Angus encontró siete mil acres en las afueras de Bradfield, en el límite de los páramos; tenían un bosque, un gran jardín arbolado y un buen número de granjas en régimen de alquiler. Dado que la mansión se levantaría en lo alto de una colina, el señor y la señora Sinclair acordaron que la propiedad podría llevar el nombre de Ben Sinclair [44].
Entretanto, le decía Angus por carta a Fitz, que seguía en Londres, ¿le importaría que se quedaran en Pemberley hasta que Ben Sinclair se convirtiera en realidad?
Todo el mundo se encontraba en Pemberley o en Bingley Hall aquel verano de 1814, esperando con inquietud el nacimiento de dos bebés muy queridos, y también esperados con cierta aprensión. El único que faltaba era Owen Griffiths, que no estaba muy seguro de poder resistirse a los encantos de Georgie si la tenía delante, así que prudentemente se fue a su casa de Gales. Su ensayó sobre los movimientos de César en las Galias había obtenido un gran reconocimiento, sobre todo por la perspicacia de adivinar cosas como la inexactitud de las distancias que fijaba César. Los poderes tácticos académicos lo estaban aclamando ahora como un erudito con un formidable futuro. Si el erudito de formidable futuro conservaba las cartas de Georgie en un pequeño paquete, atadas con una cinta de raso del color de sus ojos, eso era asunto suyo, y de nadie más. Cuando escribía a Georgie, la llamaba «mi querida desvergonzada». Ella se dirigía a él como «querido Owen».
El embarazo de Elizabeth había transcurrido sin incidentes, pero había resultado muy pesado; le juraba a Fitz que aquel niño iba a ser un gigante. El parto fue agotadoramente largo, aunque sin complicaciones, y nació un enorme niño con el pelo rizado y negro y con los bonitos ojos negros de Fitz. Dado que hubo que contratar a dos nodrizas para alimentarlo, fue un niño tranquilo y callado, aunque muy despierto.
– Dios ha sido muy bueno con nosotros -le dijo Elizabeth a Fitz.
– Sí, mi queridísima dama. Ned ha regresado a nosotros, y esta vez podrá disfrutar de su nombre. Edward Fitzwilliam Darcy. ¿Quién sabe? A lo mejor llega a ser primer ministro.
El embarazo de Mary fue más accidentado, principalmente por el libro que Kitty le había enviado. Estaba escrito por un aristócrata alemán que ejercía de obstetra y que tenía ideas propias sobre la maternidad, a pesar (como protestó Angus) de no tener la posibilidad de experimentar el fenómeno en sus propias carnes. Todo lo que Mary consumía se medía o se pesaba, de acuerdo con toda una dieta precisa y regulada, y su propia situación corporal se controlaba implacablemente.
A medida que transcurrían los meses, en Angus fue aumentando la seguridad de que el embarazo de Mary era un indicativo ajustado de su capacidad para asumir todas las manías de una señora casada. Había saltado al lecho conyugal con toda la alegría de Lydia, por eso Angus estaba profundamente agradecido al cielo de que su tiempo para tener niños estuviera tocando a su fin. De otra forma, pensó, probablemente Mary habría seguido los pasos de Jane y se habría quedado embarazada cada vez que él se quitara los pantalones y durante veinte años seguidos. Así pues, Angus podía confiar en que su esposa cumpliría con las exigencias físicas del matrimonio.
Respecto a las exigencias intelectuales y espirituales… Mary lo hizo a su modo también. ¿Quién, sino Mary, podía abrazar las ideas de un desconocidoaccoucheur alemán como si su libro fuera la bíblia de la obstetricia? ¿Quién, sino Mary, podría haber aceptado el embarazo con aquella naturalidad, sin esconderse o apartarse lo más mínimo y, a medida que su barriga aumentaba, yendo de un lado a otro pensando que estaba tan delgada como siempre? Desacostumbrados a ver a damas embarazadas tan descaradas, aquellos que se topaban con ella (incluido el personal de su orfanato de Sheffield) se veían forzados a fingir que Mary estaba verdaderamente tan delgada como siempre. Cuando sus niños le dijeron que se estaba poniendo muy gorda, ella les contestó sin rodeos que ello se debía a que un bebé estaba creciendo dentro de su barriga, y los hizo partícipes de todo el proceso. Su sinceridad aterraba al personal, pero callaban… ¡era la mano que les daba de comer!
Y por si todo esto no fuera suficiente, insistió en viajar a Londres para ver cómo vivía Angus allí y, desde luego, tuvo que participar en los placeres de elegir mobiliario, alfombras, cortinas, los papeles de las paredes y la pintura para el interior de Ben Sinclair. Para inconmensurable alivio de Angus, su gusto en estas cosas resultó ser bastante mejor de lo que él esperaba y, además, cuando se apartaba demasiado de sus propios gustos, le dejaba la decisión final a él con notable ecuanimidad. Conoció a todos los amigos de Angus en Londres y asistió balanceándose a varias fiestas nocturnas, sin mostrar la menor intención de camuflar aquella engorrosa protuberancia.
– Lo peor de todo esto es que no puedo arrimar la silla a la mesa -le comunicó a la señora Drummond-Burrell, una dama insufriblemente estirada y decorosa, y lo hizo muriéndose de risa-, y al final siempre voy con lamparones de sopa y de salsa.
Quizá la época era buena para los cambios, o quizá sólo ocurría que Mary era Mary; Angus no lo sabía, pero lo cierto era que incluso sus amistades más conspicuas estaban deseando disfrutar de los encantos de Mary, y de su franqueza, particularmente después de comprender que su conocimiento de las cuestiones políticas era bastante profundo y que le importaba un rábano que se supusiera que las mujeres no tenían interés en la política. Angus renunció a preocuparse por ella y comprendió que en el breve espacio de aquel verano Mary había pasado de ser un vulgar diente de león a la orquídea más exótica. Lo que sospechaba que nunca podría averiguar era qué parte de aquella orquídea había estado siempre latente en ella.
Al entrar en el octavo mes, Mary regresó a Pemberley para asegurarse de que el niño nacería rodeado de toda su familia. Así que para cuando comenzaron los dolores del parto, a principios de septiembre, Angus tuvo una idea aproximada de lo que iba a ser su vida marital. Su mujer pretendía ser su compañera en todas sus iniciativas, y esperaba que él fuera su compañero en todo lo que ella emprendiera. Era evidente -tanto para él como para Fitz y Elizabeth- que los Sinclair iban a conformarse como la vanguardia del cambio social, sobre todo en las cuestiones relativas a la educación. Mary había encontrado su objetivo vitaclass="underline" ¡la educación universal! Por encima de las puertas de hierro forjado de los orfanatos de los Niños de Jesús, en Buxton y en Stannington, podía verse el lema que Mary había acuñado: Educación es libertad.
Para sorpresa de todo el mundo, excepto de Angus, Mary sobrellevó su parto con paciencia, tranquilidad y copiosas notas plagadas de contradicciones que fue redactando en un diario. Doce horas más tarde dio a luz a un niño delgado y muy grande, con unos pulmones prodigiosos; la casa se venía abajo con sus llantos, hasta que aprendió cuáles eran los fundamentos de un pezón, y entonces, gracias a Dios, se calló. Mary seguía a rajatabla los dictados de su biblia alemana y lo amamantó ella misma. Por fortuna, tenía mucha leche, mientras que su hermana Elizabeth, adornada con un opulento pecho, siempre estuvo seca.
– Dios ha sido muy bueno con nosotros -le dijo a Angus, que tenía un aspecto fantasmal después de pasar doce horas paseando arriba y abajo en la biblioteca grande, con la compañía de Fitz y Charlie-. ¿Cómo quieres que se llame?