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Como médico, sabía la carga que suponía un embarazo para el cuerpo y las emociones de una mujer. Se prometió a sí mismo cuidar de Tate, asegurarse de que aquellas ojeras desaparecieran y de que la sonrisa permaneciera en su rostro.

Aunque estaba seguro de que ella se enfadaría si pensaba que había adoptado el papel de protector. Después de todo, había huido de sus hermanos porque estos la habían protegido excesivamente. Tendría que ser muy sutil para lograr hacerle descansar todo lo necesario. Como ese mismo día con el picnic. Estaba seguro de que Tate no sabía que estaba siendo manipulada por su propio bien.

Cuando Tate despertó, se estiró lánguidamente, sin recordar que tenía una apreciativa audiencia. Cuando abrió los ojos, comprobó que estaba a punto de anochecer. Se sentó abruptamente, marcándose un poco al hacerlo.

Adam se acercó a ella al instante, rodeándola con el brazo por los hombros.

– ¿Te encuentras bien?

– Sólo un poco mareada. Supongo que me he sentado demasiado deprisa. ¿Por qué me has dejado dormir tanto rato?

– Estabas cansada.

Tate apoyó la cabeza en su hombro.

– Supongo que sí. ¿No será mejor que volvamos?

Adam le acarició el cuello, buscando el lunar junto a su oreja.

– No tenía nada planeado para esta tarde, ¿y tú?

Tate rió son suavidad.

– No, yo tampoco.

Adam volvió a tumbarla lentamente sobre la manta y la besó. Mientras el sol se ponía, Adam hizo dulcemente el amor con su esposa. Volvieron cabalgando a casa bajo la luz de la luna y en cuanto llegaron al rancho, Adam se aseguró de que Tate se fuera directamente a la cama. A la suya.

– Haré que María traslade tus cosas aquí mañana -susurró junto a su oído-. Será lo más conveniente, ya que vas a dormir aquí.

Tate abrió la boca para protestar, pero volvió a cerrarla. Después de todo, quería que aquel matrimonio funcionara. Y cuanto más tiempo pasara en la cama con Adam, más posibilidades tendría de lograr que sucediera. Tenía intención de llegar a ser totalmente irreemplazable en su vida.

Pero mientras los días se convertían en semanas, y las semanas en meses, la invisible pared de desconfianza que se alzaba entre ellos no terminaba de caer. Aunque hacían el amor cada noche, las palabras «te amo» se atragantaban en la garganta de Tate cada vez que trataba de decirlas. Era demasiado doloroso exponer su necesidad ante él. Sobre todo porque no quería que él se sintiera obligado a decírselo también a ella. Cosa que temía que no haría.

Adam era igualmente consciente de cuánto había ganado con el traslado de Tate a su habitación, y de lo poco que habían cambiado las cosas entre ellos. Trató de sentirse tan encantado como ella con cada avance del embarazo. Casi lo consiguió.

Pero a veces, mientras la observaba, no podía evitar preguntarse si pensaría en Buck de vez en cuando. Últimamente, el vaquero no había parado en el rancho ni un momento durante su tiempo libre. Pero Adam había estado vigilante. Lo que significaba que aún no se fiaba del todo de Tate.

Entretanto, había esperado que Tate volviera a decirle que lo amaba. Pero no lo hizo. Y él sentía que necesitaba oír aquellas palabras.

Tate estaba en la cama con Adam cuando sintió que el bebé se movió por primera vez. Tomó su mano y la colocó sobre su vientre.

– ¿Puedes sentirlo? Ha sido como una especie de revoloteo.

– No -Adam trató de apartar la mano.

– Espera. Puede que vuelva a suceder.

– Apoya la tuya aquí -dijo Adam, colocando la mano de Tate sobre su excitación-. Creo que yo también tengo un revoloteo.

Tate no pudo evitar reír al sentir el cuerpo de Adam palpitando bajo su mano.

– Tienes una mente de ideas fijas, doctor.

– Sí, pero es una idea encantadora -murmuró él, deslizándose hacia abajo por el cuerpo de Tate. Tenía la cabeza apoyada en su vientre cuando sintió un ligero movimiento contra su mejilla. Se irguió como un gato escaldado.

– ¡Lo he sentido! ¡Lo he sentido! He sentido cómo se movía el bebé!

Tate sonrió triunfalmente.

– ¡Te lo había dicho!

Adam se sintió repentinamente incómodo. Como médico, había descrito el proceso del embarazo a sus pacientes cientos de veces. Sin embargo, se sentía apabullado ante la realidad misma. Aquel leve toque contra su mejilla había sido de un ser humano. Creciendo en el interior de Tate. Un bebé que llevaría su nombre. Un bebé que Tate pensaba llevarse cuando se divorciara de él.

Adam recordó porqué no debía dejarse llevar por la emoción respecto a Tate o al bebé. Ya iba a ser bastante malo que Tate se fuera. Sería terrible sentirse también apegado al bebé.

Adam no dijo nada sobre lo que estaba pensando, pero, a partir de esa noche, Tate notó una diferencia en su actitud cada vez que mencionaba al bebé. Adam parecía indiferente. Nada de lo que dijera lo excitaba o le hacía sonreír. Era como si el bebé se hubiera convertido en una carga demasiado pesada de soportar.

Tate había olvidado convenientemente que le había prometido el divorcio en cuanto el bebé naciera. De manera que la única explicación para la actitud de Adam era que seguía creyendo que el bebé no era suyo. Decidió tratar de convencerlo una vez más de que era el padre del bebé.

Eligió bien el momento. Ella y Adam acababan de hacer el amor y estaban abrazados en la cama. El bebé estaba activo en aquellos momentos y Tate presionó su vientre contra Adam, sabiendo que así no podía evitar sentir sus movimientos.

– ¿Adam?

– Hmm.

– El bebé está dando muchas patadas esta noche.

– Hmm.

– Creo que va a parecerse mucho a su padre.

Tate sintió que Adam se puso rígido en cuanto le escuchó decir aquello.

– A ti, Adam. Se va a parecer mucho a ti.

Adam habló en tono cauteloso.

– No tienes por qué hacer esto, Tate. No tienes por qué tratar de hacerme creer que el bebé es mío. Me… -«me encantaría». Se mordió el labio antes de admitir aquello. No tenía sentido revelarle el dolor que le causaría llevándose al bebé.

– Pero este bebé es tuyo, Adam.

– Tate, ya hemos hablado antes de esto. Me hice pruebas…

– ¿Y tu ex-esposa? ¿Ella también se hizo pruebas? Tal vez era problema suyo, no tuyo.

– Anne se hizo todo tipo de pruebas. Ella no tenía ningún problema.

– Puede que los resultados de las tuyas se mezclaran con los de algún otro -insistió Tate-. Tú eres doctor. Sabes que esas cosas pasan. ¿Viste personalmente los resultados?

– Anne me llamó desde la consulta del médico.

– ¿Quieres decir que no estabas allí?

– Tuve que acudir a una urgencia. Yo…

– ¡Entonces ella pudo mentirte! -dijo Tate.

– ¿Por qué? Deseaba tener hijos tanto como yo. ¿Por qué iba mentirme?

– No lo sé -dijo Tate-. ¡Todo lo que sé es que un bebé está creciendo dentro de mí y que el único hombre que ha puesto su semilla en mi interior eres tú!

Por un instante, Adam se sintió esperanzado. Tal vez hubo alguna equivocación. Aunque Anne no le hubiera mentido, tal vez hubiera habido alguna clase de error. No podía creer que ella le hubiera mentido respecto a algo así. El había visto las pruebas de Anne. El problema no era de ella. De manera que él tenía que ser la causa de que se hubieran pasado ocho años sin lograr tener hijos.

Sintió que la esperanza moría en su interior con tanta rapidez como había nacido.

– Ojalá fuera cierto todo lo que estás diciendo, Tate -dijo, suspirando-. Ese bebé no es mío. Soy estéril.

Tate podría haber gritado de frustración.

– ¿Es por eso por lo que te niegas a verte implicado en nada relacionado con el bebé? ¿Porque piensas que no es tuyo?

– ¿Has olvidado que prometiste divorciarte de mí en cuanto el bebé naciera? -preguntó Adam.

– ¿Y si te dijera que no quiero divorciarme? ¿Te sentirías distinto respecto al bebé? -insistió Tate.