Выбрать главу

Mary cogió la cara de Charlie entre sus manos, sonriendo a sus ojos grises oscuros con cariño. Era una belleza poco común, sin embargo, bajo ella no corría ninguna veta femenina en absoluto, y eso lo hubiera visto hasta su padre, ensimismado, si tuviera una décima parte del cerebro que el mundo le atribuía. «¡No se te ocurra despreciar a Charlie, Fitzwilliam Darcy!», dijo Mary para sí, besando la suave mejilla de su sobrino. «Él es más hombre de lo que tú serás jamás».

Luego fue el turno de Lizzie, y el grupo partió. Darcy montaba Un caballo gris moteado, tan orgulloso como Lucifer; Lizzie y Charlie iban en el carruaje, con ladrillos calientes, mantas de piel, libros, una cesta con algo de comida y bebidas, y Hoskins. Mary los despidió diciéndoles adiós con la mano y se quedó plantada en el último escalón de la entrada hasta que el pesado vehículo, con sus seis enormes caballos que parecían no tener que hacer ningún esfuerzo para tirar del carruaje, desaparecieron tras doblar la loma, y del mismo modo salieron de su vida. Por el momento, en todo caso.

La señora Jenkins estaba llorando; Mary la observó con cierta irritación.

– ¡No más lágrimas, se lo ruego! -le dijo con severidad-. Shelby Manor irá a parar a manos de sir Kenneth Appleby, estoy segura de ello, y lady Appleby será una señora excelente, lo mismo que él. Ahora, bájame los baúles del ático y comience a preparar mis pertenencias para empaquetarlas. Ni una arruga ni una mota de polvo, nada roto ni sucio. Y dígale al joven Jenkins que traiga la calesa. Me voy.

– ¿A Meryton, señorita Mary?

– ¡Cielos, no! -chilló la señorita Mary, ¡y comenzó a reírse! ¡Y tan pronto… después de la muerte de su madre!-. Voy a Hertford. Estaré en casa a la hora del té. ¡En casa…! -repitió, y volvió a reírse-. ¡Pero si no tengo casa! ¡Qué liberación!

Como no tenía mucho que hacer, el señor Robert Wilde se levantó de la silla y se acercó a la ventana, y allí miró al exterior, al mudo ajetreo de la calle principal. Nadie le había pedido que redactara ningún testamento ni le habían consultado a propósito de algún asunto que requiriera la pericia de un abogado, y su laboriosidad natural había conseguido, desde hacía ya largo rato, que la retahíla de archivos en carpetas rojas dobladas estuvieran todas perfectamente ordenadas. Como no era día de mercado, el paisaje de la calle lo ocupaban más peatones que carretas y carros, aunque por allí andaba Tom Naseby en su tílburi, y las señoritas Ramsay, encaramadas a sus lentos y pesados ponis.

«¡Ahí está ése otra vez! ¿Quién diablos será ese individuo?», se preguntó el señor Wilde. Hertford era la diminuta capital de un condado diminuto, así que todos sin excepción habían notado la presencia del forastero… El veredicto de todos los que lo habían visto era que se parecía a un oso, barbudo y malencarado. Algunas veces iba montado en un enorme caballo cuyo perfil señorial contrastaba con la humilde apariencia y el atuendo un tanto desastrado del jinete; en otras ocasiones se encontraba apoyado contra un muro, con sus musculados brazos cruzados, como en aquel momento. «Tiene aspecto de villano», decidió el señor Wilde. Su pasante le había informado sobre aquel individuo: al parecer, estaba alojado en The Blue Boar, no hablaba con nadie, contaba con dinero suficiente como para pagarse buenas comidas y no tenía ninguna intención de aprovecharse de ninguna de las pocas furcias que había en Hertford. No era ni un villano malencarado, ni era muy mayor. ¿Quién era entonces?

Por la ligera cuesta bajaba una calesa, tirada por dos hermosos caballos tordos, y el joven Jenkins iba con las riendas, de postillón: eran los inquilinos de Shelby Manor, una estampa bien conocida. La señorita Mary Bennet había acudido a la ciudad, de compras o para visitar a alguien. Cuando se detuvo enfrente de su puerta, el señor Wilde se sorprendió; aunque él llevaba los asuntos de Shelby Manor, nunca había tenido la oportunidad de conocer a la hermosa Mary Bennet, aunque la había visto de lejos bastante a menudo. El señor Darcy lo había visitado de camino al norte, a Pemberley -la última de muchas visitas-, pero no había dicho nada de que fuera a venir a verle la señorita Bennet. Y mira por dónde, ¡allí estaba! Bajó de la calesa vestida de negro de la cabeza a los pies, con su preciosísimo pelo bastante oculto por una capucha negra y un sombrerito espantoso. Su agraciado rostro lucía su habitual expresión de seriedad cuando comenzó a subir los peldaños de la puerta principal, y allí utilizó la aldaba.

– Es la señorita Bennet, señor -dijo su empleado, haciendo pasar a la visita.

Para entonces, el señor Wilde se había colocado a una distancia adecuada y le tendió la mano para coger la punta de sus dedos, y se los estrechó de acuerdo con lo que permite la decencia.

– Mis condolencias por la muerte de su madre, señorita Bennet -dijo-. Desde luego, acudí al funeral, pero no tuve oportunidad de darle el pésame personalmente.

– Gracias por su amabilidad, señor Wilde. -Mary se sentó con aire furtivo-. Parece usted un poco joven para ser socio principal de…

– Dudo que hubiera jamás un Patchett -dijo con una sonrisa, y el señor Shaw y el señor Cariton murieron, y mi padre me entregó el bufete hace ya cinco años. Se lo puedo asegurar, señorita Bennet: he realizado las prácticas correspondientes y estoy perfectamente al tanto de mis deberes como abogado.

Este discurso, bastante poco profesional, no descongeló la expresión de la dama; evidentemente, era impermeable a la amabilidad, de cuya dudosa ventaja el señor Wilde poseía en abundancia. El abogado tosió una disculpa.

– Es usted el administrador de una suma de dinero que me pertenece. ¿Es eso correcto, señor?

– Bueno… eh… sí… Discúlpeme, señorita Bennet, mientras busco su expediente… -Y recorrió con la mano una estantería de expedientes marcados con la B, hasta que dio con la gruesa carpeta que captó su atención y la sacó. Se sentó en su mesa de despacho, desató la carpeta roja y examinó los documentos con detenimiento-. Ocho mil quinientas libras, invertidas al cuatro por ciento.

La señorita Bennet escondió las manos enguantadas en el manguito de piel y miró al abogado con alivio.

– ¿Cuántos intereses se han acumulado? -preguntó.

El abogado levantó las cejas; habitualmente las damas no mostraban un conocimiento tan vasto en cuestiones financieras. Volvió a consultar los documentos.

– A fecha del último trimestre, mil cinco libras, con diecinueve chelines y cuatro peniques -dijo.

– Así que, en total, son nueve mil quinientas libras -calculó la señorita Bennet.

– Correcto, libra arriba o abajo.

– ¿Cuánto tiempo se tardaría en recuperarlo de los fondos de inversión?

– No puedo aconsejarle eso, señorita Bennet… -dijo amablemente.

– Nadie le ha pedido que aconseje nada, señor. ¿Cuánto tardaría?

– Algunas semanas. Quizá para mediados de enero…

– Eso sería perfecto. Le ruego que comience a trabajar en ello, señor Wilde. Cuando haya liberado mi dinero, deposítelo en el banco de Hertford. Y asegúrese de que puedo retirarlo desde cualquier banco de Inglaterra. -Se detuvo y asintió con la cabeza-. Sí Inglaterra será suficiente. Creo que Escocia tiene sus propias leyes y costumbres al respecto, e Irlanda está llena de papistas. Y Gales, por lo que forma parte de Inglaterra. Aparte de mis asuntos, señor, entiendo que Shelby Manor ya está vendida, y debo abandonarla. Me interesaría dejarla antes de Navidad, mejor que después. Le ruego que me busque una pequeña casita amueblada aquí, en Hertford, y la alquile para seis meses. Me iré de viaje alrededor del próximo mes de mayo y no necesitaré una residencia en Hertford.

El abogado tenía la boca abierta; tragó saliva con la intención de emitir argumentos persuasivos y razonables, y luego decidió no molestarse. Si alguna vez había visto la determinación escrita en el rostro de una persona, era precisamente ahora, en el rostro de la señorita Mary Bennet.