– No podemos hasta que no concluyan las sesiones parlamentarias, ya lo sabes. Tengo esperanzas de que Georgie siga comportándose bien, pero si no estamos aquí…
– Sí, desde luego, tienes razón. ¿Crees que Georgie aceptará al duque o a lord Wilderney?
– No, es mucha Darcy como para que le interesen los nobles. Creo que puede elegir al señor John Parker, de Virginia.
– ¡Fitz!¿Un americano?
– ¿Y por qué no? Tiene suentrée: su madre es lady De Main. Además, es extraordinariamente rico, así que ni siquiera necesita la dote de Georgie. Bueno, aún es pronto. La temporada apenas ha comenzado.
– Nuestro primer pollito probablemente volará del nido -dijo Elizabeth, bastante desconsolada.
– Tenemos otros cuatro.
– No -dijo ella, sonrojándose-. Cinco.
– ¡Elizabeth, no!
– Elizabeth, sí. En junio, creo.
– Entonces volveremos a casa en abril, haya sesión o no en el Parlamento. No querrás estar en Londres cuando estés muy embarazada; además, en primavera hay mucha humedad y mucho humo en la ciudad.
– Sí, volver en primavera a Pemberley me gustaría mucho. -Dejó escapar un suspiro de satisfacción-. El año que viene será más tranquilo. Y el año siguiente tendremos que presentar a Susie.
Jane fue a Londres poco después de que las noticias sobre la asombrosa fuga de Mary hubieran llegado a sus oídos, y pudo hacerlo porque Caroline Bingley había encontrado finalmente una ocupación de alguna utilidad: convertir a los chicos Bingley, de ser unos atolondrados tarambanas a presentarse como caballeros de comportamiento intachable. Aunque no hacía más que quejarse, íntimamente adoraba aquella tarea. Nada le gratificaba más que ejercer poder. Y que las cosas se hicieran siempre a su modo. Los chicos Bingley estaban poniendo a prueba sus nervios.
– Louisa y Posy pueden hacer ahora lo que han deseado hacer durante años -le dijo Jane a Elizabeth al día siguiente de su llegada a Bingley House.
– ¿Y qué es? -preguntó Elizabeth, tal y como se esperaba de ella.
– Vender las propiedades de Hurst en Brook Street y trasladarse a Kensington -dijo Jane.
– ¡No…! ¿Entre lo que Fitz llama «criadoras de gatos»?
– Mejor ser las únicas persas en una sociedad de gatos callejeros que verse obligadas a colgar de la manga de Charles y suplicar por cada guinea -contestó Jane, sonriendo-. El señor Hurst les dejó muy poco, aparte de la propiedad, y habría estado hipotecada si Charles no se hubiera plantado. La venta les ha propiciado unos ingresos muy aceptables, así que no será necesario que Louisa economice en ropa o venda las joyas.
– Bueno, Caroline fue siempre la que lo organizaba todo. ¿Lo sabe?
– Oh, sí.
– ¿Y qué ha dicho?
– Poca cosa. Hugh había decidido «hacerle la cama» una noche antes de recibir la carta de Louisa, y Percival había cascado huevos podridos en sus botas favoritas de caminar. -Jane miró con aire recatado-. Para cuando encontró a los culpables y ejecutó su venganza, las noticias de Louisa eran una tontería caducada.
– ¿Cómo puedes aguantarla en Bingley Hall todos los días, uno tras otro, Jane?
– Con ecuanimidad, naturalmente.
– Entonces, ¿qué te trae por Londres?
– Quiero despedirme de Louisa y de Posy, porque me temo que pasará mucho tiempo antes de que yo visite Kensington.
– Y Charles va a regresar… -acusó Elizabeth.
– Sí, es verdad. ¡Oh, será maravilloso volver a verlo!
– Así que volverán a tener niños otra vez… -le dijo Elizabeth a Fitz aquella noche, acurrucada junto a él en la cama.
– Es asunto suyo, querida.
– No me importaría, si no fuera por su salud.
– A los cuarenta y seis, ¿cuántos niños más puede tener?
– ¡Oh, no había pensado en eso…! -Se sentó y se cogió las manos abrazándose las rodillas-. Tienes razón, como siempre, Fitz. Nos vamos haciendo viejos. -Parecía un poco triste-. ¡Cómo pasan los años…!
– Con tal de que todo salga bien con este niño, Elizabeth; no me importa cómo pasen los años -dijo, pellizcándole la mejilla-. ¿Cuándo piensas decirles a nuestros hijos que alguien se incorporará a la familia?
– Hasta febrero no diré nada, creo. Después del baile de presentación de Georgie.
– ¿Eso es acertado? ¿Por qué no ya?
– Si se lo digo ahora, Georgie se pondrá de los nervios. Con un duque y un conde rechazados, no quiero que pase por el tormento de todas las debutantes, sintiendo que todas las miradas están centradas en ellas.
– Son las madres las únicas que tienen miedo, mi amor.
Así que se desveló la noticia, aunque no sin alguna disconformidad por parte de Elizabeth.
Charlie estaba encantado, y abrazó y besó a su madre, estrechó la mano de su padre con franqueza y declaró que a su edad se sentiría más como un tío que como un hermano.
Susie y Anne estaban contentas, pero no estaban muy seguras de que padres tan viejos pudieran tener niños. Cathy estaba furiosa; la familia tuvo que soportar un nuevo brote de bromas pesadas que sólo cesaron cuando Charlie la zarandeó hasta que le castañetearon los dientes y le dijo categóricamente que era una pequeña egoísta y silvestre.
Georgie estaba tan emocionada que no tuvo ningún problema para brillar en el baile y señaló la ocasión con una decisión memorable: también rechazó convertirse en la señora de John Parker, de Virginia.
– ¿Por qué? -le preguntó Elizabeth, exasperada-. ¡Rechazar tantas ofertas ventajosas es absolutamente ridículo! Te vas a ganar una malísima reputación, todo el mundo te considerará una caprichosa y entonces ya no recibirás ninguna oferta.
– ¿Con una dote de noventa mil libras? -preguntó Georgie con orgullo-. No tengo intención de casarme todavía, mamá… si es que me caso. Estoy disfrutando de mi puesta de largo, especialmente rompiendo corazones. Tú tenías veintiuno cuando te casaste con papá, y habías tenido más ofertas. Además, me niego a comprometerme, con todo lo que conlleva, mientras estoy ocupada viendo a nuestro preciosísimo pequeño convertirse en una personita.
«Bueno, eso responde al menos a alguna cuestión», pensó su madre. «Georgie no está enamorada de ninguno de sus admiradores».
Lo que ella no sabía (y Georgie no tenía intención de decirle) era que su hija le escribía todas las semanas a Owen Griffiths, que aún no había sucumbido a sus encantos, pero que sucumbiría, o al menos la joven estaba segura de ello. Había aprendido a nadar y guardar la ropa, algo en lo que incluso la reina María Antonieta había fallado. Cuando el tiempo demostrara que era una solterona impenitente, intentaría comprar una granja en las afueras de Oxford; entonces podría ser granjera y Owen podría ser profesor en la universidad.
Llegaron noticias de Glasgow: el señor Angus Sinclair y su esposa embarcarían a no mucho tardar en un navío con la intención de dirigirse a Liverpool, porque ambos orfanatos estaban a punto de completarse y Mary quería estar cerca para poder volver locos a los dos equipos de obreros. Todo el mundo sabía que se puede confiar en el trabajo de los obreros al noventa por ciento, y nadie se ocupa del diez por ciento restante. Pero Mary juró que aquellos dos proyectos se terminarían hasta el último detalle y se pintaría hasta la esquina más oscura de ambos orfanatos.
Agnus había sucumbido a lo que se suponía que era una necesidad imperiosa de un hombre acaudalado y de su estatus: tener una casa señorial en el campo. Alastair y su prole ocupaban la mansión de Escocia, y algunas semanas en compañía de Mary consiguieron que la familia la mirara con terror. Cada pensamiento que tuvo Mary durante su residencia en Escocia conseguía que la mujer de Alastair sintiera desmayos agónicos y que el propio Alastair considerara firmemente la posibilidad de emigrar a América. Así que la noticia de que Angus tenía intención de vivir en las cercanías del orfanato de Sheffield causó un enorme regocijo en todos los Sinclair al norte de la frontera. Con el corazón alegre y feliz, acompañaron a Angus y a Mary cuando se embarcaron, y les desearon sinceramente lo mejor. ¡Que le vaya bien a Angus entre esos ingleses…!