Выбрать главу

– En efecto -balbuceé-. Se habló de eso…

– ¿Y usted lo rechazó?

– Yo no. Mi hermano, mi madre…

– Es el triste privilegio de todos los miembros de las familias reales -suspiró-. Las alianzas políticas predominan sobre las alianzas del sentimiento. Como usted sabrá, yo mismo estuve a punto de casarme, por obediencia, con la princesa Carlota, la hija del príncipe regente de Inglaterra. Pero ella se rebeló y provocó tal escándalo que el proyecto quedó en la nada, por suerte.

– ¿Por qué “por suerte”?

– ¡Porque, de lo contrario, no hubiera tenido la dicha de prepararme ahora para casarme con usted!

En ese momento me dije que quizás él me encontrara bonita, y que me equivocaba al mostrarme desdeñosa frente a tanta delicadeza e insistencia. Me invitó a bailar otra vez. En esta ocasión era una contradanza. Las parejas, en número par, se ubicaron unas frente a otras y comenzaron a ejecutar las figuras habituales. La alegría de la música iluminaba todas las miradas. Durante la corrida final, se me soltó un mechón del cabello, que cayó sobre mi sien.

– ¡Está encantadora así! -dijo el príncipe Guillermo.

Sin embargo, pude observar que, mientras me sostenía la mano y me dirigía de tanto en tanto una sonrisa, miraba a hurtadillas a otras mujeres. Eso me molestó. Como si ya me perteneciera. Como si, aunque no lo amaba y apenas lo conocía, tuviera derecho a sentirme celosa.

Natalia también estaba en la fiesta. Cuando me acompañó a mi habitación, me preguntó:

– ¿Y? ¿Qué le pareció, Su Alteza Imperial?

– Es muy simpático -respondí-. Pero temo que sea un poco alocado.

Esa noche me fui a dormir con las ideas algo confusas.

Durante los días siguientes, el torbellino fue en aumento. Navidad, Año Nuevo, todo era un pretexto para organizar banquetes, espectáculos, ceremonias religiosas y bailes. A pesar de mi deseo de replegarme sobre mí misma, no podía pensar en otra cosa que en cómo me peinaría y me vestiría para tal o cual ocasión. En menos de una semana, Guillermo de Orange se había convertido en el mimado de la corte. Nicolás, Miguel y Constantino estaban entusiasmados con él. Hasta se había hecho amigo del desconfiado príncipe de Wurtemberg, el novio de Catalina.

El 6 de enero, día de la Epifanía, toda la familia debía asistir a la tradicional bendición de las aguas del Neva. El tiempo estaba nublado y frío. Al amanecer había oído, a través de las ventanas dobles, el ruido de las barrederas de metal manejadas por los obreros para sacar la nieve de las calles. El río estaba completamente congelado. Habían erigido una tarima cubierta en el muelle. Nos ubicamos sobre ella, envueltos en nuestros abrigos, entre una gran cantidad de dignatarios, generales y diplomáticos vestidos de uniforme. En medio del hielo blanco del Neva, habían hecho un agujero cuadrado. El clero, vestido con casullas doradas, giraba alrededor de esa abertura entre cuyos bordes fluía una corriente de agua negra y veloz. Un obispo celebró la misa al aire libre. Cantó el coro, y se veía, incluso a la distancia, el vapor que salía de las bocas. Por último, se llevó a cabo la inmersión de la cruz. En ese momento, se echaron a vuelo todas las campanas de la ciudad. Resonaron los cañones de la fortaleza Pedro y Pablo. La multitud, congregada en la orilla, se persignó. Luego, la procesión de los sacerdotes y los diáconos, con sus estandartes y sus íconos, abandonó lentamente el lugar para regresar a la iglesia. A mí me encantaba esa ceremonia mitad religiosa y mitad pagana, destinada a conjurar las cóleras del Neva. De pie junto a mí, el príncipe Guillermo de Orange también parecía muy impresionado. En cada ocasión, repetía:

– ¡Increíble! ¡Magnífico!

Me sentía feliz de presentarle a mi Rusia bajo su mejor aspecto.

En el palacio, nos esperaba una colación caliente. Yo estaba calada hasta los huesos, y contenta como después de una sesión de patinaje. Cuando se sentó a mi lado en la mesa, el príncipe me dijo:

– ¡Qué país extraño! ¡Qué costumbres misteriosas! ¿Estoy todavía en Europa?

E inclinándose hacia mí, me dijo al oído:

– ¡Cuando la lleve conmigo, después de nuestra bendición en la iglesia, será como si me llevara un pedazo de su inmensa, devota e insólita Rusia a mis formales y minúsculos Países Bajos!

Esa alusión a una inevitable separación de mi patria me oprimió el corazón. La mirada afectuosa de mi vecino me reconcilió con la idea del exilio. Sin duda, hubiese preferido que mi matrimonio me condujera a Francia. Pero puesto que ese sueño se había desvanecido, me esforcé por pensar que Holanda sería, a su manera, beneficiosa para mí.

Seis días más tarde, Catalina se casó con el príncipe Guillermo de Wurtemberg. Se acercaba mi turno. La preocupación por mi atuendo y las consideraciones referentes al rango me impedían medir la importancia sentimental del acontecimiento. A medida que pasaba el tiempo, el príncipe Guillermo de Orange se mostraba más atento y servicial. Me traía libros sobre la historia de su país, me hablaba de sus padres, el rey Guillermo I y la reina Federica Luisa Guillermina, deplorando que no hubieran podido asistir a nuestra boda; me contaba sus recuerdos de infancia, como si quisiera consolarme por el hecho de cambiar una existencia tan feliz por otra que podía no serlo tanto.

Viví nuestros esponsales, celebrados el 9 de febrero de 1816 en la capilla del Palacio de Invierno, en una especie de embotamiento. El metropolita Ambrosio colocó un anillo de oro en el dedo de Guillermo y un anillo de plata en el mío. Al contacto con esa argolla simbólica, me sentí definitivamente encadenada. Una idea sacrílega atravesó mi mente: recordé a mi primer prometido, Napoleón, que se consumía en su isla. Claro que ninguna ceremonia religiosa había consagrado nuestra mutua promesa. Pero perduraba en mi corazón una nostalgia que no sabía si algún día podría superar. Las llamas de las velas se dividían en mil destellos frente a mis ojos empañados. Al terminar el oficio, Guillermo me besó en la frente y en ambas mejillas. Yo también lo besé. Recuerdo que en ese preciso instante me pregunté qué sentía por él, ¿estima, amistad, un cariño incipiente? Era mejor dejar la pregunta sin respuesta. Había hablado la Iglesia. Sólo me restaba callar.

Después de las plegarias y los gestos rituales, empezó el largo y lento desfile de las felicitaciones.

Bajo todas esas miradas convergentes, yo cambiaba de piel. Estaba sobre un escenario. Interpretaba un papel. Y tenía prisa por volver a ser yo misma. Pero ¿quién era, en verdad? ¿Acaso no había perdido mi identidad al aceptar ese anillo?

El día anterior a la boda, mi madre me llamó a su saloncito íntimo para aleccionarme sobre mis deberes de esposa. Después de pronunciar un confuso discurso sobre el significado divino del sacramento nupcial, terminó con esta frase sibilina:

– Tu marido tendrá todos los derechos sobre ti. Debes aceptar, pues, las exigencias de su carne, pero tienes que imponerle las de tu alma.

No pude sacarle una sola palabra más sobre el tema. Fue Natalia quien me informó al respecto. Aunque no tenía más experiencia que yo en la materia, aseguraba que “lo sabía todo” de oídas. De temperamento poético, hizo comparaciones con la vida de las flores y los insectos. Eso no me aclaró demasiado la naturaleza del ejercicio amoroso que enfrentaría. En realidad, más que la noche de bodas, lo que temía era el destino que me esperaba después, en un país ajeno, en el seno de una familia tal vez hostil, junto a un hombre al que casi no conocía y que dispondría de mí a su antojo.

Dormí tan mal esa noche que en el momento de ir a la iglesia creí que las piernas no me responderían.

Sin embargo, todo se desarrolló según las reglas. Nicolás y Miguel sostuvieron las dos coronas nupciales por encima de las cabezas de los novios. El sacerdote murmuró algunas palabras, el coro cantó, nosotros intercambiamos nuestros anillos, nos besamos castamente, bebimos, por turno, un sorbo de vino bendito en la misma copa, dimos tres vueltas alrededor del altar, y me encontré casada para siempre, bajo la mirada de todos los santos del iconostasio que clavaban en mí sus miradas de eterna tristeza.