Выбрать главу

Cuando el emperador salió de San Petersburgo con destino a Erfurt, mi madre hizo celebrar una misa votiva en la catedral de Kazan. Toda la familia imperial y todos los dignatarios, reunidos en la nave, oraron por que nuestro amado zar resistiera a los proyectos del monstruo francés. Se decía que para seducir mejor a nuestro soberano, Napoleón había organizado una fastuosa recepción en su honor, con revista de tropas, banquetes, bailes, excursiones y espectáculos. Uní mis plegarias a las de la multitud, con el sentimiento de defender a mi patria contra un inmenso peligro: ¡esperaba que mi hermano mantuviera la cabeza fría!

Al regresar por la noche a mi cuarto con Natalia, después de esa jornada oficial, le comuniqué mis temores. Ella se rió y exclamó:

– ¡Yo le puedo asegurar que todo se va a arreglar!

– ¿Por medio de las armas?

– No, por medio de las mujeres.

– ¿Cómo es eso?

– Parece que Napoleón tiene la intención de repudiar a Josefina, que no puede darle un heredero.

– ¿Tiene derecho a hacerlo?

– ¡Él tiene todos los derechos, Su Alteza Imperial!

– Está bien, pero ¿qué tiene que ver eso con nosotros?

– ¡Mucho! -dijo Natalia, poniendo un dedo sobre sus labios.

Aunque la llené de preguntas, me juró que no sabía nada más, pero que, según las cartas de su tío, que había acompañado a Alejandro en su viaje, era muy posible que el encuentro de Erfurt hubiera servido para sellar una cálida reconciliación entre Rusia y Francia.

Tuve que conformarme con eso hasta el regreso de Alejandro. Después de su llegada a San Petersburgo, mi madre vino a verme y me anunció con un tono indiferente:

– A propósito, Napoleón nos hizo saber que le gustaría casarse con tu hermana Catalina.

Estuve a punto de perder el equilibrio. Con el pecho oprimido y las rodillas flojas, murmuré:

– ¡No es posible!

– ¿Por qué no? Tiene la edad apropiada: veinte años.

– ¿Y qué le contestaron?

– Nada aún -dijo mi madre-. Lo estamos pensando.

Y salió del dormitorio, dejándome pasmada de estupor, incapaz de decidir si estaba contenta o aterrada por Catalina, a causa de esa decisión leonina.

2

Durante los días que siguieron, se sopesaron los pros y los contras. Toda la familia estaba alborotada. Mi madre, guardiana del honor dinástico, y Alejandro, sostuvieron innumerables conciliábulos con Catalina, mientras el embajador de Francia Caulaincourt aguardaba la respuesta con impaciencia. Por supuesto, a mí no me tenían al tanto de esas negociaciones matrimoniales, pero la astuta Natalia Baranova me traía las noticias. Según ella, Catalina no era hostil a la idea de casarse con Napoleón: la perspectiva de reinar sobre los franceses le hacía considerar el proyecto en forma favorable. En cambio, mi madre rechazaba la idea de entregarle su hija a un bandido que no tenía ningún derecho hereditario al título de jefe de Estado. En cuanto a Alejandro, aunque temía ofender a su antiguo enemigo con un rechazo, también vacilaba frente a la humillación de ese casamiento desigual. Sobre todo porque su queridísima “Cató” estaba cada día más hermosa, y si la enviaban a Francia la perdería de vista para siempre. Creo que una separación tan brutal estaba por encima de sus fuerzas. Buscaba alguna excusa que le permitiera conservar a nuestra hermana en Rusia sin provocar complicaciones diplomáticas con “el aliado francés”. Durante aquellas horas de transacciones secretas, me preguntaba cómo podía haber pedido Napoleón la mano de Catalina sin haberla visto nunca. ¿Se habría basado sólo en los informes elogiosos de Caulaincourt y de sus agentes en Europa? En suma, se trataba de un asunto político en el que el corazón estaba tristemente ausente. Considerada desde ese punto de vista, la propuesta de Napoleón era al mismo tiempo halagüeña y lamentable.

Todavía me hacía preguntas sobre la solución del problema, cuando estalló una noticia con el estruendo de una bomba: la gran duquesa Catalina contraería enlace, en pocos días más, con el príncipe Jorge de Oldenburgo, que había entrado hacía poco tiempo al servicio del zar. Yo ya había visto a ese grotesco personaje en una recepción en el palacio. Era feo, enclenque, tartamudo, y estaba lleno de granos. Pero Catalina se mostró encantada. ¿Se sentía feliz por haber evitado a Napoleón o disimulaba su decepción con una máscara de alegría? A pesar de mi aversión instintiva hacia el emperador de los franceses, me pareció que mi hermana perdía en el cambio. Era evidente que había cedido, por respeto a la tradición, a la voluntad de nuestra madre y nuestro hermano. A su alrededor, todo el mundo fingía celebrar su suerte. Yo casi no tuve oportunidades de estar a solas con ella. Pero durante la presentación oficial de los votos de esponsales, pude llevarla aparte y le hice la pregunta que me quemaba los labios: “¿Es realmente el elegido de tu corazón?”. Ella sonrió moviendo su fina cabeza de porcelana y respondió a media voz: “Mi pequeña Annette, debes saber que, en el matrimonio, la felicidad es para aquellas que saben pintar los huevos de Pascua más ordinarios con los colores más brillantes”. Y volvió con sus invitados. Su reflexión me dejó pensando. ¿Había querido insinuar que el éxito de una pareja dependía del talento de la mujer para embellecerlo todo a su alrededor? Al verla junto a su prometido, más bien estaba tentada a creer que, en algunas muchachas, la obsesión por el matrimonio era tan fuerte que estaban dispuestas a sacrificar sus sentimientos íntimos por el vanidoso placer de que les colocaran un anillo en el dedo. Y me juré que yo sería diferente.

Napoleón tomó muy mal la evasiva de Catalina, sobre todo porque Alejandro otorgó a la boda de su hermana un brillo inusitado. La bendición nupcial estuvo rodeada de toda la pompa imaginable. Y los festejos que siguieron deslumbraron a los más reacios y puntillosos de los observadores. Cuarenta y cinco mil soldados formados a lo largo de las calles, espléndidos obsequios, cenas, bailes, fuegos artificiales, espectáculos con la famosa actriz mademoiselle George en el teatro del Ermitage. Era como si, de ese modo, la corte de Rusia hubiera querido imitar los fastos franceses de Erfurt. Una circunstancia agravante para Francia era que los huéspedes de honor de esas ceremonias fueron el rey y la reina de Prusia, enemigos jurados de Napoleón. En San Petersburgo circulaba el rumor de que Alejandro albergaba tiernos sentimientos hacia la reina Luisa, de modo que yo estaba impaciente por verla. Como acababa de cumplir catorce años, tuve la gran satisfacción de ser admitida en todos los festejos oficiales. No estaba acostumbrada a ese desenfreno festivo, y la cabeza me daba vueltas en medio de los chispeantes y saltarines asistentes de los salones. Para esa ocasión, tuve el derecho de usar tres vestidos nuevos. Natalia me dijo que estaba bellísima. Pero, cuando me comparaba con las protagonistas de esas recepciones, me veía como una avecita desplumada perdida en el reino de los cisnes. Catalina, la reina Luisa y la emperatriz Isabel Alexéievna eclipsaban a las demás mujeres por la gracia de sus rostros y el esplendor de sus atuendos. Como era de esperar, Alejandro llenó de palabras galantes a la reina Luisa, y se mostró igualmente solícito con su amante, María Antónovna Narishkin. Ella lucía un vestido blanco muy sencillo y un ramito de nomeolvides en sus cabellos color azabache como todo adorno. En cambio, la reina de Prusia exhibía los hombros desnudos y un gran escote, y estaba cubierta de diamantes y perlas. Aunque estaba embarazada, quería que todos la vieran atractiva, desde el amo de Rusia hasta el último de los lacayos. Su piel era blanca como la leche. Sus labios, siempre sonrientes, incitaban a besarlos. A mí me parecía que Alejandro estaba equivocado en interesarse por ella, cuando su propia esposa era mucho más seductora y misteriosa en su modestia.