– En ese caso, es hora de que haga una confesión -dijo Angus, con el rostro muy serio-. Espero que puedas perdonarme, pero aunque no puedas, debo decirte la verdad.
– ¿La verdad? -preguntó, al tiempo que se le ensombrecía la mirada.
– Yo soy Angus, pero también soy Argus.
Ella se quedó con la boca abierta, y aunque quiso gritar, sólo pudo intentar respirar.
– ¿Tú… eres Argus?
– Sí, por mis pecados. Estaba aburrido, Mary, y ocioso. Alastair dirigía a la perfección los negocios familiares y elChronicle prácticamente había comenzado a caminar solo. Así que inventé a Argus, con dos objetivos en mente. Uno era mantenerme ocupado. El otro era llamar la atención de las gentes acomodadas sobre los sufrimientos de los miserables. Lo cierto es que este segundo motivo nunca fue tan importante para mí como el primero, y ésa es la verdad. Hay un duende malvado viviendo en mí, y me reportaba una intensa satisfacción ir a comer a las mejores casas y escuchar a mis anfitriones rabiar contra las maldades y picardías de aquel Argus. Sí, era una sensación deliciosa, pero no tan deliciosa como poder andar por los pasillos de Westminster para encontrarme, con miembros de los lores y los comunes. Todas aquellas personas me daban muchas ideas, y me deleitaba más en las maldades que les hacía que en la conciencia social que estaba contribuyendo a formar.
– ¡Pero aquellas cartas y aquellos artículos eran tan reales…! -exclamó Mary.
– Sí, muy reales. Ésa es la parte que explica el poder de las palabras, Mary. Son seductoras, incluso en el papel. Habladas o escritas, pueden inspirar las revueltas de los oprimidos, como aconteció en Francia y en América. Son las palabras las que nos diferencian de los animales.
El enfado no llegaba a desatarse en Mary; se sentó, conmocionada, intentando recordar lo que le había dicho a Angus respecto a Argus. ¿Le habría dicho muchas tonterías? ¿Se habría comportado como una solterona idiota, desesperada de amor? Y él, con su confesado duende malvado, ¿había disfrutado engañándola como a una inocentona?
– Me has dejado en ridículo… -murmuró Mary.
Angus oyó sus palabras y suspiró.
– No lo hice a propósito, Mary. Te lo juro. Tus ideas exaltadas a propósito de Argus me humillaban y me avergonzaban. Habría querido confesarlo, pero no me atreví. Si lo hubiera hecho, me habrías rechazado. Habría perdido a mi amiga más querida. Todo lo que podía hacer era esperar hasta que considerara que me conocías lo suficientemente bien como para perdonarme. Te lo suplico, Mary, ¡perdóname!
Se había arrodillado ante Mary, y entrelazó sus manos para implorar compasión.
– ¡Oh, vamos, levántate de ahí! -dijo bruscamente Mary-. No hagas el ridículo. Si no lo supiera, pensaría que me estás pidiendo matrimonio.
– ¡Te estoy pidiendo matrimonio! -exclamó con un grito-. Te amo más que a la vida, a ti, ¡alocada, testaruda, tirana, terca, ciega, sorda… adorable mujer!
– ¡Levántate, levántate…! -fue todo lo que dijo Mary.
Derrotado, se arrastró hacia atrás y se apoyó en una piedra, al tiempo que la miraba, absolutamente confuso. Ella no había perdido ni un ápice de su compostura y, al parecer, tampoco le había importado que le hubiera dedicado todos aquellos epítetos. ¡Qué preciosa estaba, con su pelo tan maravillosamente peinado, y con aquel vestido que le sentaba tan bien…! Sus labios se separaron para hablar.
– Así que dices que eres Argus… eso es tremendo. Y que me amas… eso es aún más tremendo. Y que quieres casarte conmigo… eso es una verdadera conmoción. Debo decir, Angus, que cuando empiezas con asuntos delicados, no sabes cuándo parar.
En su interior ardían ascuas de sofocante calor, pero Mary no tenía ninguna intención de comunicarle su existencia hasta que hubiera sufrido bastante más de lo que había sufrido hasta entonces. «¡Oh, mi querido amigo…! Si nos casamos, siempre estarás aquí conmigo. No sé si esto es amor, pero ciertamente se le parece mucho…».
Su rostro debió de traicionar de algún modo la presencia de aquellas ascuas, porque Angus se relajó de repente, consiguió que dos hoyuelos se le marcaran en las mejillas, a punto de convertirse en arrugas.
– El momento de parar -dijo- es cuando lo hayamos arreglado todo perfecta y satisfactoriamente. He estado enamorado de ti desde que nos vimos por primera vez en Hertford… ¡oh, qué tortura saber quién era Argus, mientras tú alababas y ensalzabas sus virtudes malditas y fingidas! Mi autoestima se hundía porque yo, el rico y poderoso Angus Sinclair, no era para ti más que un contacto con tu héroe, Argus.
– Bueno, eso no duró mucho… En nuestro primer paseo comencé a comprender que ya tenía un amigo que no me iba a obligar a despacharlo por insistir con declaraciones de amor y propuestas de matrimonio. Y cuando dimos nuestro noveno paseo, y después de todas aquellas cenas y fiestas, no sabía cómo iba a poder continuar sin ti. Incluso hoy, después de tu declaración de amor y tu propuesta de matrimonio, no encuentro el modo de decirte que me dejes y te vayas.
– Si me perdonas, es porque correspondes a mi amor… -dijo, adelantándose emocionado-. ¿Me perdonas?
– Ya te he perdonado. ¿Esto esde verdad amor? Supongo que debo creerte. Lo que sé es que necesito tener tu amistad constantemente si quiero ser feliz. Me casaré contigo para conservar a mi mejor amigo. Y cuando te vuelva loco, debes decírmelo. Me temo que soy la clase de persona que consigue que los demás se vuelvan locos. La pobre señorita Scrimpton iba balbuceando y hablando sola cuando le dije que ya podía regresar a York. Y Matthew Spottiswoode ha sido visto escondiéndose cada vez que piensa que yo voy a verle. Charlie dice que soy una excéntrica. No veo que haya ninguna necesidad de disimularlo, Angus: soy una persona agotadora y muy difícil -dijo Mary sin mostrar ni rastro de autocompasión o pena por ser de aquel modo. La verdad era la verdad, ¿por qué lamentarlo?
– Por eso te quiero -dijo Angus, casi estallando de felicidad-. En algún sentido, nos parecemos… disfrutamos peleando y discutiendo, por un lado, y, por otra parte, cuando nos empeñamos en algo, nunca abandonamos. Y también yo estoy un poco loco. Si no lo estuviera, no bajaría navegando desde los mares del norte a Londres en invierno. Pero mi mayor alegría, mi querida Mary, es que la vida contigo nunca será aburrida.
– Tengo exactamente la misma impresión -dijo, poniéndose en pie-. Vamos, es hora de regresar. Quiero saberlo todo sobre ese Argus.
Sí, él estaba exultante de felicidad, pero… ¿y ella? «Puede que nunca lo sepa con certeza», pensó Angus. «Su compostura es como un muro de piedra. ¿Cómo conseguiré derribarlo?».
Iban a cenarà deux aquella noche, lo cual conmocionó definitivamente a Parmenter, siempre desconsolado cuando la familia estaba fuera. Darcy House, en Londres, tenía su propia servidumbre. La sincera camaradería entre la señorita Mary y el señor Sinclair no se ajustaba mucho a sus ideas de decoro, pero él sabía que el señor Fitz y la señora Darcy no encontrarían nada impropio en que dos cuarentones pasaran la velada juntos. Así que cuando los señores se dirigieron al lujosísimo saloncito púrpura en el que colgaban un Fra Angelico, un Giotto, un Botticelli y tres Canalettos (de ahí su nombre, Salón Italiano), Parmenter finalmente tuvo que rendirse y ceder. Tras sacar el oporto, el coñac y los puros, los dejó solos para que se sirvieran ellos mismos.
– Me pregunto qué Darcy sería el que coleccionara todas estas gloriosas obras de arte -dijo Mary, aceptando un oporto para conservar el valor.