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– Con todo eso, el orfanato de los Niños de Jesús será mejor que Eton o Harrow -dijo Matthew con una sonrisa.

– Sin duda, no está de más que los niños mimados de los poderosos pasen un poco de frío -dijo Mary, un poco picada-, pero nuestros niños ya habrán tenido su cuota de frío cuando vengan al orfanato.

– Desde luego -dijo Matthew apuradamente. «Dios mío, ¡esta mujer es una fiera!».

Elegir a los niños se presentaba también como una tarea verdaderamente difícil, puesto que sólo cuarenta y siete, de los doscientos que ocuparían los dos orfanatos, estaban ya asignados, por decirlo así. Ciento cincuenta y tres apenas eran unos granos de arena en aquellos desiertos de pobreza y miseria. Aparte del requisito obvio de no tener padres, ninguno de los afortunados niños podía estar alojado en un albergue parroquial. Ni más ni menos que una personalidad como el obispo de Londres había escrito para decirle a Mary los nombres de dos caballeros con alguna experiencia en este tipo de actividades.

«¿Y ahora qué hago?», se preguntó Mary cuando llegó diciembre y la Navidad amenazaba en el calendario. Lizzie le había enviado una verdadera carretada de cajas y sombrereras llenas de ropa.«¡Ropa! ¡Qué gasto más escandaloso!», pensó Mary enojada, abriendo caja tras caja en las que iban apareciendo delicadísimos vestidos de lino y muselina, lanas exquisitamente suaves, y sedas, tafetanes, rasos y encajes para las veladas nocturnas. ¡Así que por eso habían desaparecido sus zapatos favoritos…! ¡Lizzie se los había llevado para que le sirvieran de modelo al zapatero…! ¡Oh, qué derroche! ¿Qué había de malo en el negro, aunque ya hubiera salido del luto? (Lizzie había decretado que no llevarían luto ni por Lydia ni por Ned).

Además había un precioso vestido lila de linón bordado con ramitos de flores de mil colores, y un par de zapatos bajos que al parecer combinaban con él.¡Medias de seda! ¡Lencería de seda! Bueno, de todos modos… si ella no se ponía todas aquellas maravillas, Lizzie tampoco podría disfrutarlas: era casi una cabeza más baja que Mary y mucho más exuberante de pecho. También tenía los pies más pequeños. Ya lo dice el proverbio: «No malgastes y no tendrás que pedir», se dijo Mary a la mañana siguiente mientras se ponía el vestido lila y metía los pies, con sus medias de seda, en los zapatos a juego. Lizzie le había asignado una criada, una muchacha encantadora llamada Bertha, y Bertha tenía un don natural para el arte de la peluquería. Como Mary se negaba a adoptar la moda de cortarse el pelo alrededor del rostro y no quería ponerse rulos para que los rizos le enmarcaran la cara, Bertha cogió toda la melena de cabellos dorados y rojizos y la reunió en lo alto de la cabeza de Mary, pero con negligencia, de modo que pareciera tan abundante y ondulado como era en realidad.

– Una cosa tengo que decir en tu favor, niña -dijo Mary bruscamente, intentando no mirarse en el espejo-, que cuando me peinas, no noto ni las horquillas ni las pinzas.

Necesitó reunir todo su valor para atreverse a ir desde su habitación al salón de desayunos, pero todos los que se encontró por el camino le lanzaron deslumbrantes miradas de asombro que ella no pudo interpretar ni como condescendencia ni como burla.

Aún tenía muy buen apetito, aunque una vez que recuperó su peso habitual, pareció que dejaba de engordar. Por supuesto, ello se debía a que era una persona ocupada, muy activa, y siempre dispuesta a caminar grandes distancias; no le gustaba montar a caballo, porque en Longbourn nunca lo había hecho. El único caballo que habían tenido en casa había sidoNellie, y era un caballo para arar, demasiado ancho de grupa como para caerse y demasiado lento como para asustar a nadie con su galope. Siempre que Mary veía a Lizzie o a Georgie encima de una de aquellas bestias de Fitz, se le ponía el corazón en la garganta.

Aún no había llegado de verdad el invierno. «Cuando lo haga», se dijo Mary, «Pemberley va a ser como un caracol, todos nos tendremos que meter en casa». Mejor salir a caminar mientras se pudiera.

La ropa interior de seda era exquisitamente cómoda, y aquellos zapatos bajos tan suaves parecían bastante fuertes. No le rozaban ni en el talón ni en los dedos. Tenía los pies tan largos y tan estrechos que los zapatos y las botas que se compraba en la tienda siempre le hacían ampollas. Sí, la riqueza tiene sus ventajas, decidió cuando se puso el chal de seda lila oscura por encima de los hombros. Salió de la mansión y se adentró en los bosques por el pequeño puente de piedra, construido con tanto ingenio que parecía como si lo hubieran levantado los mismísimos romanos.

Como hasta ese punto no habían aparecido las ampollas, cogió el camino hacia su claro del bosque favorito, donde Lizzie decía que en primavera los narcisos formaban un verdadero mar ondulante y amarillo, porque allí les daba el sol. Un descanso; se sentó en una roca musgosa que había al borde del claro del bosque, observando encantada lo que ocurría a su alrededor. Las ardillas recogían frenéticamente las últimas nueces, un zorro acechaba, los pájaros invernales…

Y allí regresó su dolor secreto, la única cosa que arruinaba su laboriosa y productiva existencia: echaba de menos la presencia de Angus, deseaba que estuviera allí, exclusivamente para ella, ahora que todos se habían ido ya. ¡Tenía tantas cosas que decirle! ¡Y cuánto necesitaba sus consejos! Porque él sabía tanto… mucho más que ella. Además, era lo suficientemente fuerte como para oponerse a ella cuando necesitaba que alguien se opusiera.

– ¡Oh, Angus! ¡Ojalá estuvieras aquí…! -dijo en voz alta.

– Muy bien: pues aquí estoy -contestó él.

Mary ahogó un grito, se levantó de un salto, se volvió y lo miró boquiabierta.

– ¡Angus!

– Sí, así me llamo.

– ¿Qué estás haciendo aquí…?

– Voy de camino a Glasgow; allí están mis negocios familiares. No funcionan solos, Mary, aunque admito que tengo un hermano pequeño que se ocupa de que los motores de vapor sigan resoplando y las chimeneas de las fundiciones sigan echando humo. Siempre pasamos las Navidades juntos, luego hago una verdadera locura y regreso enbarco a Londres, por esos mares invernales. Como todos los escoceses, me encanta el mar. Es la parte de vikingos que aún nos queda. -Se sentó en una roca, frente a ella-. Siéntate, querida.

– Deseaba tanto que estuvieras aquí… -dijo Mary, sentándose.

– Sí, ya te oí. ¿Está esto muy solitario desde que todos se fueron?

– Sí, pero no echo de menos a Lizzie, ni a Fitz ni a Charlie. Jane no viene a verme, aunque tampoco la echo de menos a ella. Te echo de menos a ti.

Su contestación no prestó atención a las quejas de Mary.

– Estás preciosa -dijo-. ¿A qué se debe semejante transformación?

– Lizzie me ha enviado una tonelada de ropa. ¡Es un derroche espantoso! De todos modos, si no me lo pongo yo, no se lo podrá poner nadie… Soy más alta y más delgada que las demás…

– «No malgastes y no tendrás que pedir», ¿no?

– Exactamente.

– ¿Por qué me has echado de menos a mí en particular, Mary?

– Porque sólo tú eres mi verdadero amigo, y no nos une ninguna relación por sangre o matrimonio. Me he acordado mucho de los días que pasamos en Hertford, cuando hablábamos de todo… Nada especial, excepto que yo estaba deseando verte en la calle principal del pueblo para que vinieras conmigo, y que nunca me defraudaste. No intentaste enredarme con engaños ni quitarme de la cabeza mi decisión, aunque sabías que era una locura. Por supuesto, lo sabías entonces, pero nunca pretendiste refrenar mi entusiasmo. Y qué embobada estaba con Argus… pobre hombre, quienquiera que sea. De verdad, ¡te estoy muy agradecida por tu comprensión! Nadie me comprendió, ni siquiera remotamente. No importa cuán errada estuviera, ¡tenía que hacer ese viaje! Después de estar diecisiete años encerrada en Shelby Manor, era un pájaro al que por fin se le concedía la libertad. Y los males de Inglaterra, es decir, Argus, me ofreció una buena excusa para explorar un mundo salvaje y desconocido para mí. Por esa razón siempre apreciaré a Argus, aunque no lo ame.