El marqués de Caulaincourt deambulaba entre los grupos con cara larga. Para él, esos festejos ruso-prusianos constituían una afrenta a Napoleón. Observaba con disimulo a Catalina, con una mirada hostil, como si ella fuera una pieza seleccionada en una subasta que no había logrado adquirir. Por otra parte, los invitados trataban al francés con frialdad. Todas las atenciones se dirigían a la joven desposada y a los ilustres visitantes prusianos. Catalina abrió el baile del brazo de su esposo, que bailaba con la rigidez de una escoba. Caulaincourt se me acercó y me murmuró con una sonrisa irónica: “Al ver estos esplendores internacionales, me pregunto a quién agasajan hoy, si a la gran duquesa Catalina o a la reina Luisa”. Dudé un segundo y repliqué: “Mi hermana Catalina recibe aquí el tributo de nuestro amor, y la reina Luisa, el de nuestra cortesía”. Mi respuesta pareció causarle gracia, y exclamó: “¡Su Alteza Imperial supera a nuestros más finos diplomáticos!”. Evidentemente, no estaba contento.
Yo me divertía mucho en esa fiesta. Un joven gentilhombre de cámara, Valery Znamenski, alabó mi peinado; Natalia me había adornado el cabello con rosas de tela. El muchacho tenía una cara regordeta, ojos de un azul brillante, largas pestañas femeninas y una prominente manzana de Adán que sobresalía del cuello bordado de su uniforme. Mi título de gran duquesa lo impresionaba tanto que no se atrevía a mirarme cuando me hablaba. Me manifestó su admiración por no sé qué oda de Derzhavin. Yo no había leído nada de ese poeta, aunque era mundialmente conocido, y disimulé mi ignorancia con un mohín dubitativo. Para convencerme, Znamenski me recitó algunos versos con ardor. Sus pupilas centelleaban. Por un instante, me pareció atractivo. Mientras recitaba, Natalia se acercó a nosotros. Tenía una expresión de suave reproche. Entendí que le parecía impropio que una alteza imperial estuviera a solas con un hombre de menor rango, aunque éste se hallara al servicio de la corte. Fue mi madre, sin duda, quien le encargó que me llamara al orden. Me alejé de Znamenski a regañadientes.
– Seguro que le recitó a Derzhavin -me dijo Natalia.
– Sí -admití de mala gana.
– ¡Es un mujeriego empedernido! Tiene su método. Pero reconozco que no le falta estilo.
Una oleada de calor me subió a las mejillas y balbuceé:
– ¡No tiene ninguna importancia!
– En todo caso -replicó Natalia-, se equivocó de destinataria. ¡Su Alteza Real debe apuntar más alto!
– No apunto a nada en absoluto -respondí secamente.
Me hizo un gesto amenazante con el dedo. Comprendí que no debí mostrarme ofendida, y lancé una carcajada, arrastrando a Natalia a compartir mi buen humor. En varias oportunidades, Znamenski dio vueltas a nuestro alrededor. Sus maniobras me divertían. De pronto, me sentí tan bella, tan astuta y tan ingeniosa como Catalina.
Al volver a pensar en mi pasado, me doy cuenta de que, en los tiempos de mi primera juventud, había dentro de mí una absurda mezcla de ambición y timidez. Me sentía indigna de un destino excepcional y, al mismo tiempo, impaciente por demostrar lo contrario. Cuanto más me decepcionaba mi imagen en el espejo, más lejos me llevaban mis sueños. Y mientras me planteaba interrogantes sobre mi futuro suspirando frente al espejo del tocador, la historia marchaba a grandes pasos.
Guerra entre Austria y Francia. Muy bien. Pero en los primeros enfrentamientos, los austríacos fueron derrotados. A pesar de la promesa de Alejandro de apoyar en cualquier circunstancia a su aliado francés, las tropas rusas no se hicieron presentes en el campo de batalla de Wagram. En consecuencia, Napoleón, furioso, impuso mediante el tratado de Viena, en octubre de 1809, la ampliación del gran ducado de Varsovia, y casi toda Polonia quedó bajo el protectorado francés, en detrimento de los intereses de la debilitada Rusia.
Como consecuencia de todos esos errores de la política rusa, en nuestro palacio reinaba el mal humor. Por lo visto, Napoleón desplazaba las fronteras a su voluntad, disponía de los pueblos como si se tratara de ganado, y cualquiera que intentara oponerle resistencia perdía su trono. Aunque se hicieran los bravucones, la mayoría de los soberanos de Europa sólo reinaban con su permiso. Las maldiciones que lanzaban contra él por lo bajo, en el interior de sus palacios y sus iglesias, no tenían la menor influencia sobre la buena estrella que guiaba el avance de Bonaparte hacia la conquista del mundo. Refugiada en Gachina con mi madre y mis hermanos menores, me limitada a rezar para que el apetito desmedido del monstruo devorador no llegara a Rusia. Mi querida Natalia seguía diciéndome que, según su tío Rumiantsev, no teníamos nada que temer. Me lo decía con un aire misterioso que me molestaba y me dejaba intrigada.
Todo se aclaró un día de noviembre de 1809. Mi madre me citó en sus aposentos, me hizo sentar frente a ella, me tomó las dos manos y, mirándome fijamente a los ojos, dijo con una voz embargada de emoción:
– Tengo una noticia seria para darte, Annette. Al ser rechazado por tu hermana Catalina, Napoleón te eligió a ti.
Al oír esas palabras, una extraña calma se apoderó de mi mente. En cierto modo, me sorprendí de no estar más sorprendida. Como si desde mucho tiempo atrás hubiera estado preparada, sin saberlo, para esa eventualidad. Como si el asunto ya hubiera sido discutido entre Napoleón y yo.
– ¡Ah! Sí… -balbuceé-. Es… Es… ¿Por qué no?…
– Nadie pide tu opinión -me interrumpió mi madre.
Erguí la cabeza.
– ¿No soy acaso la principal interesada?
– La principal interesada es Rusia -replicó con dureza.
Luego, continuó con más suavidad:
– Alejandro y yo estamos analizando la situación. Por un lado, si volvemos a rechazar a Napoleón, quedará resentido, se enfurecerá y encontrará rápidamente un pretexto para atacarnos. Además, si nuestro pueblo se entera de que el zar y yo rechazamos una propuesta matrimonial que podría haber alejado el peligro de la guerra, nos lo reprocharía. Pero, por otro lado, ¿puedo sacrificarte a ti, mi pequeña Annette, por el bien del Estado? Aún no tienes quince años, y él tiene cuarenta. Su carácter perverso no tiene ningún freno. ¿Qué suplicios deberás sufrir a su sombra? Y si llega a morir, ¿qué será de ti? ¿Podemos suponer que la dinastía de ese usurpador será respetada? Todos estos interrogantes nos inquietan. Como siempre, Napoleón tiene prisa por conseguir su objetivo. Caulaincourt nos pide que nos decidamos en las próximas horas. Por suerte, Alejandro tiene que viajar a Moscú, de manera que postergaremos la decisión para más adelante. ¡Qué lástima que Catalina no esté con nosotros! Pero le escribiré a Tver para pedirle consejo. Ella tiene una mente equilibrada y fuerte. Mientras tanto, estudiaré todas las soluciones posibles. No te preocupes, hija mía, haremos lo mejor que podamos.
Hablaba con tanta decisión que no me atreví a protestar. Yo sabía que, por mi nacimiento, estaba condenada a casarme con un hombre elegido por ella y por mi hermano, según consideraciones estrictamente políticas. Una gran duquesa de Rusia no se pertenece a sí misma. Sólo en apariencia es una mujer. En realidad, es una pieza de madera o de marfil, un peón en el tablero de ajedrez europeo. ¿Me moverían a la casilla de Francia o a alguna casilla secundaria, como en el caso de Catalina? En el fondo de mi corazón, tenía la esperanza de un destino imperial y francés. Por orgullo, por amor al peligro, como una revancha por mi físico ingrato.
Reuní valor y murmuré:
– Haré lo que usted diga, madre. Pero la idea de vivir en París no me disgusta.
Mi madre se echó hacia atrás en su sillón, y un ataque de risa sacudió su opulento pecho encerrado en una blusa púrpura y oro, vigorosamente ajustada con ballenas.