de culpa. La idea de ese parricidio, más o menos deseado, me obsesiona como si yo también fuera responsable. Detrás del noble rostro de Alejandro, imagino la expresión de horror de mi padre, a quien esas bestias persiguieron por toda la habitación, acorralaron, golpearon y estrangularon. De pronto me parece que todo el pasado de nuestra familia está salpicado de sangre y barro. Y que a nuestro alrededor hay un clima de deferencia hipócrita, como si el emperador Pablo I hubiera fallecido apaciblemente en su cama.

Para la fiesta de la coronación de Alejandro, en el mes de septiembre del mismo año, mi madre nos llevó a Moscú, a mi hermano Nicolás y a mí, aunque éramos pequeños. De esas solemnes jornadas, sólo guardé el recuerdo de la enorme cantidad de gente que se agolpaba en torno a la carroza en la que viajamos, con nuestras institutrices, por las calles de la segunda capital. Rostros alborozados danzaban detrás de las ventanillas del coche. De todos los pechos salían sonoros vítores. Los hombres y las mujeres se persignaban al paso del nuevo zar. Él iba a caballo, con su uniforme de gala. Le besaban las botas, la grupa de su cabalgadura. Lo aclamaban como el “sol luminoso” que disiparía las tinieblas de la época de Pablo I. También saludaban a su hermano Constantino, el segundo en la línea sucesoria; a la emperatriz reinante, Isabel Alexéievna; a la emperatriz madre, María Fedórovna; a mi hermana mayor Catalina, refulgente como una alhaja en su vestido de ceremonia, y a nosotros, los hijos más pequeños del difunto zar. Toda la familia integraba, como era debido, el cortejo, y tenía derecho a la adoración de la multitud. Pero yo percibía vagamente que ese exceso de amor constituía una amenaza. Me pegué al hombro de la vieja condesa de Lieven para buscar protección del entusiasmo de esos desconocidos que vociferaban al vernos. En cambio Nicolás, aunque tenía un año y medio menos que yo, se divertía mucho con el alboroto de la ciudad. Saltaba en su asiento, les sacaba la lengua a las personas que se acercaban demasiado al carruaje, y no hacía ningún caso de las amonestaciones de la condesa de Lieven y miss Lyon. Incluso durante la ceremonia de la consagración, dio vuelta la cabeza hacia todos lados en lugar de rezar. La misa me pareció interminable, a pesar de la belleza de los cantos y el esplendor de los trajes. Quería regresar cuanto antes a San Petersburgo, a mi habitación, a mis costumbres, a mis muñecas. Después de esas horas deslumbrantes, todo volvió a la normalidad.

El otro gran acontecimiento de mi vida fue el aprendizaje de la danza, que hice al mismo tiempo que mi hermano Nicolás, como corresponde a los niños de alto linaje. Nuestro maestro en la materia era el simpático monsieur Le Pic. Nos instruía incansablemente en las finezas del minué, la gavota y el “menuet à la reine”. Otros maestros nos enseñaban, con una severidad implacable, por supuesto, ruso, historia, geografía, literatura general, aritmética, latín, y muchas cosas más. Todo esto bajo la dirección del alemán Storch y la supervisión de la condesa de Lieven. Storch era redondo por donde se lo mirara, y tenía el pelo cortado como un cepillo. Me parecía un relojero suizo, aunque nunca había visto ninguno. Tenía toda la ciencia del mundo en su cabeza. Y sabía despertar mi interés por los temas más complicados. Cuando disertaba en un tono doctoral con su mirada suave, que se filtraba a través de las gafas enmarcadas en oro, yo sentía deseos de volverme tan sabia como él para agradarle. Por otra parte, mis progresos en las diferentes disciplinas de su competencia eran bastante rápidos. Pero, para una señorita de buena condición, lo más importante era hablar bien el francés. Me perfeccionaba en ese idioma con un exiliado amanerado y conversador, monsieur du Puget Dyverdon. Junto con las sutilezas del vocabulario y de la gramática, nos enseñaba el odio a la revolución, que había desfigurado y ensangrentado a su patria. Definía a los sans-culottes como “tigres” o “carniceros”. A él le debo el hecho de expresarme aún hoy con más facilidad en francés que en ruso. Por eso, fue muy natural que decidiera redactar mis Memorias en francés.

En esa época, mi madre se instaló con nosotros, sus hijos más pequeños, en el triste palacio de Gachina, a unas cincuenta verstas de la capital. Era la residencia preferida de mi padre. Allí estaban los mejores recuerdos de María Fedórovna. Además, tenía la esperanza de poder controlar mejor nuestra educación en ese severo retiro que en San Petersburgo, un lugar de intrigas, maledicencia y frivolidad. En Gachina, las niñas y los varones íbamos creciendo juntos, lejos de los rumores del mundo. Yo sentía afecto por mi pequeño hermano Nicolás, pero a él sólo le interesaban los juegos bélicos. Su pasión era vestirse con un uniforme, tocar el tambor y soplar una trompeta marchando a paso militar. Solía arrastrar a nuestro hermano menor, Miguel, a organizar escaramuzas entre los soldados de plomo y los de porcelana. Le habían regalado una casa en miniatura. Enseguida la rodeó de pequeñas figuras de madera de colores, que eran centinelas. Para él, un edificio, cualquiera fuera, debía ser militarmente custodiado. En cuanto a las niñas de la familia, María y Catalina, eran demasiado grandes para interesarse en nuestras chiquilladas. Las dos mayores, Alejandra y Elena, ya no vivían en la casa: la primera se había casado con José, archiduque de Austria, palatino de Hungría, y la segunda, con Federico Luis, príncipe heredero de Mecklenburgo-Schwerin. Ambas murieron poco tiempo después de su boda. Ese doble duelo afectó profundamente a nuestra madre: se reprochaba el haber contribuido a la pérdida de sus dos queridas hijas llevándolas demasiado jóvenes al altar. No obstante, a pesar de su remordimiento, no se dejaba abatir. Tenía una fuerza interior que le permitía afrontar las peores catástrofes. Creo que entre su múltiple descendencia, sólo Catalina había heredado su optimismo y su vivacidad.

Así como temía las visitas de mi madre, que siempre tenía algún reproche que hacernos a los más pequeños, me alegraba cada vez que mi hermana mayor Catalina venía a vernos. Era tan alegre que todos los rostros se iluminaban en su presencia. A menudo, para divertirme, me traía chismes de la corte y me describía los vestidos de las mujeres de moda en la alta sociedad petersburguesa. Era única para definir a un personaje en dos palabras: éste se parecía a un viejo pepino amarillo, peludo y reseco; aquélla, a un ratón gris con un hocico puntiagudo y ojos como cabezas de alfileres. Me hacía reír con ganas. Y me parecía lógico que Alejandro sintiera una confusa pasión hacia ella. Un día, le susurró en mi presencia: “Si no fuera tu hermano, me hubiera casado contigo”. Y le dio un beso detrás de la oreja. Yo sospechaba que se encontraba a solas con ella para disfrutar de su parloteo, de sus gestos y, diría también, de su perfume. A nosotros, los menores, Alejandro sólo nos dedicaba pocos minutos, de tanto en tanto, entre dos audiencias. Los asuntos del imperio ocupaban todo su tiempo. Se había rodeado de un “gabinete secreto”, compuesto por algunos amigos de juventud que gozaban de su absoluta confianza. Mi madre los llamaba sus “favoritos”, y no esperaba nada bueno de sus decisiones. Sin embargo, no protestó demasiado contra las medidas liberales que se tomaron al comienzo del nuevo reinado.