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– Te creía más individualista.

– Lo era.

Me besó la mano:

– ¡No cambies nunca!

Esa frase galante me persiguió durante todo el día. Esa misma noche pude convencerme de que Guillermo era sincero.

* * *

El tiempo no me trajo más que dichas y desdichas comunes. El año que siguió a la desaparición de Napoleón, tuve otro hijo, Casimiro, que murió a los pocos meses. Yo quería una niña, y mis deseos se cumplieron, ya que pronto di a luz a una pequeña y sólida Sofía. Después de restablecerme, hice un viaje a Rusia para volver a ver mi país natal y visitar a mi familia. Más adelante, en 1825, murió el emperador Alejandro I y se produjo la terrible rebelión de los decembristas, que fue aplastada por el nuevo zar, mi joven hermano Nicolás I. Esas repetidas convulsiones no me permitían augurar nada bueno para mi antigua patria. Aunque me escribía con mi familia rusa con regularidad, era consciente de que nuestras preocupaciones diferían en los temas fundamentales. Al enterarme, en noviembre de 1828, del fallecimiento de mi madre, la emperatriz María Fedórovna, tuve la sensación de que mis lazos con Rusia se cortaban para siempre. Partía a la deriva. Sentía que no era de allá ni de acá.

Mi mano se crispa sobre la pluma de ganso. El papel blanco me encandila. No debo llorar. Ya no tengo derecho a hacerlo.

Bélgica se encuentra en plena agitación: reclama su independencia. En todos los países de Europa impera un frenesí revolucionario. Si Napoleón aún estuviera en este mundo, no toleraría esta clase de desórdenes. Los hombres de un modelo corriente se inclinan ante lo que consideran la fatalidad. Él, en cambio, siempre supo dominar los acontecimientos y las multitudes.

¿Por qué tengo que pensar otra vez en Napoleón, cuando creía haberme curado de él hace mucho tiempo? ¿Qué sortilegio introduce a este fantasma en mi actual destino, tan diferente de aquel que, en el pasado, a veces temía, y otras anhelaba? No quiero hacer el ridículo papel de la esposa del príncipe Guillermo de Orange que juzga a la prometida de Napoleón. Me niego a ser una matrioshka rusa, esa serie de muñecas de madera de colores que se encajan unas dentro de otras, y cada una de ellas guarda en su interior su réplica más pequeña. ¿He tenido varias vidas contradictorias? ¿Soy una mujer dual? Pero ¿no lo son acaso, en cierto modo, todas las mujeres, según las fluctuaciones de su corazón y las variaciones de la edad?

Ignoro lo que me depara el futuro, pero sé que, pase lo que pase, seguiré siendo fiel a mi misión de princesa y esposa. Mi mayor anhelo es reinar algún día, junto a Guillermo, sobre estos Países Bajos que cayeron de manera imprevista en mi canastilla de bodas.

Redacto estas líneas en la noche del 18 de enero de 1830, [*] después de festejar mi cumpleaños número treinta y cinco, con júbilo y pompa, en familia. He recibido una gran cantidad de felicitaciones y obsequios. La verdad es que todos me han mimado mucho siempre: mis cajones están llenos de anillos, pendientes, diademas… Sin embargo, mi bien más preciado sigue siendo este modesto cuaderno, con tapas de cuero rojo, que me regalaron cuando cumplí quince años, y en el que decidí dejar de escribir a partir de hoy. En él he relatado, como pude, las transformaciones de los primeros tiempos de mi vida. Al remover esos recuerdos, pude exorcizarme. Lo que sigue no me interesa. Cuando un camino está trazado en forma completa, no sirve de nada comentar las diferentes etapas.

Buscaré un lugar seguro para esconder estas páginas. Y supongo que las releeré, con una sonrisa, cuando sea anciana. Si no las quemo antes. Para estar completamente tranquila, debo convencerme de que nací en algún lugar de Holanda o Bélgica, y que Napoleón jamás pensó en tomarme como esposa.

Epílogo

El 25 de agosto de 1830 estalló una revuelta en Bruselas. Las tropas holandesas, sitiadas en el Parque, capitularon. Se proclamó la independencia de Bélgica. El joven Estado, bajo la protección de Francia e Inglaterra, eligió como soberano a Leopoldo de Sajonia-Coburgo-Gotha. Guillermo I aceptó reconocer las fronteras del nuevo reino por medio del tratado de Londres. En 1840, hastiado, desacreditado, abdicó en favor de su hijo, Guillermo II. Ana se convirtió en reina de los Países Bajos, y se dedicó a revitalizar la corte y ganarse la simpatía de sus súbditos. Su marido tuvo la habilidad de evitar que su país sufriera las consecuencias de la revolución de 1848 en Francia. Al otorgar una constitución parlamentaria, aplacó a tiempo los ánimos más caldeados. Pero no tuvo la oportunidad de proseguir con esa empresa liberal. Al año siguiente, consumido por la enfermedad y las preocupaciones, expiró en su residencia de Tilburg.

Su muerte, que sobrevino después de la de su hijo Alejandro, conmocionó tanto a Ana que decidió retirarse de la vida pública. A partir de ese momento, Guillermo III ocupó, con firmeza, el trono de su padre. En cuanto a Ana, se consagró a la religión y a las obras de caridad. Tal vez se haya conmovido al recibir la noticia de que los restos de Napoleón habían llegado a Francia y serían solemnemente trasladados a la iglesia de Los Inválidos. Pero no dejó traslucir sus sentimientos. El tiempo llevó a cabo en ella su inexorable trabajo de olvido. Enclaustrada en su castillo de Soestdijk, mataba las horas pintando y haciendo tapices. En su entorno, la llamaban “Su Majestad Imperial y Real”, en referencia a su lejano y elevado origen. A veces paseaba por el parque del castillo, acompañada por los seis galgos rusos que le habían enviado desde su patria, a los que les hablaba en su idioma materno. Falleció el 1º de marzo de 1865, a los setenta años. El servicio fúnebre fue celebrado por su capellán privado, según el rito de la religión ortodoxa, a la que permaneció fiel hasta el final. Fue enterrada junto a su marido, en Delft. Seguramente hubiera preferido descansar bajo la cúpula de Los Inválidos, en la gloriosa cercanía del “Ogro Corso”. Pero hay deseos que una mujer honesta nunca se atrevería a confesarse a sí misma, ni siquiera en su lecho de muerte.

***
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[*] Ana Pávlovna nació el 7 de enero de 1795, según el calendario juliano que se utilizaba en Rusia. En el siglo XVIII, ese calendario estaba once días atrasado con respecto al calendario gregoriano que regía en otras partes, de modo que el 7 de enero en Rusia correspondía al 18 de enero en los Países Bajos.