Mi madre lo interrumpió:
– ¿Podemos confiar en las promesas de un Bonaparte?
Alejandro se sacudió algunas migas que habían caído sobre su uniforme.
– No del todo -terminó por admitir-. Y eso es lo que me preocupa. Una vez más, pedí una prórroga de diez días para pronunciarme. Y según Caulaincourt, Napoleón está irritado por nuestra demora en darle una respuesta. Él espolea y yo tiro las riendas hacia atrás. ¡Esto no puede continuar en forma indefinida!
– No -reconoció María Fedórovna-. Pero actuar en forma precipitada también sería arriesgado. Yo sólo pienso en la felicidad de mi pequeña Annette…
Y otra vez se lanzó a enumerar, con su acostumbrada locuacidad, todos los peligros de una unión tan desigual. Yo conocía sus objeciones de memoria: una gran duquesa de Rusia no podía casarse con un aventurero, y como quedaba excluida una conversión al catolicismo, me encontraría en una posición incómoda, en un país que no compartía mi fe; la enorme diferencia de edad y de temperamento me convertiría en esclava de un marido más interesado en procrear que en amar; además, yo no tenía un carácter lo bastante enérgico como para hacerlo cambiar de actitud hacia Rusia y, por último, el recuerdo de mis dos hermanas mayores, muertas por haber sido arrojadas demasiado pronto al tálamo nupcial, impedía repetir la experiencia… En medio de ese fárrago de palabras, intenté débilmente una protesta:
– ¡Nada indica que vaya a correr la triste suerte de Alejandra y Elena!
– ¿De veras? -exclamó mi madre-. Pero mírate, Annette, ¡no eres más que una niña! Acabas de tener tus primeras reglas, es cierto, pero esas señales aún son muy débiles, muy accidentales… Todavía no están realmente instaladas. Pasarán varios años antes de que puedas convertirte en madre. Y si por insuficiencia física defraudas las esperanzas de paternidad de Napoleón, él no se quedará contigo. Sufrirás, sin haberlo merecido, el destino de Josefina. ¿Es eso lo que quieres?
Me dio vergüenza que mi madre se refiriera a las manifestaciones más íntimas de mi feminidad delante de Alejandro. Ruborizada, balbuceé:
– Se equivoca, madre. En ese sentido, estoy segura de mí misma.
– ¡No es lo que me informaron tus doncellas!
– Yo… yo sé mejor que ellas, me parece…
– ¿Lo crees así? Pero dejemos eso… Hay algo cierto: siempre es aventurado autorizar a una hija a casarse antes de los dieciocho años.
Alzando la vista al techo, Alejandro se quejó:
– ¡Qué fastidio! Por un lado, Napoleón espera, y por el otro, nosotros vacilamos. Tenemos que decidirnos, por corrección, por dignidad…
– Pídele otra prórroga a Caulaincourt -sugirió mi madre.
– ¿Para qué?
– Por las dudas… Puede surgir algún incidente, se nos puede ocurrir alguna idea… que nos aclare de golpe la situación…
Yo estaba al borde de las lágrimas. Mi madre me dio una palmadita en la mejilla.
– Vamos, vamos, no es nada…
Me sonreía como si hubiera querido consolarme por la pérdida de un juguete. Bajé la cabeza. Empezamos a hablar de otra cosa. Una vez más, se dejaba para después el tema del casamiento. Simplemente estábamos reunidos para tomar el té en familia. El crepúsculo sumió la habitación en sombras. Mi madre hizo sonar la campanilla. Dos lacayos trajeron candelabros suplementarios y el recinto quedó tan brillantemente iluminado como si hubiera una fiesta.
– Puedes retirarte ahora, Annette -me dijo mi madre-. Alejandro y yo tenemos que seguir hablando.
Les hice una reverencia y me fui a mi cuarto, tratando de no llorar al pasar frente a algunas personas que esperaban, en la sala contigua, el honor de ser recibidos por Su Majestad.
Natalia no estaba de servicio ese día. Me sentí casi aliviada. Delante de ella, que era toda amistad y ternura, no hubiese podido dominar la turbación. Pero tenía que hacerlo a toda costa. Para darme fuerzas, pensé en Catalina, cuyo carácter de hierro admiraba todo el mundo. Debía ser como ella y enfrentar, con la frente alta, los contratiempos que nos reservaba nuestra condición femenina. Me dirigí hacia la ventana y recorrí con la mirada las tinieblas del jardín cubierto de nieve. De tanto en tanto, un farol iluminaba una zona blanca en medio del caos nocturno. Algunas siluetas de centinelas aparecían entre los árboles. Un grupo de cocheros se calentaba alrededor de un fuego. Me llené los ojos con ese espectáculo familiar hasta desterrar toda idea de mi cerebro. Cuando me sentí como muerta, consideré que me había resignado por fin a no reinar sobre Francia.
Los acontecimientos se desarrollaron a toda velocidad. El 7 de enero de 1810, hubo una gran fiesta en Gachina, para festejar mis quince años. Viví esa jornada como una sonámbula, indiferente a los obsequios, las felicitaciones y las sonrisas de las personas que seguramente sabían cuán desdichada me sentía. Poco tiempo después, Caulaincourt llegó a San Petersburgo con cara de preocupación. Lo vi sólo un minuto, en el vano de la puerta. Me hizo una sentida reverencia y susurró:
– Espero que Su Alteza Imperial me perdone, ¡hice todo lo que pude, pero fue en vano!
Enseguida llegó un chambelán para llevarlo ante la emperatriz viuda. Mi madre lo recibió a solas. La reunión entre ellos duró más de media hora. Enferma de ansiedad, permanecí en la antecámara para espiar la salida del embajador. Por fin se abrió la puerta: ¿victoria o derrota? Caulaincourt pasó frente a mí sin decir una palabra, me lanzó una mirada desconsolada y desapareció. No cabía ninguna duda: el asunto había fracasado.
Tuve la confirmación ese mismo día por intermedio de Natalia. Me dijo que, según decían en el entorno de Rumiantsev, la intención de mi madre y mi hermano era aceptar esa boda sólo si se realizaba dos años más tarde, cuando yo alcanzara mi pleno desarrollo físico. Era un rechazo apenas disimulado. Yo sospechaba que eso sucedería, pero el hecho concreto terminó de abatirme.
El despacho de Caulaincourt que le anunciaba esa contrapropuesta a su ministro Champigny se cruzó con el de Champigny, que le informaba a su embajador en Rusia que Napoleón, teniendo en cuenta mi extrema juventud, mi negativa a convertirme al catolicismo y la escasa diligencia demostrada por Alejandro y la emperatriz viuda, ya había recurrido a Austria.
Me enteré de la noticia una mañana de febrero, por mi madre. Acababa de presidir una conferencia con los principales responsables de sus obras de caridad y, cuando ellos partieron, me llamó a la sala de reuniones. Era una habitación enorme y fría, en la que un círculo de sillones vacíos rodeaba una gran mesa cubierta de un brocado granate con flecos de oro. Sobre el verde oscuro de las colgaduras que decoraban las paredes, se destacaban unos bustos de mármol. Una luminosidad de color blanco azulado entraba por las altas ventanas. Mi madre estaba sentada, sola, en una especie de trono ubicado sobre una tarima. Me señaló un asiento un poco más bajo, junto a ella, y me dijo con voz apagada:
– Bueno, finalmente se terminó la cuestión. Tu ilustre pretendiente, resentido, se decidió por la archiduquesa de Austria, María Luisa. ¡Que le aproveche! Es gorda como una vaquillona y tonta como una burra. Bendigo al cielo por haber sabido evitarte la injuria de un matrimonio de falso brillo. Algún día nos lo agradecerás. Esta solución me puso de excelente humor. ¡El tiempo está espléndido! Tengo ganas de dar un paseo. Ven conmigo, y conversaremos…
Dos solícitas doncellas nos trajeron, por su orden, abrigos, gorros, botitas de fieltro, manguitos de piel, y salimos al parque enterrado bajo la nieve fresca. El sol brillaba en un cielo azul helado. El aire seco nos punzaba la cara y desgarraba las fosas nasales. El resplandor del blanco nos hería la vista. Caminamos con pequeños pasos por la alameda recién desmontada. Dos gendarmes del servicio de vigilancia del palacio nos seguían a una respetuosa distancia. Un ligero vapor bailaba delante de nuestras bocas. Mi madre me tomó del brazo: