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Otro pensamiento me atormentaba: que, en su obsesión por resolver a fuerza de decretos el destino de su familia y del planeta, a Alejandro se le ocurriera encontrarme rápido, rápido, un marido entre los insulsos príncipes que pululaban en Europa. Todos los días me estremecía pensando que las embajadas pudieran estar ocupándose de mi modesta persona y me depararan otra vez una desagradable sorpresa.

Poco tiempo después, mi madre tuvo la idea de organizar un espectáculo para celebrar la victoria de los aliados. En el decorado de cartón de un templo, se erigiría un busto del emperador Alejandro I. Lo rodearía un ramillete de jóvenes allegadas a la corte, cada una representando a una nación de Europa. Bailarían y cantarían en coro con una música de carácter patriótico, y luego se adelantarían una a una para depositar flores ante la efigie del zar. Se hizo un sorteo entre esas señoritas para saber quién sería Inglaterra, quién Prusia, Rusia, Austria, Italia, etcétera. Ninguna quería ser Francia. Mi madre, que se encargaba de la distribución de los papeles, fingió sentirse afectada por esa exclusión, e insistió:

– ¡A ver, a ver, un poco de buena disposición!… ¡Necesito una voluntaria!

Sin dudar, di un paso adelante:

– ¡Yo, Su Majestad!

Mi madre me lanzó una mirada burlona y dijo:

– Te reconozco muy bien en esto, Annette, pero debes saber que no representarás a la Francia de Napoleón, sino a la de Luis XVIII…

– No hay que confiar en las apariencias, Su Majestad -respondí, desviando la vista.

Tuve miedo de que hiciera una escena, pero no sucedió nada. Terminada la distribución de papeles, al día siguiente comenzaron los ensayos bajo la dirección de Armand Lucullus, maestro de danza empleado en la corte. Este viejo inmigrante francés, con cara de pájaro y ademanes graciosos, puso un gran cuidado en marcar nuestras reverencias y los desplazamientos. Llevaba a cada jovencita aparte y esbozaba, con elegancia senil, los movimientos que deseaba que hiciera. Según la puesta en escena que había ideado, yo, Francia, tenía que aparecer en último lugar y coronar con laureles a quien me había restituido a mis reyes. Natalia aceptó, a disgusto, representar el papel de Polonia, otra nación poco recomendable. Nosotras dos éramos las cenicientas de la compañía. También tuvimos que aprender una canción en honor al zar. Nos la enseñó el maestro de capilla de la iglesia del palacio. El mismo había compuesto la música. La letra estaba en francés, para que el público, en el que habría muchos embajadores, pudiera entenderla. En cuanto al vestuario, fue confeccionado por las costureras de acuerdo con los diseños de Lucullus: vestidos blancos que imitaban túnicas antiguas, con cinturones de diferentes colores para cada país.

Cuando aparecí por primera vez en el ensayo, con mi túnica nívea de largos pliegues, el maestro Lucullus se acercó a mí y me susurró, con los ojos húmedos:

– Gracias, Su Alteza Imperial, por haber aceptado…

– No tengo ningún mérito…

– ¡Sí lo tiene! ¡Francia es tan despreciada! Nos consideran una nación de payasos… ¡Gracias a usted, mi patria será la reina de la fiesta!

Después del ensayo, me llevó a un rincón de la sala y me preguntó:

– ¿Es verdad, como dicen algunas de estas señoritas, que es usted bonapartista?

Lo negué con violencia. Él sonrió:

– No se enoje, Su Alteza Imperial. Yo mismo, que emigré en el 91 y aplaudí el retorno de los Borbones, siento alguna gratitud hacia Napoleón. Es verdad que nos hizo mucho daño, pero gracias a él, durante un tiempo, la gloria de Francia ha deslumbrado al mundo. Le perdono la sangre derramada en consideración a la bravura recuperada. ¿Qué quiere usted? Soy un saltimbanqui. Me gusta el brillo, la desmesura, la fanfarria… Después de su partida al exilio, todo volvió a ser pequeño y gris en el país de mis antepasados. ¡Él era, es todavía, una ilusión, una ilusión imposible de olvidar!

– Tiene usted razón -murmuré con un nudo en la garganta.

Me pareció que ese hombre, que apenas me conocía, me entendía más que nadie.

El espectáculo tuvo lugar una noche del mes de agosto, en Peterhof. Habían acondicionado una de las salas del gran castillo como teatro. Bajo la doble presidencia de mi madre y de la emperatriz Isabel, un nutrido público de dignatarios, diplomáticos, generales y mujeres de la mejor sociedad, magníficamente engalanadas y cubiertas de diamantes, esperaba que se levantara el telón. Yo temblaba de miedo, junto a mis compañeras, entre bambalinas. Temía dar un paso en falso, cantar alguna nota desafinada, perder un zapato en medio de una danza. Natalia me apretaba la mano, nerviosa:

– Todo saldrá bien, Su Alteza Imperial, ya lo verá…

Detrás de la cortina roja, el rumor de las voces iba en aumento. La impaciencia de esa multitud elegante terminó de aflojarme las piernas. Para darme valor, me había anudado debajo de mi túnica de vestal, la banda fetiche que me había dado mi madre. Después de pasarnos revista, el maestro Lucullus hizo sonar por fin los tres golpes.

La luz de los quinqués que iluminaba el escenario me encandiló, y mis temores desaparecieron de inmediato. De pronto, me convertí en otra. El mundo que me rodeaba era tan irreal y absurdo como algunos de mis sueños. No me hubiera sorprendido que Napoleón estuviese en la sala.

Los cantos y las danzas se desarrollaron sin incidentes y fueron recompensados con aplausos corteses. Luego comenzó el desfile de los homenajes floridos. Una a una, las “vírgenes” avanzaban, con pasos lentos, al compás de la música, hacia el templo, y el maestro Armand Lucullus anunciaba:

– Rusia… Austria… Prusia… Suecia…

Cada vez que se nombraba un país, los invitados aplaudían al unísono. Sin embargo, Polonia, encarnada por Natalia, sólo recibió un vago rumor de aprobación. Yo debía cerrar el desfile. Cuando llegó mi turno, me dirigí, con las piernas débiles, hacia el busto de mi hermano.

El maestro Lucullus anunció con voz vibrante:

– ¡Francia!

La sala se amuralló en el silencio. La efigie de mármol blanco de Alejandro me observaba con sus ojos ciegos. Me sentí flaquear, de la cabeza a los pies, bajo esa mirada de piedra. Era realmente él, con su rostro redondo, las patillas rizadas y el hoyuelo en la barbilla, pero desencarnado, solemnizado, listo para los comentarios de las futuras generaciones. Mientras me acercaba con pasos medidos a la escultura, me decía que ese hombre al que se rendía homenaje había aprobado el asesinato de mi padre para subir al trono, y luego sacrificó a miles de soldados por el placer de ser considerado el vencedor de Napoleón. De pronto, me invadió una sorda cólera contra mi hermano, como si hubiera hecho todo eso con el único propósito de hacerme daño. Aunque nadie lo supiera, yo era su principal víctima. Y tenía que cubrirlo de laureles. La idea de una desvergonzada mentira atravesó mi mente cuando coloqué sobre la cabeza de la estatua la corona de la victoria. La sala estalló en aplausos. En ese momento, me pareció que el busto de Alejandro se tambaleaba sobre su pedestal y las columnas del templo se ladeaban; un velo blanco me cubrió los ojos. Tuve conciencia de que caía en medio de un tumulto de pesadilla. El piso del escenario era blando como un lecho de plumas. Percibí confusamente que gritaban y se agitaban a mi alrededor. Alguien exclamó: