– Creo que ya nos hemos dicho todo -dijo finalmente con voz suave-. ¡Prepárate para tu nueva vida, Annette! ¡Y que Dios te ayude!
Salí de su despacho como una sonámbula. En menos de una hora, mi destino había cambiado de dirección. Yo soñaba con el desventurado fantasma de la isla Santa Elena, y me ofrecían en su lugar a un príncipe de carne y hueso, originario de los Países Bajos.
Todavía aturdida, le conté a Natalia la conversación que acababa de tener con mi hermano. Ella me felicitó, y me aseguró que Guillermo de Orange era conocido por su prestancia y la dignidad de su conducta. Encerrada en mi obsesión, apenas la escuchaba. Si me hubieran amenazado con el cadalso no me habría sentido más desdichada. Mi único consuelo era recordar las palabras conciliadoras de Alejandro sobre el futuro de Napoleón.
Pero unos días más tarde, publicó un virulento manifiesto en el que, tras agradecer a sus súbditos su patriotismo, denunciaba a París como la capital del vicio y la corrupción, y calificaba al ex emperador de los franceses como plebeyo y bandido. Los términos de esa proclama todavía siguen grabados en mi memoria: “El tribunal de los hombres no puede pronunciar una sentencia lo bastante dura para semejante criminal. Como no fue suficientemente castigado por una mano mortal, se presentará, empapado en la sangre de los pueblos, ante el tribunal terrible, en presencia de Dios, cuando cada uno recibe la retribución de sus actos”. Quedé aterrada. ¿Cuándo era sincero Alejandro? ¿Cuando se deshacía en palabras bonitas sobre el destino de Napoleón, como lo había hecho frente a mí, o cuando lo insultaba frente a la opinión pública, con el ciego furor de un exorcista? Tanta hipocresía en un hombre bien educado y religioso me dejaba estupefacta. Decididamente, mi hermano tenía un doble rostro. A partir de ahora, desconfiaría de todo lo que proviniera de él. Lamenté no haberme rebelado cuando me habló de las cualidades de Guillermo de Orange. En realidad, estaba atada de pies y manos. Era un paquete listo para ser despachado más allá de las fronteras. La sola idea de ver al extranjero que un día me tendría en sus brazos, me hacía erizar la piel de horror.
Me negué a cenar en familia, pretextando una migraña. Me retiré muy temprano a mi habitación y le pedí a Natalia que se fuera. Cuando estuve sola, abrí sobre mi mesa un viejo atlas con mapas de bonitos colores. Un señalador de seda roja marcaba la página del África. En pleno océano Atlántico, había localizado un punto apenas visible: la isla de Santa Elena. Contemplé esa mancha minúscula en medio del azul del mar, y mis ojos se llenaron de lágrimas. No sabía a ciencia cierta cuál era el motivo de mi llanto, si la caída de Napoleón, el fracaso de mi sueño, o la absurda tradición que me obligaba a unir mi vida a la de un hombre no elegido en mi corazón, y que quizá no me amara nunca. El pequeño punto negro del mapa se nubló y empezó a moverse. Fuertes sollozos estallaron dentro de mi pecho. Sentía que me estaba despidiendo de alguien muy querido. No tenía ninguna duda de que le estaba diciendo adiós a mi infancia.
11
Desde la primera mirada, me sentí al mismo tiempo confundida y aliviada: ese hombre que estaba allí de pie, frente a mí, no era nada desagradable. Alto, delgado, rostro anguloso enmarcado en patillas rizadas, cabeza erguida, mirada risueña, me pareció que había en él mucha finura y bondad. Todo lo que veía y oía a su alrededor, en nuestra corte suntuosa y formal, parecía divertirlo. Hablaba francés a la perfección, y eso me lo hacía doblemente simpático. Sentada a su lado en la cena de presentación, pude apreciar su cortesía. Alguien le preguntó desde el otro extremo de la mesa sobre los combates en los que había participado, y él contestó en forma tan evasiva que mi hermano Constantino intervino, con su habitual brusquedad, para enumerar los brillantes antecedentes militares de mi pretendiente. Cuando oyó alabar su valentía, Guillermo de Orange dijo que no había hecho más que cumplir con su deber de soldado, y que las emociones que experimentaba en ese momento habían borrado todo aquello de su memoria. Su modestia provocó los aplausos de la asistencia y, no sé por qué, su respuesta me conmovió mucho, mientras las miradas de los invitados pasaban de él a mí con simpatía.
La comida se desarrolló con una lentitud sacramental. Detrás de cada comensal había un lacayo de librea roja y galones dorados. Frente a mí, estaban mi hermana Catalina y su novio, el príncipe de Wurtemberg, un hombre tan feo y antipático que no lo hubiera querido ni como criado. Pero ella parecía encantada con su destino, y parloteaba como una cotorra. Con cualquier pretexto, inclinaba la cabeza hacia su prometido con una sonrisa seductora. Siempre le había gustado halagar la vanidad masculina con mohines graciosos que no significaban nada. A mí me parecía raro que, aunque me llevaba siete años, se dispusiera a volver a casarse al mismo tiempo que yo. Su expresión de embeleso y su coquetería creaban entre nosotras una especie de emulación en la felicidad que me divertía y me molestaba al mismo tiempo. Por otra parte, todos los presentes, tanto la familia como los embajadores, se veían contentos. Era como si mi próxima unión con Guillermo de Orange colmara las expectativas de toda la tierra. Mi madre me miraba con orgullo, Alejandro no dejaba pasar ninguna oportunidad para sonreírme, la emperatriz Isabel, tan bella y tan discreta, nos contemplaba con ternura. En cuanto a mis hermanos Nicolás y Miguel, justo antes de pasar a la mesa, me deslizaron al oído que el príncipe Guillermo de Orange, con quien habían conversado esa misma mañana, era un jinete brillante y un joven alegre. En una palabra, me sentía aprobada y envidiada por tanta gente que llegué a creer que yo también estaba satisfecha con el rumbo que tomaban los acontecimientos. En todo caso, no cabía duda de que tenía más suerte con mi elegante Guillermo de Orange que Catalina con su horrible príncipe de Wurtemberg, y eso me halagaba.
Después de la cena, hubo baile. Alejandro lo abrió con los primeros compases de una “polonesa”. El emperador le dio la mano a mi hermana Catalina, y la emperatriz Isabel al decano del cuerpo diplomático. Cuando finalizó esa elegante danza, tocaron melodías más animadas. Hice unos giros de vals con mi pretendiente, que no dejaba de sonreír. Nos manteníamos a distancia uno del otro, con los brazos extendidos, pero mirándonos a los ojos. Él se movía con mucha agilidad, a pesar de la herida en el hombro. Y yo experimentaba cierto placer en dejarme llevar por él al son de la música. Luego fuimos a sentarnos solos, lejos de las miradas de los curiosos. De pronto, ya no sabía qué decirle. ¿Sería por los veloces movimientos de la danza? Me costaba recobrar el aliento. Como el silencio entre nosotros se prolongaba, me animé a preguntarle qué pensaba de San Petersburgo. Aunque apenas había tenido tiempo de ver nuestra capital, se deshizo en exageradas alabanzas sobre la belleza de la ciudad, la amabilidad de sus habitantes y la valentía de Rusia en la reciente guerra contra Francia. Siguiendo el juego, lancé en la conversación el nombre de Napoleón. Puesto que había estado entre sus adversarios, ¿qué pensaba de él? Se puso serio:
– Fue un gran capitán -dijo-. Y si bien llevó a su país al desastre por exceso de ambición, también le dio instituciones y leyes extraordinarias.
Sólo por esas palabras le hubiera perdonado cualquier cosa al príncipe Guillermo de Orange.
– Sí -murmuré-. Hoy está pagando muy caro sus audacias de ayer…
Aguzó la mirada. Había descifrado mi pensamiento. De pronto, dijo en voz baja:
– Si no me equivoco, hace un tiempo quiso casarse con usted…
Por lo visto, las noticias corrían de una corte a la otra.