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Adam quería apartar a Tate de Buck, pero estaba claro que tendrían una pelea silo intentaba. Y su orgullo no le permitía pedirle amablemente que se fuera con él.

– Haz lo que quieras -gruñó-. Siempre lo has hecho.

A continuación, se volvió y salió del granero. Un instante después oyeron su camioneta alejándose.

– ¿Qué le pasa? -preguntó Buck, sujetando cuidadosamente el pañuelo contra su nariz.

– ¿Te ha gustado cómo te ha tratado? -preguntó Tate.

– No me ha gustado nada -replicó Buck.

– Pues piensa en ello la próxima vez que veas a Velma con otro hombre y decidas golpearlo. Porque ése es el aspecto de un irrazonable y desconfiado paranoico en acción.

Buck hizo una mueca de desagrado.

– ¿Estáis diciendo que así es como me comporto cuando estoy con Velma?

– Bingo.

Buck palpó su nariz para comprobar si estaba rota.

– A fin de cuentas, puede que este puñetazo en la nariz no me haya venido tan mal.

– ¿Oh?

– Puede que Adam me haya hecho entrar en razón. Sé muy bien que no tiene motivos para estar celoso, aunque él crea que sí. Debería haber confiado en ti -Buck se puso en pie-. Creo que voy a volver a ver a Velma.

– ¿Hay alguna probabilidad de que quiera volver a hablarte?

– Si se ha sentido tan desgraciada como yo durante las pasadas semanas, lo hará -dijo Buck con determinación.

– Te deseo suerte.

– No creo que vaya a necesitar suerte. Creo que tengo algo mejor.

– ¿A qué te refieres?

– Creo que acabo de obtener una buena dosis de confianza.

Tate dio un abrazo a Buck, del que éste escapó rápidamente con la excusa de frotarse la paja de los pantalones.

– Puede que me haya vuelto un alma confiada -dijo-, pero Adam sigue por ahí loco como una cabra. No se sabe cuándo aparecerá para buscarte. Creo que me sentiré más seguro si vuelves a casa.

Tate hizo lo que le pedía. Esperaba que la experiencia que acababa de tener Buck con Adam le enseñara de una vez por todas que era una estupidez mostrarse inútilmente celoso. Porque si Buck podía aprender a confiar en Velma, aún había alguna esperanza de que Adam llegara a confiar en ella algún día.

Entretanto, Adam había conducido hacia el norte, hacia Fredericksburg, y ya se encontraba casi en lo alto de la colina cuando se calmó lo suficiente como para mirar a su alrededor y ver dónde estaba. Giró en medio de la autopista y condujo de vuelta al rancho.

Celos. Hasta entonces, Adam no había tenido que enfrentarse nunca a aquel sentimiento, y de momento, no lo estaba haciendo precisamente bien. Podía malgastar el poco tiempo que le quedaba con Tate antes de que ésta le pidiera el divorcio condenándolo por algo sucedido en el pasado. O podía disfrutar de la maravillosa compañía de la encantadora mujer a la que había llegado a conocer y a amar. Entre aquellas dos opciones, la segunda parecía la más razonable.

Cuando llegó al rancho, primero fue al establo a buscar a Tate. Encontró a Buck dentro, trabajando.

El delgado vaquero se apoyó en la valla y dijo:

– ¿Has recuperado ya la razón?

Adam sonrió, arrepentido.

– Sí. Respecto al puñetazo…

– Olvídalo -Buck había estado pensando cómo utilizar su nariz hinchada para que Velma se apiadara de él. Después le explicaría la lección que había aprendido-. Créeme, entiendo cómo debes haberte sentido al verme con Tate.

– ¿Por Velma? -Adam recordó lo destrozado que se sintió Buck al descubrir que su esposa lo estaba engañando.

– Sí.

– Has visto a Tate? -preguntó Adam.

– Ha vuelto a casa. Escucha, Adam, no…

– No tienes por qué darme explicaciones, Buck. No importa -Adam se encaminó hacia la casa. Encontró a Tate en el despacho, trabajando con su ordenador.

– ¿Ocupada?

Tate dio un salto al oír la voz de Adam. Miró por encima del hombro y lo vio apoyado contra el marco de la puerta, jugueteando nerviosamente con el ala de su sombrero.

– No demasiado para hablar -Tate hizo girar la silla, apoyó los tobillos sobre el escritorio y colocó las manos tras su cabeza, tratando de aparentar una despreocupación que estaba muy lejos de sentir.

En su juventud, Adam había participado en algunos rodeos domando potros salvajes. En aquellos momentos sentía el estómago como si se hallara sobre uno y estuvieran a punto de abrir la puerta de la casilla para que saltara a la arena.

– Lo siento -dijo-. Reconozco que ayer me pasé diciendo lo que te dije, y hoy también pegando a Buck. No te estoy pidiendo que me perdones. Sólo me gustaría tener la oportunidad de empezar de nuevo.

Tate se quedó anonadada. ¿Adam disculpándose? Nunca había pensado que vería ese día.

– ¿Significa esto que estas rescindiendo el acuerdo al que llegamos?

Adam tragó con esfuerzo.

– No.

De manera que aún la deseaba, a pesar de que estaba convencido de que el bebé era de Buck. Y estaba dispuesto a mantener la boca cerrada sobre la supuesta «indiscreción» de Tate y a darle su apellido al bebé a cambio de favores en la cama.

Una mujer tenía que estar loca para aceptar un acuerdo como aquél.

– De acuerdo -dijo Tate-. Acepto tu disculpa. Y sigue pareciéndome bien el acuerdo al que llegamos ayer.

Adam notó que no lo había perdonado. Pero el tampoco le había pedido perdón.

Tate pensó que debía ser una eterna optimista, porque interpretó la presencia de Adam en la puerta del despacho como un buen presagio. Aún rió había renunciado a convencerlo de la verdad sobre el bebé, ni a la posibilidad de llevar una vida feliz junto a él. Tal vez nunca llegara a suceder, pero al menos ahora vivirían amistosamente mientras trataban de resolver lo demás.

– Hace un día precioso -dijo Adam-. ¿Te gustaría tomarte un descanso y venir a ayudarme? Aún tengo que mover ese ganado de un pasto a otro -aquel trabajo había quedado pospuesto el día anterior debido a la repentina boda.

Una amplia sonrisa apareció en el rostro de Tate.

– Me encantaría. Déjame guardar lo último que he hecho en el ordenador.

Se volvió hacia la pantalla para pulsar unas teclas, pero se interrumpió al oír que Adam se aclaraba la garganta.

– Uh… No se me había ocurrido preguntar. ¿Te dijo la doctora Kowalski si todo iba bien con el bebé? ¿Hay algún motivo por el que no debas hacer ejercicio físico?

Tate se volvió y le dedicó una beatífica sonrisa.

– Estoy perfectamente. Al bebé le encantará montar a caballo.

A pesar de todo, Adam no le quitó ojo todo el día. Cuando vio que los párpados de Tate empezaban a cerrarse a última hora de la tarde, sugirió que echaran una siesta. La llevó hasta un roble gigante que se hallaba junto al riachuelo que cruzaba el rancho. Allí extendió una manta que tomó de su silla de montar y sacó la comida que llevaba en las alforjas.

Tate se quitó las botas y se tumbó en la manta con las manos tras la cabeza, contemplando el balanceo de las ramas del árbol, suavemente mecidas por la brisa.

– ¡Esto es maravilloso! ¡Un picnic! No sabía que tenías planeado algo así cuando me has sugerido venir.

De hecho, la responsable del picnic era María. Adam había pensado en la manta. Poco después de terminar los sándwiches y el té que María había preparado en un termo, Tate bostezó.

– No puedo creer lo cansada que me siento últimamente.

– Tu cuerpo está experimentando muchos cambios.

– ¿Es esa una opinión médica, doctor? -preguntó Tate, mirándolo a través de los párpados semi cerrados. Pero no escuchó su respuesta. En el instante en que cerró del todo los ojos, se quedó completamente dormida.

Adam recogió las cosas del picnic y se tumbó junto a ella para verla dormir. Nunca se había fijado en lo largas y oscuras que eran sus pestañas. Tenía un pequeño lunar junto a la oreja que no había detectado hasta entonces. Y unas oscuras ojeras en las que tampoco se había fijado.