A fuerza de pensar en él, terminé por creer que, tarde o temprano, aun sus más encarnizados enemigos terminarían por reconocer que no merecía un castigo tan riguroso. Quizás algún día consiguiera que la opinión pública cambiara a su favor. Alejandro, que se había mostrado tan bien dispuesto hacia el entorno del proscripto, era el más indicado para sugerirles a los aliados atenuar su castigo, e incluso la posibilidad de un regreso razonable y discreto a su patria. Esta idea me mantuvo despierta durante noches enteras. Decidí hablar sobre eso con mi hermano en cuanto regresara a San Petersburgo.
No llegó hasta el mes de diciembre de 1815. Lo vi cansado y melancólico, con la mirada huidiza. Rechazó todas las fiestas que querían realizar en su honor. Sin embargo, mi madre reunió a la familia en una cena de reencuentro y alabanzas, en cuyo transcurso un poeta, descubierto por Catalina, leyó un himno más a la gloria del “zar blanco” y de la “invencible Rusia”. Al terminar la comida, llevé aparte a Alejandro y me atreví a pedirle que me otorgara una audiencia particular. Me contestó que él también quería conversar conmigo sobre mi futuro: me recibiría a la mañana siguiente, a las once.
Me levanté al alba, y empecé a planear lo que le diría para convencerlo. Cuando estuve frente a él en su gabinete de trabajo, en el que predominaban las colgaduras verdes, la caoba y el bronce, mi mente quedó en blanco. Había tanta solemnidad en su rostro y tanto orden entre los objetos de su escritorio que tuve la impresión de desorganizar todo por el sólo hecho de haber entrado allí. Sabía que él era muy minucioso, que le gustaba la limpieza y la simetría, y que si su tintero o su salvadera para secar la tinta eran movidos un centímetro por un sirviente, quedaba de mal humor durante todo el día. Su mirada fría y directa me petrificó. ¿Me encontraba otra vez en presencia del busto de mármol de la fiesta patriótica, con la misión de coronarlo de laureles?
Empecé por hacerle preguntas sobre su estadía en París. Me contestó en pocas palabras que había trabajado mucho para reorganizar Europa y garantizar el mantenimiento de una paz justa en los próximos años. Su mayor orgullo, dijo, era haberlo logrado, con la ayuda de Dios. Al pronunciar esta frase, alzó los ojos al cielo raso. En ese momento, tenía una expresión de predicador inspirado que contrastaba con su riguroso uniforme y sus condecoraciones. Después de felicitarlo por la iniciativa de la Santa Alianza, comencé a desviarme hacia el tema que me interesaba: al haber desaparecido el peligro de guerra, ¿era necesario mantener prisionero a Napoleón en una isla? Al oír esto, la cara de Alejandro se endureció en una expresión de hostilidad obtusa:
– No te preocupes, Annette -dijo con frialdad-. Lo tratan bien. Lleva una vida muy soportable en su exilio. Mis amigos ingleses me tienen informado todo el tiempo. Por otra parte, si volviera a Francia, o si se instalara en un país vecino, provocaría muchas perturbaciones en Europa. Debemos evitarlo a toda costa. Dicho esto, mi querida hermana, nuestra venerada madre me ha tenido al tanto de tus últimas extravagancias, que me dejaron perplejo. ¿Qué significa tu imprudente conducta en público, tu desmayo y todas esas tonterías? Eres víctima de un espejismo, y esas sucesivas aberraciones pueden llevarte a la locura. Que una joven de la burguesía provincial se entregue a sueños de grandeza sería bastante comprensible, pero tú no tienes derecho, por tu alcurnia, a tales divagaciones y ridiculeces. ¡Baja a la tierra! Olvida a Napoleón, que, permíteme decirlo, si alguna vez pensó en ti sólo te consideró como una carta más en el juego de su política. Créeme: he hecho todo lo que se puede hacer para que el destino de ese soberano vencido no fuera tan duro, y estoy dispuesto a mantener una actitud de benévola firmeza hacia él. Pero si persistes en tus caprichos, me veré obligado a cambiar de actitud. No se debe golpear al enemigo cuando está en el suelo, es cierto, pero a menudo es peligroso ayudarlo a levantarse.
– En síntesis, me ofreces una transacción -le dije con descaro-: el olvido de mis sueños contra la tranquilidad de quien los inspira.
– Pones exageración y patetismo en todo, y eso amenaza convertir tu vida en un infierno. Debes ser más simple. Debes aceptar ser una gran duquesa de Rusia, cuya función es contribuir, en la medida de tus posibilidades, a la felicidad y al brillo de la patria.
Mientras hablaba, había vuelto a sonreír. Eso lo rejuvenecía, y me desconcertaba. ¿Quién era realmente? ¿Mi adversario o mi amigo? ¿O mi hermano?
– Eres adorable -agregó-. Sólo escuchas a tu corazón. ¡Tu espontaneidad es muy valiosa en esta época de hierro! ¡Envidio al hombre que se case contigo!
– Eso no sucederá en mucho tiempo -balbuceé.
Su sonrisa se acentuó. Apoyó el mentón en sus manos entrelazadas, y clavó en mis ojos una mirada insidiosa y socarrona:
– Estás equivocada, Annette. Me gustaría hablar contigo de un proyecto que nuestra madre y yo tenemos para ti.
Algo se quebró dentro de mi pecho. Dije con temor:
– ¡Por favor, todavía no!
– Ni siquiera sabes lo que te voy a proponer…
– ¡Sí! ¡El duque de Berry!
– No, el príncipe Guillermo de Orange.
Sofocada por lo repentino de la revelación, me quedé sin voz, mientras mi hermano seguía, imperturbable:
– Es un hombre de veinticuatro años, de un aspecto muy agradable, que combatió como un valiente en las filas del ejército inglés a las órdenes de Wellington, y fue herido en el hombro en Waterloo. Tarde o temprano, reemplazará a su padre en el trono de los Países Bajos. Por la importancia estratégica de ese reino, me parece necesario fortalecer los vínculos entre nuestros Estados. Nuestra madre está totalmente de acuerdo con esta idea. Y yo cuento contigo para aceptarla de buen grado. Por otra parte, las embajadas ya elaboraron las cláusulas del contrato.
– ¡Pero no conozco a ese príncipe! -dije.
– Será una agradable sorpresa. Créeme: no te pido un sacrificio, sino que te ofrezco la felicidad.
Tomada de sorpresa, sólo atiné a preguntar en un susurro:
– ¿Está realmente decidido?
– El príncipe Guillermo de Orange llegará a San Petersburgo la próxima semana.
Un grito de espanto se escapó de mis labios.
– ¿Tan pronto?
– ¡Hay que golpear el hierro mientras está caliente! Tu hermana Catalina terminó por convencer a nuestra madre de que le permitiera casarse con el príncipe Guillermo de Wurtemberg. Ambos casamientos podrían llevarse a cabo muy pronto, uno después del otro. Hemos puesto como condición que tú conserves la religión ortodoxa. La única concesión de nuestra parte es que sus hijos serán bautizados de acuerdo con el rito de la Iglesia Reformada holandesa…
Ya no escuchaba. Sentía que me arrastraba una corriente. Una vez más, habían decidido todo a mis espaldas: quién sería mi marido, la religión de mis hijos… Disponían de mí como de una yegua paridora en un haras. Yo sólo estaba en este mundo para facilitar alianzas y procrear príncipes. Mi impotencia para luchar contra la razón de Estado me repugnaba. Y para colmo de males, el esposo que me destinaban había combatido contra Napoleón en el ejército británico. Cualesquiera fueran los méritos de ese hombre, nunca podría perdonárselo. ¡Y sin embargo, quizás era una persona estimable! No importa; ¡no quería casarme con él! Mientras me perdía en medio de esas contradicciones, Alejandro me observaba en silencio con tranquila ironía.