– Tengo una confesión que hacer -dijo Tate, interrumpiendo los pensamientos de Honey-. ¡Tu marido Jess es mi hermano! Supongo que eso nos hace cuñadas. Nunca he tenido una cuñada. ¡Esto es fantástico!
Honey sonrió ante el entusiasmo de Tate.
– Puede que te apetezca venir a casa conmigo para ver a Jesse -ofreció.
Tate frunció el ceño al tratar de imaginar la reacción de Jesse cuando supiera que estaba allí por su cuenta. Tras pensarlo un momento, decidió que sería más seguro que la viera en su propio terreno.
– ¿Por qué no venís tú y Jess a comer a mi casa? -sugirió.
– ¿A tu casa?
Tate sonrió y dijo:
– Bueno, no es exactamente mía. Estoy viviendo en el Lazy S, trabajando como administradora del rancho para Adam Philips.
– Vaya -murmuró Honey.
– ¿Sucede algo?
– No. Nada -excepto que Adam Philips era el hombre que Honey había rechazado para casarse con Jesse Whitelaw.
– ¿Y, bien? -preguntó Tate-. ¿Crees que podréis venir?
Si Tate no sabía en lo que se estaba metiendo, Honey no iba a ser la que se lo dijera. Temía que si no aceptaba la propuesta de Tate, ésta se topara con Jess en algún momento sin estar ella presente. Y por los datos que tenía, y de los que Tate evidentemente carecía, podían surgir problemas en aquel reencuentro. Honey quería estar presente para asegurarse de que nadie resultara dañado.
– Por supuesto que iremos -dijo-. ¿A qué hora?
– Hacia las siete. Hasta entonces, Honey. Oh, y me alegro de haberte conocido.
– Yo también -murmuró Honey mientras Tate se volvía y se alejaba. Honey vio cómo abría la puerta de la vieja camioneta Chevy que según sus hermanos se había llevado de casa cuando huyó-. Vaya, vaya -añadió para sí, sintiendo un inquietante presagio respecto a la tarde que se avecinaba.
Entretanto, Tate se sentía como flotando en el aire. Aquello iba a salir de maravilla. Presentaría a Adam a su hermano y a su esposa, y más tarde, cuando estuvieran a solas, le diría a Adam que iba a ser padre.
¡Menuda sorpresa iba a llevarse!
Tate pensaba que Adam se mostraría encantado. Después de todo, lo mismo que dos personas no tenían por qué estar casadas para mantener relaciones sexuales, tampoco tenían por qué estar casadas para tener un hijo. Muchas estrellas de cine estaban haciendo aquello últimamente. ¿Por qué no iban a hacerlo ellos?
Bastante antes de las siete, Tate oyó que alguien llamaba a la puerta. Sabía que no podían ser sus invitados, y por la insistencia de los golpes dedujo que se trataba de una emergencia. Corrió a abrir la puerta y se quedó boquiabierta al ver quién estaba allí.
– ¡Jesse!
– ¡Así que eras tú!.
Tate se lanzó a los brazos de su hermano. Este la alzó y dio un par de vueltas con ella, tal y como había hecho la última vez que se vieron, cuando Tate sólo tenía ocho años.
Jesse parecía el mismo, pero también había cambiado. Sus oscuros ojos seguían tan intensos como siempre, y su pelo negro tan espeso, pero su rostro se había afilado y su cuerpo era el de un hombre maduro, no el del muchacho de veinte años que se había ido cuando Tate sólo era una niña.
– Tienes un aspecto estupendo, Tate -dijo Jesse.
– Y tú también -contestó ella, sin poder dejar de sonreír. Inclinó la cabeza en torno al ancho pecho de su hermano, tratando de localizar a Honey-. ¿Dónde está tu esposa?
– He venido antes que ella -de hecho, Jesse se había ido sin decirle nada para acudir a salvar a su hermana pequeña de las garras de aquel maldito Adam Philips. A Jesse no le había gustado nunca aquel hombre, y ahora sus sentimientos quedaban justificados. ¡Philips se había aprovechado de su hermanita! -Faron y Garth han estado muy preocupados por ti -añadió en tono de reproche.
– ¿Te has puesto en contacto con ellos? ¿Cuándo? ¿Cómo?
– Honey me convenció para que los llamara cuando supo que estaba embarazada. ¿Es cierto lo que me ha dicho? ¿Estás viviendo con Adam Philips? -preguntó Jesse.
– Trabajo aquí -dijo Tate, mostrando en el tono de su voz el orgullo que sentía por su trabajo-. Soy la administradora del rancho de Adam.
– ¿Y qué más haces para Adam?
Tate contuvo el aliento al oír aquello.
– Creo que no me gusta tu tono de voz.
– Recoge tus cosas -ordenó Jesse-. Vas a irte de aquí.
Tate apretó los puños y los apoyó en sus caderas.
– Me fui de casa para no tener que aguantar más esa clase de trato. Tampoco pienso aguantártelo a ti -dijo con firmeza-. Resulta que me gusta mi trabajo, y no tengo intención de renunciar a él.
– ¡No tienes idea de lo que puede sucederle a una joven viviendo sola con un hombre!
– ¿Ah, no?
– ¿Quieres decir que tú y Philips…?
– Mi relación con Adam no es asunto tuyo.
Jesse entrecerró los ojos especulativamente.
– Honey me ha dicho que te ha encontrado en el aparcamiento de la consulta de la doctora Kowalski, pero no me ha dicho qué hacías allí. ¿Estás enferma o algo parecido?
Jesse estaba dando palos de ciego, pensó Tate. No podía saber nada. Pero incluso un cerdo ciego era capaz de encontrar una bellota de vez en cuando. Tenía que hacer algo para distraerlo.
– Honey es una mujer muy guapa, Jesse. ¿Cómo la conociste?
– No cambies de tema, Tate.
Jesse acababa de tomar a su hermana por el brazo cuando apareció Adam.
– Me ha parecido oír voces -al ver que Jesse estaba sujetando a Tate, Adam se puso tenso. Por otro lado, se alegró de que por fin se produjera la confrontación con el hermano de Tate-. Hola, Jesse. ¿Te importa decirme qué está pasando?
– Me llevo a mi hermana a casa -dijo Jesse.
Adam miró el rostro de Tate, buscando en la profundidad de sus ojos avellanados.
– ¿Es eso lo que quieres?
– Quiero quedarme.
– Ya la has oído, Jesse -dijo Adam en tono acerado-. Suéltala.
– ¡Maldito miserable! Hará frío en el infierno antes de que deje a mi hermana entre tus garras.
Adam dio un paso adelante, con los ojos centelleantes y los puños apretados.
– ¡Basta ya! ¡Los dos! -Tate se liberó del agarrón de su hermano, pero permaneció entre los dos hombres, creando una barrera humana para contener la violencia que amenazaba estallar en cualquier momento.
– Apártate, Tate -dijo Jesse.
– Haz lo que te dice -ordenó Adam.
Tate extendió los brazos para mantenerlos separados.
– ¡He dicho que basta, y lo he dicho en serio!
– Voy a llevarte a casa, Tate -dijo Jesse. Pero el tono retador de sus palabras iba dirigido en realidad a Adam.
– ¡Si Tate quiere quedarse, se quedará! -replicó Adam, aceptando implícitamente el reto.
Para el caso que le hacían, habría dado lo mismo que Tate no hubiera estado allí. Ella sólo era el trofeo en disputa. Lo único que les preocupaba a Jesse y a Adam era el conflicto que se avecinaba.
Alguien llamó en ese momento con fuerza a la puerta, y antes de que ninguno se moviera, Honey pasó al interior.
– ¡Menos mal que he llegado a tiempo! -dijo, interponiéndose entre los dos hombres, que se apartaron de inmediato en deferencia a su estado-. ¿Qué le estáis haciendo a la pobre chica? -pasó un brazo consolador por los hombros de Tate-. ¿Te encuentras bien, Tate?
– Estoy bien -dijo Tate-. ¡Pero estos dos idiotas están a punto de empezar a pegarse!
– ¡El se lo ha buscado! -gruñó Jesse-. ¡Sólo una miserable hiena es capaz de seducir a una cría inocente!
– ¡Jesse! -exclamó Tate, tan mortificada por el termino «cría» como por la acusación de su hermano. Era posible que Jesse siguiera recordándola como una niña, pero ya era una mujer.
Adam se había puesto pálido.
– Te estás pasando mucho, Whitelaw -espetó.
– ¿Vas a negarme que te estás acostando con ella? -preguntó Jesse.
– ¡Eso no es asunto tuyo!
Honey se apartó unos pasos con Tate, alejándola de la animosidad que irradiaba de los dos poderosos hombres.