Yo había renunciado a protestar, y dejaba que hablaran. Después de todo, esa vieja historia ya no me concernía. Sólo importaban mi marido y mis hijos, las dificultades que atravesaba mi nueva patria, las discusiones del príncipe Guillermo con su padre. Éste era despótico e intransigente, y solía decirle a su hijo que era un incapaz. La verdad es que, bajo su apariencia encantadora, mi esposo era un poco superficial, veleidoso y, muchas veces, demasiado liberal para mi gusto. Pero en sus enfrentamientos con el rey, yo le daba la razón, porque él era la juventud, el amor, el futuro… Y además, estaba embarazada por tercera vez. El 13 de junio de 1820, otro varón: Enrique. Toda mi familia política me alababa: en mis entrañas se estaba fabricando la descendencia de la monarquía. Terminé por creer que yo era el personaje más importante del reino. Me sentía más segura, opinaba sobre todos los temas de política o de protocolo, y en las ceremonias oficiales aparecía vestida con magnificencia y con la diadema en la cabeza. La suerte que tenía me parecía casi una insolencia al comparar mi destino con el de mi hermana Catalina, que había muerto el año anterior, cuando su marido acababa de ascender al trono de Wurtemberg. Yo esperaba con todas mis fuerzas, con toda mi fe, poder vivir hasta el momento en que mis hijos fueran grandes y ya no necesitaran mis cuidados, y el príncipe heredero Guillermo, por fin coronado con el nombre de Guillermo II, me asociara a la conducción de los asuntos públicos. En realidad, al mismo tiempo que hacía esos juiciosos proyectos, sentía que jamás reemplazarían en mi mente mis insensatos sueños del pasado.
Mis suegros y mi marido hicieron loables esfuerzos por organizar en Bruselas y La Haya fiestas dignas de las suntuosas recepciones de San Petersburgo. Recuerdo, entre otros, un baile de disfraces en Bruselas, en el mes de junio de 1821. Por suerte, en ese momento no estaba embarazada. Delgada y ágil, me preparaba entusiasmada para deslumbrar a mis futuros súbditos con la elegancia de mi vestimenta. Mi primera idea había sido disfrazarme de emperatriz Josefina, con un vestido blanco de estilo antiguo, de talle alto y escote cuadrado. Me parecía excitante jugar a ser la esposa de Napoleón, sólo por una noche. Pero Guillermo me disuadió. Temía que esa alusión al reinado del emperador derrotado fuera interpretada por los invitados como una insolencia hacia ellos. Para evitar todo malentendido, acepté disfrazarme entonces de reina Cristina de Suecia. Guillermo sería un noble de la época de Francisco I, y mis suegros, una pareja de la corte de Luis XIV.
Más de dos mil quinientas personas estaban invitadas a la inmensa sala del Wauxhall, en el Parque de Bruselas. Habían quitado los sillones, y todo el piso les pertenecía a los bailarines. Un enorme buffet ofrecía a los asistentes carnes, vinos, pasteles y dulces. Los invitados iban allí a beber algo y a descansar entre dos piezas. Sólo los criados no estaban disfrazados. Algunas mujeres llevaban una máscara de terciopelo negro y puntillas para aumentar el misterio. Los espectadores de mayor rango estaban sentados en los palcos. Una ruidosa orquesta acompañaba los movimientos de las danzas. Aunque estaba acostumbrada al esplendor de los bailes de San Petersburgo, éste me deslumbró por la variedad de los trajes y el entusiasmo de los participantes. Todos los siglos, todas las naciones desfilaban frente a mí al son de la música. Un sultán turco le daba la mano a una marquesa Luis XV, un bandido español a una reina de Egipto. La familia real contemplaba, desde lo alto de su palco, esa abigarrada y saltarina concurrencia.
Ya entrada la noche, a pedido de mi marido, la orquesta arremetió con una mazurca, una danza nueva, polaca o rusa, que sorprendió a todo el mundo. La bailé con el príncipe Guillermo, y los invitados formaron un círculo a nuestro alrededor para admirarnos. Al finalizar la pieza, todos aplaudieron. Volví al palco real con el corazón palpitante y alas en los pies. Mientras me ayudaba a sentarme en mi sillón, Guillermo me dijo:
– ¡Mis valientes compatriotas tendrán para comentar durante semanas la lección de gracia que les has dado!
Yo esperaba las felicitaciones del rey y la reina, pero ellos estaban conversando en voz baja con el secretario particular de Su Majestad, y ni siquiera habían reparado en nuestro regreso. El rostro de mi suegro mostraba una gravedad oficial. Mi suegra, con la cabeza baja, se limitaba a suspirar de vez en cuando con su voluminoso pecho. Al retirarse el secretario, Guillermo preguntó:
– ¿Qué ocurre, señor?
La música había vuelto a sonar, estrepitosa y animada. El rey alzó la cabeza, esbozó una sonrisa forzada y dijo:
– Acabo de enterarme que el 5 de mayo pasado murió Napoleón, en Santa Elena.
Sentí que la sangre me subía a la cabeza. Me dejé caer sobre el respaldo de mi sillón. La sala de mil colores ondulaba allí abajo. Ante mis ojos, la fiesta se había transformado en un entierro. Todas esas personas con atavíos barrocos danzaban sobre un cadáver. No podía soportarlo. Mi marido me hablaba al oído; yo no lo oía, y contestaba cualquier cosa. Me propuso regresar a la sala. Pretexté un repentino cansancio para rehusarme. No tenía ánimo ni fuerzas para dar vueltas al son alegre de un vals. Guillermo me miró con detenimiento, con intensidad, y dijo:
– Entiendo, Annette.
Pero ¿qué entendía exactamente? ¿Que yo estaba evaluando la importancia histórica de esa desaparición? ¿Que lloraba mis ilusiones de juventud? ¿Que me repugnaba tener que fingir alegría en un día de duelo? En contados segundos, un fantasma se había convertido en su rival. Al final, el rey y la reina se retiraron. Guillermo y yo pudimos partir después de ellos.
De regreso en el palacio, mi marido no hizo ninguna alusión al hecho. Había adivinado, sin duda, que, en el estado de ánimo en que me encontraba, cualquier palabra me hubiera herido. Esa noche, me dejó sola en mi cuarto. Le agradecí su discreción.
¿Puede una mujer sentirse viuda de un hombre que jamás ha sido su marido, y consolarse por lo poco que ha tenido de él recordando todo lo que estuvo a punto tener? Al amanecer, después de horas de pesadillas, conjeturas, lágrimas y cólera, me sentí liberada del misterioso mal que me consumía desde hacía años. Bajo la cruda luz del día, mis alucinaciones se desvanecieron. Me dije que era esposa, madre y princesa, y que ese triple papel debía bastarme para colmar mis aspiraciones. Admití que hasta ese momento me había comportado como una aficionada, y que ahora tenía, por decirlo de alguna manera, una “profesión”. La profesión de futura soberana, cuyas sutilezas iba aprendiendo al lado de mi marido. La nación sobre la que un día reinaría tenía derechos sobre mí. En adelante, me correspondía mostrarme digna de su confianza y su afecto. Mientras desgranaba esos sabios pensamientos, tuve la impresión de fortalecer mi columna vertebral. Me erguí. Empezaba a comprometerme a fondo.
Cuando me reuní con Guillermo en el desayuno, que solíamos tomar juntos, había vuelto a ser su esposa. Me dijo:
– Llegó un correo de París. Confirma la noticia. Napoleón fue enterrado en Santa Elena.
– Merecía más que eso -murmuré, entre dos sorbos de té.
– Sí -reconoció-. ¡Qué final miserable después de tantas fanfarrias!
– En los reinados opacos hay menos sorpresas cuando declinan los gobernantes.
– ¿Te refieres a nuestra familia? -me preguntó sonriendo.
– No -contesté-. Pero creo que los grandes éxitos siempre engendran grandes catástrofes. Dios ama el justo medio. Las cabezas que sobresalen corren el riesgo de ser las primeras en caer.