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– Deja de pensar en esto. Te avisaremos a su debido tiempo. Ahora vete.

Y después de bendecirme con la señal de la cruz, me dio a besar su mano. Salí de allí trastornada.

Poco después me vino a la memoria la historia de Isabel I: según había oído decir, la prometieron, muy joven, al rey de Francia Luis XV, que en ese momento tenía quince años, y su precoz compromiso se rompió a último momento por oscuras razones políticas. ¿No era un precedente significativo? Además, ¿eso debía alegrarme o preocuparme? Se lo comenté a mi madre, unos días después, cuando volví a visitarla. Se enojó por esa comparación, y se limitó a decirme:

– Es historia antigua. Tanto Francia como Rusia cometieron torpezas en esas negociaciones. Por otra parte, si buscas comparaciones, antes de Isabel, en el siglo XI, hubo un plan de matrimonio franco-ruso que sí se llevó a cabo: Ana de Kiev, la hija del príncipe Iaroslav I de Kiev, se casó con Enrique I, rey de Francia. ¡Pero fue hace tanto tiempo! Las mentalidades evolucionaron mucho desde aquella época. ¡No pienses más en eso!

Pero yo pensaba tanto en eso que fui a hacerle algunas preguntas sobre el tema a Gregor Matveiev, mi antiguo profesor. Pareció molesto por esa recordación histórica, y se negó a hacer comentarios inútiles. Todo lo que me quedó grabado de esa incursión en el pasado de mi patria es que desde hacía mucho tiempo Francia experimentaba una atracción sentimental por Rusia, y viceversa. Por eso, inferí que el terreno estaba preparado, y que, al interesarse por mí, Napoleón obedecía a una inclinación tradicional. Lo que más me turbaba era el hecho de llevar el mismo nombre que Ana de Kiev. Veía en eso una suerte de predestinación. Pero ¿Napoleón me había elegido porque yo era la única gran duquesa disponible en Rusia, después del apresurado casamiento de Catalina? ¿O lo hacía porque Caulaincourt le había hecho llegar una miniatura que me representaba con un aspecto favorable? En los últimos tiempos, cada vez que me encontraba con ese hombre elegante y discreto en una recepción, él se las ingeniaba para intercambiar algunas palabras conmigo. Su mirada me evaluaba como si estuviera en venta. Yo me sentía al mismo tiempo afectada en mi pudor y halagada en mi amor propio.

Al volver a mi cuarto, me entregué a una insensata esperanza. Soñé que mi madre aceptaba a Napoleón como yerno, que mi hermano me llevaba a París, donde el pueblo francés me recibía en un delirio de júbilo, y que, después de una suntuosa boda que reunía a mi alrededor a todas las testas coronadas de Europa, yo emprendía, sólo con los medios de la seducción femenina, la conquista de un hombre cuyos cambios de humor temía todo el mundo. Mi dulzura lo desarmaba y lo ponía de rodillas. Yo le quitaba la espada de la mano, y el minotauro se convertía en cordero. Y siguiendo nuestro ejemplo, Rusia y Francia dejaban de odiarse y comulgaban en un fraternal afecto. La dificultad de la tarea, lejos de paralizarme, estimulaba mi valentía. Cuanto más temía a Napoleón, más deseaba ser su esposa. Cuanto más reflexionaba sobre la enorme diferencia de edad, más me convencía de que mi juventud y mi frescura me darían poder sobre un marido que envejecía y estaba de vuelta de todo. Yo sería en su vida como el último rayo de sol en un jardín crepuscular. “¡Quiera Dios que mi madre y mi hermano compartan mi fe en el porvenir!”, pensaba.

En el colmo de la excitación, hice venir a Natalia y le repetí, palabra por palabra, la conversación que acababa de tener con mi madre. Creí que mi dama de compañía quedaría muda de asombro, pero ella me confesó que estaba al tanto de las intenciones de Napoleón desde hacía varios días. Los colaboradores de Rumiantsev no habían podido quedarse callados. En las oficinas y las antecámaras de Gachina y San Petersburgo, todo el mundo comentaba la noticia.

– No me correspondía decírselo a usted antes que su madre -me dijo Natalia-. Pero ahora, como ya está al tanto, puedo contarle todo en detalle. Napoleón anunció en forma oficial, frente a su familia reunida, que repudiaba a Josefina. El Senado recibió el acta y preparó un decreto para legalizarla. Al mismo tiempo, Su Majestad, su hermano Alejandro, fue informado del deseo del emperador de los franceses de tomarla a usted por esposa. Sin esperar la respuesta del zar, Caulaincourt hizo saber en París que usted cumpliría quince años en los primeros días de enero de 1810, que según su conocimiento era usted núbil desde hace cuatro meses, y que le parecía totalmente apta para tener hijos. La noticia ya trascendió en Francia. Los periódicos recogieron la información y escribieron comentarios simpáticos sobre el proyecto. A orillas del Sena, se habla del “probable casamiento de Bizancio con Roma”, de “Carlomagno con Irene”… Algunos incluso aventuran que el divorcio con Josefina se realizará en diciembre, la boda con usted tendrá lugar a fines de enero de 1810, y en 1811, un heredero de la dinastía de los Bonaparte ocupará su cuna dorada. Pero aquí, como le dijo su madre, todavía hay dudas: su extrema juventud, el hecho de casarse con un militar de carrera, divorciado por añadidura, la cuestión religiosa… Es inconcebible que una gran duquesa rusa se bautice católica, y los franceses no aceptarán que su nueva emperatriz tenga una capilla ortodoxa particular, y que se paseen popes barbudos por las Tullerías. ¡Todo este asunto es muy complicado! La compadezco por ser el motivo de todas esas negociaciones. Al parecer, si su madre y su hermano aceptan, Napoleón nos ofrecerá Polonia a cambio.

– ¡Una gran duquesa como precio de un país! -suspiré, agobiada.

– Eso le da la medida del interés que siente por usted su magnífico pretendiente. En todo este enredo hay coincidencias que dan que pensar. No necesito recordarle cuáles son: Ana de Kiev y Ana de San Petersburgo, Enrique I y Napoleón I. La historia no siempre se renueva. ¡A veces se repite!

Desde el inicio de nuestra conversación, poco a poco mi entusiasmo se fue convirtiendo en un frío glacial. De pronto, me sentí tan pequeña, tan vulnerable, que empecé a añorar mis seis años, mis juguetes y mis institutrices. Susurré:

– Tengo miedo, Natalia.

– ¿De qué?

– De que mi deseo se cumpla y de que no se cumpla.

– ¿Y cuál es su deseo?

Incapaz de responder, rompí en llanto. Ella me rodeó con su brazo y me meció con ternura. Su corazón latía contra el mío. Canturreó:

– Vamos, vamos… Todo se va a arreglar… Aquí o allá, con él o con otro…

– ¡No quiero otro! -grité-. ¡Es él o nadie!

– ¿Se lo ha dicho a su madre?

– No, no me atreví.

– ¿Se lo dirá algún día?

– No lo creo.

– Entonces, ¿cómo podría saberlo?

– ¡No quiero que lo sepa! Sólo tú puedes comprenderme… ¡Oh, soy tan desdichada, Natalia! Me da vergüenza que tantas personas se ocupen de mí, hablen de mí… ¡Me gustaría desaparecer de la vista de todos!

Me ahogaba en sollozos. Mientras Natalia intentaba consolarme, unos pasos se acercaron a la puerta. Natalia se apartó y dijo en voz baja:

– Séquese los ojos. Viene alguien. Y piense en Ana de Kiev. ¡Ella no hizo tantos problemas para aceptar!

Era mi hermano Nicolás. ¿También él estaba enterado? Me costó mucho trabajo mantener una actitud natural frente a él. Nicolás me entregó un libro que le había dado Valery Znamenski para mí: poemas de Derzhavin. Sin duda, ese joven enamorado era insistente. Arrojé el libro sobre la mesa. Una flor seca se deslizó de entre las páginas y cayó sobre la alfombra. No la recogí. Todo eso había quedado atrás. Tal vez no leyera nunca aquellos versos. Por ahora, tenía otros pensamientos en la cabeza. Me parecía que Znamenski, con su cara insulsa y su traje de gentilhombre de cámara, pertenecía a una vida anterior. Apenas podía oír lo que decía Nicolás, que seguía parloteando con su voz chillona. Sus bromas, que antes me hacían reír, me parecían ahora vulgares chiquilladas. Ya no había un año y medio de diferencia entre nosotros, sino cinco, diez años… No veía la hora de que se fuera de mi cuarto. Cuando salió, me tendí sobre la cama. La voz de Natalia me sacó de mi embotamiento: