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Todavía faltaba el casamiento protestante. Esta ceremonia, muy sencilla, casi austera, se llevó a cabo en mis aposentos privados, en el castillo de Pavlovsk. Asistieron pocas personas fuera de mi familia y el séquito holandés del príncipe. Había tanto contraste entre la pompa de nuestra antigua liturgia rusa y la serena circunspección de los ritos de la Iglesia Reformada que tuve la sensación de abandonar un mundo de calidez, misterio y complicidad casi infantil, para entrar a una fría habitación de paredes desnudas. El pastor habló durante mucho tiempo. No presté atención a su discurso, porque pensaba con angustia en la noche que me esperaba, a solas con un hombre que seguramente tenía cierta práctica en eso, mientras que yo no tenía ninguna.

A la mañana siguiente, al despertar, ya no tenía miedo de mi marido ni de mí misma.

Y los festejos prosiguieron. Yo me resistía tanto a dejar mi patria, y Guillermo se divertía tanto en los bailes, en las recepciones y en las mascaradas de la corte que nos quedamos en San Petersburgo algunos meses más. Durante ese tiempo, Natalia se casó con un viejo rico y con un título, el conde Masloviedski, que había sido elegido por sus padres. Ella también aceptó su destino con filosofía. Incluso me dijo, en confidencia: “¡Todo lo que deseo es que, a pesar de su edad, todavía pueda hacerme hijos!”. Yo estaba segura de que en ese aspecto, y en muchos otros, tendría más suerte que ella. Poco después de casarse, Natalia dejó mi servicio. No volví a verla. Al principio, sufría por su ausencia. Después me acostumbré. Completamente entregada a mis obligaciones y a las alegrías del momento, también olvidé a Napoleón. La isla de Santa Elena desapareció del mapa de mis sueños. Fue reemplazada por un país de suaves contornos, integrado por Holanda y Bélgica, reunidas a partir del Congreso de Viena bajo el cetro de mi suegro Guillermo I. ¿Me adaptaría a esa nación heterogénea, de pasado incierto, cuyas costumbres y tradiciones me eran desconocidas? Mi único recurso contra el desarraigo sería mi marido. ¡Qué responsabilidad para él! ¡Qué peligro para mí! Semana tras semana, inventaba nuevos pretextos para no salir de mi país. Pero, lejos de nosotros, mis suegros se impacientaban y nos escribían para urgimos a viajar a La Haya, donde, según decían, el pueblo nos esperaba con mucho fervor. Dediqué los últimos días de mi permanencia en Rusia a hacer la copia de un cuadro de Rafael que representaba a la Sagrada Familia. Había tomado algunas clases de pintura hacía años, y me jactaba de tener cierta facilidad en esa disciplina. El resultado me pareció digno de mis esfuerzos, y le obsequié la tela a la Academia Imperial de Bellas Artes, como recuerdo, por mi alejamiento de la tierra de mis antepasados.

Finalmente, en el mes de junio, nos decidimos a partir. La despedida de mi familia fue sobria y digna. Mi madre me recordó que aunque viviera en el extranjero, jamás debía olvidar que era una gran duquesa de Rusia. Alejandro me encomendó la delicada tarea de representar, “con mi gracia, mi inteligencia y mi habilidad”, las buenas relaciones entre nuestros Estados, y combatir, en la medida de lo posible, la influencia prusiana en los Países Bajos. Nicolás y Miguel prometieron ir a visitarme para volver a hablar de nuestra antigua Triopatía. Al dejarlos, tenía el corazón oprimido y los ojos bañados en lágrimas. Guillermo me consoló con palabras dulces en la berlina que nos llevó a través de esa melancólica campiña rusa que temía ver por última vez. Nuestro séquito, del que formaban parte mi capellán ortodoxo y mi antigua institutriz, la bondadosa mademoiselle de Sybourg, viajaba en otros carruajes. Había dieciocho en total. Para tirar de ellos, se habían encargado ciento cincuenta caballos en las diferentes casas de postas. En ningún momento tuvimos que esperar el recambio de caballos.

12

Mis suegros tenían tanta prisa por vernos que se dirigieron a Berlín para esperarnos allí. El encuentro fue tal como me lo había imaginado, cálido y sereno. Mi suegro, el rey Guillermo I, me pareció un hombre recto, autoritario, reservado, con modales de otro siglo. En cambio, mi suegra, la reina Guillermina, irradiaba sencillez. Su alegría, su naturalidad y gentileza me sedujeron desde el principio. Nos quedamos en Alemania hasta el 22 de agosto, y luego, mi marido y yo emprendimos un viaje triunfal a través de Holanda. En cada ciudad, en cada aldea, nos recibían las mismas sonrisas y las mismas aclamaciones. En Alphen aan den Rijn, la gente desenganchó nuestros caballos y llevó nuestro carruaje a mano por las calles. Confieso que esos desbordes me atemorizaban un poco. La Haya superó todas nuestras expectativas con el esplendor de sus fiestas de bienvenida. Permanecimos allí sólo un mes, porque nos aguardaban en Bruselas, la otra metrópoli política y administrativa del reino. Allí también me colmaron de recepciones, discursos, poemas y cantos en mi honor.

Sin embargo, en la corte nadie parecía impresionado por mi calidad de descendiente de una ilustre familia imperial. Seguramente, todas esas personas pensaban que la dinastía de los Orange-Nassau era tan importante como la de los Romanov. Esa actitud no me molestó en absoluto. Me gustaba que me amaran por mí misma y no por mi origen. Para demostrarles mi buena voluntad de futura soberana, aprendí la lengua neerlandesa con un profesor cortesano, Arie van der Spuy, y le pedí a mi marido que me explicara los principales problemas de ese flamante Estado. Incorporada de un modo artificial a Holanda en 1815, en el Congreso de Viena, Bélgica soportaba cada vez menos esa anexión contra natura. Aunque el rey había adoptado medidas liberales, y trató de mejorar la economía, los belgas católicos no sentían ninguna afinidad con los holandeses calvinistas, y la burguesía afrancesada se oponía al uso del neerlandés como idioma oficial. El príncipe Guillermo se proponía poner fin a esa querella cuando ocupara el lugar de su padre en el trono de los Países Bajos.

Mientras tanto, manifesté sin ambages mi preferencia por Bruselas, una ciudad alegre y abierta, a diferencia de La Haya, donde consideraba que el rigor puritano había ahogado toda espontaneidad. Esta predilección no le agradó a mi suegro, que tenía una debilidad por la Holanda germanizada. Para mantener un equilibrio entre esas dos civilizaciones, esas dos culturas, esas dos religiones, la corte pasaba un año entero en Bruselas y el año siguiente en La Haya. Yo me acostumbré con bastante rapidez a esos continuos cambios de decorado y de ambiente. Pero me alegró que mi primer hijo, al que llamamos Guillermo (Willem) como su padre, viniera al mundo, el 19 de febrero de 1817, en Bruselas. Para el nacimiento del segundo, que tendría lugar en el mes de agosto de 1818, mi suegro me pidió que, con el fin de no herir la susceptibilidad de los holandeses, el parto se realizara en La Haya. Me negué en forma categórica. Él se ofendió, pero mi marido me felicitó por mi firmeza de carácter. Por otra parte, el rey no estuvo resentido demasiado tiempo conmigo por mi obstinación, y cuando di a luz a mi pequeño Alejandro, me obsequió, tras la ceremonia de acción de gracias por el nacimiento, la casa en la que había vivido Pedro el Grande en Zaandam. Se lo agradecí prometiéndole que algún día traería al mundo a un niño en territorio holandés. Y cumplí mi palabra.

La verdad es que me sentía al mismo tiempo muy orgullosa de esas maternidades repetidas y un poco cansada de servir sólo para procrear. Mi madre y mi hermano, el zar Alejandro I, vinieron a visitarme en noviembre de ese mismo año. Su presencia, lejos de reconfortarme, me hizo añorar aún más la vida en Rusia. A veces me quedaba mirando el cielo que cubría los tejados de Bruselas o La Haya, y lamentaba que estuviera vacío de todo misterio. Me dolía no ver los bulbos dorados de nuestras iglesias ortodoxas, destacándose en la luz pura del día. En general, desde mi casamiento, me parecía que había perdido la capacidad de soñar. Echaba de menos mis ilusiones de antaño, aunque hubiera admitido hacía mucho tiempo su puerilidad. De vez en cuando, me llegaban algunos ecos del cautiverio de Napoleón en Santa Elena. Decían que el clima de la isla era horrible. La inacción torturaba al cautivo tanto como la nostalgia. Se estaba consumiendo a ojos vistas. Pero los que relataban esos detalles no mostraban compasión hacia el desterrado. Todos pensaban que Napoleón estaba expiando un crimen enorme e imperdonable.